En los nichos del cementerio de Montjuic.
Grieg clavó su mirada en el número de teléfono móvil que estaba colocado sobre la dirección del cementerio.
«¿Qué clase de estigma ha caído sobre mi vida?», se preguntó, angustiado; pero, lejos de amilanarse, lo que hizo fue guardar cuidadosamente y por el mismo orden los papeles de fumar y colocarlos de nuevo dentro del viejo sobre, que volvió a cerrar.
A su lado, se extendía una elegante barra de bar que tenía situado en uno de sus extremos, el opuesto a la plaza, un teléfono público que funcionaba con monedas. Se levantó y con paso decidido se dirigió hacia el teléfono y lo descolgó.
Sin perder de vista su bolsa, marcó aquel número de teléfono.
Mientras aguardaba la señal miró hacia la puerta de la iglesia de Sant Felip Neri.
Estaba en lo cierto acerca del extraño comportamiento del mendigo pelirrojo. Igual que si se tratase de un muñeco impulsado por un resorte tras abrirse la tapa de la caja, su espalda se encorvó hasta ocultarse por completo tras la barra del bar.
Un guardaespaldas, haciendo uso de un comunicador que tenía instalado en su oído derecho, estaba en medio de la plaza junto a la fuente y miraba hacia la fachada donde está situado el museo del Calzado.
Su primera intención fue salir corriendo de allí; sin embargo, había algo que se lo impedía, pero qué era exactamente, se preguntó, desconcertado. El guardaespaldas se había reunido con el hombre de cabello largo y canoso, y juntos se dirigieron hacia la iglesia y penetraron en ella.
«¿Qué es lo que me impide salir corriendo?», volvió a preguntarse Grieg, que se esforzó por encontrar la razón. De pronto, lo comprendió: en el auricular del teléfono estaba sonando un conocido soniquete: la vieja melodía de la caja de música que reproducía de una manera mecánica el coro de
Nabucco,
y a la que le faltaba la misma fatídica nota.
«¡Maldita sea!», renegó Gabriel Grieg al sentirse incapaz de evaluar y llegar a comprender el cúmulo de intereses y especulaciones soterradas del que había sido objeto su persona.
Grieg se dirigió de nuevo hacia la mesa y guardó el sobre junto al «corpus» de la Chartham y «el pie de Tiziano», y se conjuró para exigirse un juramento personal, vinculante y sin posibilidad de renuncia posterior.
La decisión fue tomada en breves segundos.
«¡Voy a esconder la Chartham y el pentágono de mármol donde nadie pueda encontrarlos! ¡Voy a llegar hasta el fondo de esa condenada historia, y no van a saber de mis movimientos! ¡Voy a averiguar qué maquiavélico misterio se esconde detrás de esta maldita dirección del cementerio!»
Gabriel Grieg sostenía entre sus manos el desconcertante ejemplar en japonés de
La isla del Tesoro,
mientras se dirigía en taxi hacia el cementerio de Montjuic.
Tenía el libro abierto por la página donde figuraba la dirección de la vía, junto a un número de cinco cifras, que con toda certeza correspondía a un nicho. «¿A quién pertenecerá esa tumba? —se preguntó—. ¿Quién estaría interesado en entregarme un libro que contiene, en esencia, todo lo que Catherine me ha revelado?»
El mar apareció por la ventanilla del taxi mientras seguían ascendiendo por la zona de Miramar. El puerto, envuelto en una neblina gris, simulaba hallarse mucho más lejano de lo que en realidad estaba. No pudo evitar un desagradable pensamiento: el de que sus movimientos eran controlados muy de cerca.
El taxista, a través del espejo retrovisor y sin que Grieg se percatase de ello, observaba verdaderamente intrigado los erráticos movimientos que su pasajero había hecho desde que lo recogió delante del que fue el taller-museo de los Masriera.
Dentro de muy pocos minutos, tendría lugar la exhumación de los restos de su
padrí,
y Grieg había optado por acceder al cementerio por la puerta superior accesoria, para pasar lo más desapercibido posible.
Deseaba ir al encuentro de la persona o personas con las que negociar su propia libertad. No dudaba, en absoluto, de que estaba dispuesto a intercambiar ese misterioso cartapacio llamado la Chartham y el pentágono de mármol por su propia vida.
Fuese con quien fuera y costase lo que costara.
Cuando cruzaron por delante de la Fundación Miró, la luz apenas ya era capaz de atravesar las densas nubes.
Estaba anocheciendo en Barcelona.
Grieg pensó en Catherine.
Junto a ella había visto amanecer el día que ya se extinguía.
«¿Se habrá percatado de que la Chartham está "vacía"? De ser así, sé dónde puedo encontrarla, y esta vez todo será diferente.»
Cuando el taxi enfiló una larga recta en los aledaños del Estadi Olímpic, donde se celebraron los Juegos Olímpicos de 1992, Grieg le hizo una pregunta al taxista.
—¿Puedo consultar su guía de calles?
El taxista, que había permanecido en silencio durante todo el trayecto, vio una clara oportunidad de manifestarle a su extraño pasajero su creciente inquietud.
—Definitivamente, es usted muy desconcertante, señor. Me hace esperar porque «necesita un taxista que conozca Barcelona» y ahora me pide una guía. ¿No sería más práctico consultármelo?
—Créame, cuando sea el momento adecuado se lo diré. No lo dude.
—Como usted quiera.
El taxista le extendió una guía de calles, y Grieg empezó a buscar en el mapa, la dirección de la vía del cementerio donde tenía que efectuarse la exhumación del cadáver de su
padrí,
pero no halló el nombre de la calle en el índice de la guía.
—Aquí no consta —le comentó, decepcionado, al taxista—. No aparece la calle que estoy buscando.
—Estoy seguro de que lo ha mirado mal. A no ser que —el taxista hablaba mirándole a través del retrovisor—, a no ser que se trate… de calles del cementerio que se llaman vías. ¿Está buscando alguna vía del cementerio de Montjuic?
Grieg se limitó a responder lacónicamente.
—¿Tiene alguna guía donde figuren?
—Es posible —recordó el taxista mientras abría la guantera y extraía una vieja guía de los años setenta, completamente desgastada y con las hojas sueltas, y se la extendía a Grieg—. Tenga, aquí seguramente la encontrará.
Grieg examinó en el índice, pero tras buscar el emplazamiento de la vía, volvió a dirigirse al taxista.
—Faltan las hojas del cementerio.
—No me extraña… Deben de haberse desprendido por aquí dentro… —El taxista extendió la mano y rebuscó en la guantera sin dejar de mirar hacia la carretera—. Aquí hay más, tenga, a ver si figura la que usted busca.
El taxista le fue entregando varios grupos de hojas, de hoja en hoja, hasta que Grieg le dijo que ya la había encontrado.
—Por favor, me presta un bolígrafo, necesito hacer un esquema…
—No se preocupe, señor, si le hace falta la hoja, puede quedársela… Me queda tan poco tiempo para jubilarme que le aseguro que no me va a hacer falta.
—De ninguna manera —aseguró Grieg, agradeciéndole su amabilidad—. Será cuestión de unos segundos el transcribirla.
—Insisto, quédese con las hojas que le hagan falta. Aunque no comprendo la necesidad… Yo puedo llevarle.
—Está bien así. Se lo agradezco.
Cuando el taxista llegó a los aledaños del Jardín Botánico, Grieg hizo detener el taxi a unos diez metros antes de la desviación que conduce directamente hacia el cementerio.
—Aquí me quedo, pare el taxi, por favor.
El vehículo se detuvo al instante a escasa distancia de la elevada tapia del cementerio.
—¿Desea que le vuelva a esperar? —preguntó el taxista, en esta ocasión girando la cabeza.
—No. Ya puede marcharse, muchas gracias.
—Un momento. Le devolveré el cambio de la cantidad que usted me dejó a cuenta.
—Quédese la vuelta, considérelo una propina —dijo Grieg, abriendo la puerta.
—Gracias, pero permítame que le haga una pregunta: ¿por qué necesitaba mis servicios y mi conocimiento de Barcelona para unas carreras tan sencillas? Cualquier taxista novato lo hubiese podido hacer…
Grieg se percató de que su propia necesidad de desplazarse por Barcelona con una persona no relacionada, en absoluto, con el comprometido asunto de la Chartham no era fácilmente extrapolable a la sensatez y a la lógica de aquella pregunta.
—Tiene usted razón, pero he cambiado sobre la marcha de planes. Quizás en otra ocasión tenga usted la oportunidad de demostrarme su profundo conocimiento de la ciudad. ¿Quién sabe?
—Disculpe, ¿se encuentra usted bien?
—Por supuesto —contestó Grieg, ligeramente sorprendido.
—Ese camino —el taxista lo señaló con el dedo— sólo conduce al cementerio y lo cerrarán muy pronto. Por ahí no hay nada de interés. Es un descampado, puede tener problemas. Acostumbran a merodear por esta zona tipos indeseables. ¿Va usted hacia el cementerio? Si usted quiere, yo le puedo llevar hasta la misma puerta…
—No se preocupe por mí. Muchas gracias.
Grieg salió del taxi y cerró la puerta.
Esperó a que el taxista se alejase y penetró en la zona de vegetación que conducía hasta la tapia posterior del cementerio, y empezó a caminar junto a ella.
Pensó en escalar la tapia, pero tras estar observando durante varios minutos la puerta trasera del cementerio y no detectar ningún movimiento extraño, decidió entrar por ella y recorrer la vía de San Salvador.
El cementerio de Montjuic, cuyo nombre oficial es Cementiri del Sud-Oest, únicamente tiene en común con el cementerio de Poblé Nou un aspecto: en los dos hay tumbas, sepulcros, columbarios, panteones y… difuntos; pero mientras el primero es de pequeñas dimensiones, el segundo, el que en aquellos momentos estaba recorriendo Grieg cuando la tarde iba perdiendo por completo su luminosidad, era una mole impresionante de piedra, mármol y cemento.
Una auténtica «ciudad de los muertos».
Las vías estaban delimitadas por columbarios con forma de «edificios» de ocho nichos de altura, que se extendían, adosados, kilómetros y kilómetros. Serpenteaban en busca del más mínimo resquicio.
A diario, sus vías son recorridas por autobuses de línea regular, que tienen varias paradas en su recorrido.
Un monumental, gigantesco y lúgubre laberinto.
Grieg seguía consultando el enrevesado plano que llevaba en la mano. Sabía anticipadamente que era muy fácil perderse en su interior. Caminaba, aprovechando la ventaja que le ofrecía la perspectiva de los empinados y anchos viales, que le permitían observar la forma de las vías inferiores con el puerto y el mar Mediterráneo al fondo.
La iluminación artificial se activó y Grieg se percató al llegar a una plaza, la de Sant Agustí, de que había vuelto sobre sus propios pasos. «Vuelvo a estar en el mismo lugar. He caminado en círculos», se dijo mientras leía en el interior de una flecha, del tamaño de una señal de tráfico, el nombre de la vía que estaba buscando.
Grieg no tardó demasiado en llegar cerca del lugar donde, en un lapso de tiempo de diez minutos, tendría lugar la exhumación del cadáver de su
padrí.
Se detuvo un instante y, a una prudencial distancia, comprobó que reinaba en el lugar un profundo silencio, únicamente roto por el vaivén de los alargados cipreses mecidos por el aire y el crepitar de sus secas nueces, aplastadas entre las suelas de Grieg y una delgada capa de tierra negra y húmeda y el asfalto.
Un nuevo y descorazonador pensamiento hizo que Grieg aminorara el paso: «Si Catherine cree tener la Chartham y el reloj, es muy probable que la exhumación ya no tenga lugar esta noche». Esta reflexión impulsó a Grieg a acercarse, poco a poco, hacia la lápida que figuraba anotada en el documento presuntamente oficial.
Una finísima lluvia empezó a caer cuando se detuvo ante un nicho.
Grieg leyó, esculpido sobre una oscura losa de piedra, el nombre del que fue su
padrí
y la fecha de su muerte. Inmediatamente, supo la razón por la cual nunca más había vuelto a verle: había muerto el mismo año, apenas unos meses después del aciago día en que le exigió la devolución del cenicero pentagonal de mármol.
Un muro de silencio se alzó en torno al que hasta entonces era su entrañable y gran fumador
padrí.
Nunca más supo de él.
Los padres de Grieg se encargaron de explicarle, vagamente, mediante excusas que nunca llegó a creer, que había emprendido un largo, muy largo viaje hacia tierras exóticas.
Grieg se secó con las dos manos las finas gotas de lluvia apeonas perceptibles que parecían haberse posado sobre sus sienes; en ese momento, el ruido de un potente motor hizo que su cuerpo volviese a ponerse en tensión.
Tomó del suelo la bolsa y avanzó rápidamente unos metros hasta refugiarse tras unos panteones, tratando de averiguar quién había venido. Le dio tiempo a ver la parte delantera de un coche de color negro que se había detenido a escasa distancia de donde él se encontraba. Oyó claramente el ruido de una puerta de automóvil al cerrarse.
Alguien había salido.
Grieg no quiso arriesgarse a que le vieran allí y buscó un ángulo más elevado y seguro. Tras recorrer una distancia de unos trescientos metros, avivando el paso, se detuvo.
«No debo de estar muy lejos de la tumba que estaba anotada en
La isla del Tesoro.»
Fijó la vista en la numeración de la placa del nicho que tenía delante.
«Estoy a sesenta números de la segunda dirección —se dijo, volviendo la cabeza para comprobar si alguien lo seguía—. Sesenta números. Nueve hileras de columbarios. Apenas unos pasos…»
La luz cada vez era más escasa, y aquella parte del cementerio aparecía desvencijada. Sin cristales ni marcos plateados. Sin flores ni fotografías. Sin crucifijos ni ángeles. Se preguntó quiénes serían las personas que fueron sepultadas en aquel lugar, al tiempo que comprobaba la numeración de los nichos, para detener la mirada en uno de ellos, situado en la séptima altura.
En el último piso.
«La más cercana al Cielo», pensó irónicamente Grieg, dispuesto a trepar por los nichos. Resultó una tarea sencilla, pero al llegar al quinto piso y notar los focos de un automóvil apuntados hacia él, se encaramó con la mayor rapidez hasta el techado del columbario.
La luz que había visto provenía del autobús que hacía su última ronda. En cuestión de segundos, todo el cementerio volvió a sumirse de nuevo en el silencio.
El fuerte impulso que se había visto obligado a dar para impedir que lo descubrieran lo había dejado completamente tirado en la grisácea techumbre del columbario.