El alfabeto de Babel (72 page)

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Authors: Francisco J de Lys

Tags: #Misterio, Historia, Intriga

BOOK: El alfabeto de Babel
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—¿Cuándo lo supo?

Grieg vio el color rojo de la sangre en las manos del cardenal.

—Cuando clavó la daga en el centro de la mesa, comprendí que había activado un resorte controlado, supongo, con un temporizador rudimentario, quizás con una cuerda enrollada a un carrete. Calculó el tiempo que faltaba para que saliera despedida la daga con las muescas en la cera de la vela. Un ingenioso sistema, o un terrible y mortífero artefacto, según sea el lugar en que estés colocado en la mesa.

—Debí suponer… que se daría cuenta.

—Mientras le esperaba, he tenido tiempo de pensar en ello. No sabía si su eminencia podía tener prevista tal contingencia; al girar la mesa me arriesgué a dejarla apuntando hacia mí. Usted escogió el lado de la mesa. Cuando la giré ciento ochenta grados, tenía el cincuenta por ciento de posibilidades de morir. Un riesgo asumible dadas las características del «duelo».

—Le subestimé…, pero eso ya no importa… —La grave voz de Fedor Münch se asemejaba más y más a un estertor.

—Sus dos grandes errores, cardenal, fueron creer que no me daría cuenta de ello y que usted tenía todas las posibilidades de salir con éxito del lance.

—Creí que cruzar una espada en el camino de un hombre…, dada la tarea encomendada… —el cardenal hinchó de un modo sobrecogedor el pecho; su tono de voz era débil y sibilante—, era… un precio razonable por servir a Dios, que murió en la cruz. Espero que Él sepa perdonarme.

Grieg contempló la sangrienta metáfora visual de la daga plateada clavada en el pecho del cardenal, junto a la gruesa cruz de oro que Münch llevaba pendida del cuello y que se había quedado a escasos centímetros de salvarle la vida.

—La vida de un hombre, su propia vida, eminencia, es un precio demasiado alto que pagar por recaer, una y otra vez, en el error de confundir la espada con la cruz.

Grieg, con un nudo en la garganta, tomó una parte del pentágono de mármol que formaba el pie de Tiziano y, sin mirar en su interior, cerró las dos mitades con la llave de hierro con forma de garrapata.

—¿No va… a mirar el contenido? —preguntó el cardenal con un tono de voz apenas audible.

—La Chartham… Me vi obligado a desplegarla en una ocasión porque creí que era imprescindible para salvar mi vida. No creo necesario, ahora, ver la forma del juego de tipos móviles que hay en su interior.

—Nadie debe saber que yo he estado aquí… Es de vital importancia para usted, ya que se queda con la custodia de los
signum
—dijo el cardenal, que se levantó con extrema dificultad y que se dirigió hacia el ataúd—. Este féretro estaba preparado… para… el entierro…, vendrán muy pronto a recogerlo… Lácrelo con mi anillo…

Fedor Münch, mediante gestos y palabras progresivamente más entrecortadas e ininteligibles, le indicó que en el interior de la cartera de piel encontraría el lugar donde hubiese sido enterrado y todo lo necesario para que nadie supiera lo que había ocurrido.

Grieg contempló con angustia cómo el cardenal Münch se introducía él mismo en el ataúd con la daga clavada en el pecho.

El cardenal repetía, una y otra vez, la misma frase, que surgía de un modo incomprensible de sus.labios.

—Nadie… debe… saber… que… yo… he estado… aquí.

Grieg estaba conmocionado. No podía hacer nada para ayudar a aquel moribundo, del que en aquellos momentos únicamente veía sobresalir del ataúd la daga que tenía clavada en el pecho. Se levantó y se acercó al cardenal, que le observó con la que parecía ser una mirada de sincero arrepentimiento en los ojos, quizá porque se encontraba a escasos segundos de la muerte.

A pesar de que la comprensión de las palabras del cardenal resultaba cada vez más difícil, Grieg le formuló una concisa pregunta que Fedor Münch contestó afirmativamente. A continuación, musitó débilmente varias apreciaciones acerca del contenido de su valija.

Todo a cambio de un único favor, que solicitaba, una y otra vez, de un modo balbuciente.

—Cierre… la tapa… del ataúd… y lácrela… con mi… anillo.

Grieg miró apesadumbrado al cardenal.

La imagen que ofrecía, con la daga clavada en el pecho, aún vivo y en el interior del féretro, resultaba desgarradora.

—Recu…erde… cierre… la tapa, y séllela… Rápido.

—Eminencia, con la daga clavada en su pecho, no puedo hacerlo —dijo Grieg, conmovido—. Si su deseo es que su cuerpo no sea hallado aquí y acaben enterrándole donde tenían pensado hacerlo conmigo, deberá responderme a una pregunta: ¿dónde está Catherine?

El cardenal Münch miró a Grieg con los ojos desorbitados. En un último esfuerzo masculló algunos sonidos similares a palabras.

—El libro…, el libro… de la maleta…

El cardenal, inesperadamente, hizo un gesto muy brusco. De un terrible impulso se arrancó la daga del pecho y levantó los brazos. Finalmente, musitó unas lapidarias palabras.

—¡Que… Dios… me… perdone!

Cuando acabó de pronunciar la frase, asió con fuerza la daga y se la clavó en el costado del corazón; y la volvió a extraer de un golpe final.

La daga cayó al suelo y se deslizó por la entablada superficie unos metros, dejando un reguero de sangre, hasta quedar junto a la vieja linterna de petaca.

Las facciones del rostro del cardenal se sosegaron totalmente.

Grieg se dirigió hacia la mesa; sabía que en pocos minutos tendría que abordar trascendentales decisiones.

Debía dejarlo todo tal como lo hubiesen encontrado los que vendrían a buscar, dentro de muy poco, el féretro si el vencedor del lance hubiese sido el cardenal Münch; como si el que estuviese en el interior del ataúd fuese él mismo. De ese modo, también podría llegar a conocer quiénes eran los encargados de llevar a cabo «su propio entierro».

Tomó entre sus manos la vieja cartera de piel y la abrió. Entre sobres nuevos, un plano detallado del cementerio donde estaba marcado claramente el lugar donde tendría lugar el entierro esa misma noche, una barra de lacre y algunos folios que contenían información, apareció una carpeta metálica cuyo contenido le sorprendió profundamente, en especial por el trascendental documento que albergaba en su interior, y por el hecho de estar refrendado con el sello y la firma de un papa del siglo XVI.

PAULUS III

Aquel pergamino, según la documentación adjunta, debía ser entregado en el lugar indicado en el plano antes de que se produjera el entierro. Grieg continuó buscando en el interior de la cartera el libro que había mencionado el cardenal segundos antes de expirar, pero antes examinó el dato que le acababa de confirmar.

«El cardenal Münch —pensó Grieg— fue el que ordenó que me dejaran el libro de
La isla del Tesoro
en japonés en el hotel, antes de que Catherine me llamara por teléfono la primera vez y que en el auricular sonase el coro de los esclavos de
Nabucco.
El cardenal Fedor Münch, la religiosa con la que hablé en la Gran Via y… Catherine compartían la misma información, ahora hace falta saber qué motivos…»

Grieg detuvo su razonamiento cuando vio el libro al que se refería el cardenal, cuando señaló de un modo impreciso la maleta de piel poco antes de morir.

Le invadió una sensación similar al vértigo.

En la primera página de aquel libro, figuraban escritos, con un trazo infantil y lejano en el tiempo, el nombre y los dos apellidos de la mujer que unos hombres vestidos de negro habían arrancado de sus brazos esa misma noche en una de las torres de la Sagrada Familia.

90

La calavera y las dos tibias cruzadas, serigrafiadas sobre el capó del Mini Cooper S, aparecieron ante los ojos de Gabriel Grieg cuando éste tomó la curva peraltada del Morrot situada en la falda de la montaña de Montjuic.

Se dirigía hacia el cementerio del Sudoeste, donde en un lapso de tiempo muy breve unos individuos conducirían un ataúd a un lugar que él ya conocía, y donde tendría ocasión de contemplar un acto espurio, aunque absolutamente conmovedor y único: su propio entierro.

Deseaba de modo intemperable saber quiénes serían los que integrarían el cortejo fúnebre, y ardía en deseos por conocer la identidad del que pasaría a recoger el importante pergamino en el escondrijo del confesionario del mausoleo, cuya dirección portaba en la cartera negra de piel, que nuevamente había vuelto a su poder, después de que el cardenal Fedor Münch se la arrebatara en la Sagrada Familia.

Grieg condujo el Mini Cooper exactamente por el mismo trayecto que tomó el taxista esa misma tarde, cuando le llevó hasta la puerta trasera del cementerio. Al llegar al lugar pretendido, aparcó el coche tras un soto. Sin mayor dificultad, saltó la verja y se dirigió hacia un mausoleo, marcado de forma preclara en el plano que encontró en la documentación del cardenal Münch.

Grieg tenía la desagradable sensación —mientras caminaba por las vías del cementerio, que mostraban en ese momento de la noche un aspecto fantasmal, envueltas en la luz difusa de las farolas y en un silencio estremecedor— de que, a pesar de que únicamente faltaban unas horas para que amaneciese, esas horas serían absolutamente trascendentales.

Cuando llegó al lugar indicado, se sorprendió por el gran tamaño del mausoleo, indicado con un círculo rojo en el detallado plano que tenía desplegado ante sus ojos. El mausoleo estaba situado junto a dos alargados muros de mampostería y no se hallaba demasiado alejado de la vía del cementerio donde estaba sepultado su
padrí
y del lugar donde había abierto «su» tumba en el último atardecer.

Extrajo una llave y abrió la puerta del panteón. De inmediato, se sorprendió, al encender la linterna, de que allí no se percibía la peculiar oscura y fría presencia de la muerte.

No había lápidas, ni sepulcros de mármol ni marchitas flores en el interior de esmerilados y polvorientos jarrones de vidrio.

Más que en un mausoleo había entrado en lo que parecía ser una capilla escondida entre otros grandes panteones.

«Una capilla en un enclave tan atípico, qué extraño», pensó Grieg, que observó la elaboradísima ejecución de los muebles y la gran calidad de las telas con que estaban tapizados los sillones y los
voyeuses
que denotaban, sin duda, un pasado esplendoroso de reuniones secretas y de devociones inconfesables, que, inequívocamente, se reflejaban en los dibujos de los apagados mosaicos del suelo y en los elaborados esgrafiados de las paredes.

Grieg se detuvo a observar uno en especial.

Se trataba de la misma inicial que estaba tallada en la mesa, situada en el centro del claustro de vidrio del hospicio situado entre la catedral y la Plaça del Rei.

Tenía un gran tamaño: «J».

Aquella pequeña capilla había llegado a vivir grandes momentos de esplendor a juzgar por la refinada suntuosidad del mobiliario, la gran calidad de los mármoles empleados y la maestría con que estaban trabajados los gruesos forjados y las rejas. En concreto, el excepcional tenebrario de veintiuna velas que representaba una singular parra.

Se interesó vivamente por la misteriosa ubicación de aquella enigmática capilla, que al estar alineada entre una inacabable fila de grandes panteones parecía un mausoleo más, pero que, en realidad, había sido erigida antes de que gran parte de la montaña de Montjuic se convirtiera en un inabarcable cementerio.

Grieg leyó el enclave exacto donde se encontraba situado aquel indefinible mausoleo, y que estaba anotado en una pequeña placa de bronce junto a la puerta:

A PARTE ORIENTIS AD IPSUM COLLUM CUDINUS ET INTUS VILLAM
SANCTIS ET IN CACUMINE MONTIS URSE USQUE AD CASTRUM PORT;
DE MERIDIE IN LITTORE MARIS; AB OCCIDUO IN ALVEUM LUPRICATI
SIVE COLLUM DE IPSA GAVARRA; A PARTE CIRCII IN FORNE DE

UORLI ET IN PRESCRIPTO MONTE DE URSA

Grieg se dirigió hacia el confesionario situado tras el altar. Buscó el escondrijo señalado en la documentación del cardenal y depositó en él sus efectos personales, tras introducirlos previamente en la caja de piel repujada que portaba el cardenal Münch en su valija.

Aquella acción, que hubiese tenido que realizar un enviado del cardenal una vez que Grieg hubiese muerto, sería la prueba de la identidad de la persona enterrada, ya que ésas eran las condiciones pactadas previamente, una vez que se hubiese producido el sepelio.

Grieg no pudo evitar pensar, cuando vio el cortafrío manchado con la sangre del cardenal Münch, que aquella sangre tendría que haber sido la suya y que el féretro que llegaría hasta allí al cabo de pocos minutos debería contener su propio cadáver.

La vieja linterna de bornes oxidados se apagó de modo inesperado en aquel momento, y Grieg experimentó, de una manera intensa, en el extremo silencio de la noche, en la casi completa oscuridad que le rodeaba y en el interior de un cementerio, el vértigo de vivir constantemente encerrado en el «interior» de un segundo, en el «interior» del segundo en el que siempre se vive. Un segundo donde no existe ni el futuro ni el pasado: el que transcurre entre un latido y otro latido, y que está en constante contacto con la inimaginable barrera que separa la vida de la muerte cuando el esperado «segundo latido» no se produce.

Golpeó con fuerza la linterna, que tornó a emitir luz.

Después, salió del mausoleo y, tras cerrar la puerta, se sentó sobre una lápida desde donde podía contemplarse una vista panorámica del cementerio.

Desde lo alto de la colina, Grieg vio cómo la luz de unos faros de un coche ascendía serpenteando por las sinuosas curvas del cementerio de Montjuic.

Sin duda, aquel automóvil portaba en su interior un féretro que llevaba sobre la tapa las iniciales de su propio nombre.

Un ataúd predestinado para él.

Gabriel Grieg se levantó y se dispuso a contemplar la máxima representación teatral a la que un ser humano puede llegar a asistir jamás: su propio entierro.

91

Oculto tras un ciprés, Grieg asistió, igual que si fuese un soplo de viento o un árbol más de los que le rodeaban, a la ceremonia del que tenía que ser su propio entierro. Aquello no le producía ningún tipo de angustia especial, si acaso aumentó su percepción respecto a que el asunto que le ocupaba no era una cuestión intangible, sino una materia absolutamente terrenal.

Dos enterradores llevaban a cabo la operación, dirigidos por una mujer. Tal y como él sospechó, se trataba también de la persona que se encargaría de recoger el sobre que contenía el pergamino del siglo XVI y sus efectos personales situados en el escondrijo del confesionario de la capilla-mausoleo: la misma mujer que había hablado con él en un banco de la Gran Via esa misma noche.

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