—Así es. Por ese motivo debes acompañarme.
—Yo no estoy interesado en asistir a ninguna recepción oficial. ¿Por qué tendría que hacerlo?
—No te hagas el ingenuo, Gabriel, ya has visto el despliegue informativo que había entorno al Palau Albéniz. En las últimas horas, han venido docenas de cardenales, además del máximo representante de la curia romana después del Papa: el secretario de Estado del Vaticano; y lo ha hecho con la aquiescencia papal.
—Es un viaje programado desde hace tiempo.
—Nunca, bajo ningún concepto —Catherine movió enérgicamente una mano—, si no fuese para un asunto de trascendental importancia, se hubiese desplazado una representación de tan elevado rango. Tan seguro como que el mar que tenemos delante de nuestros ojos es el Mediterráneo.
—Creo que exageras, Catherine.
—No te percatas de ello. Estás aturdido y bajo los efectos de un extraño fenómeno que conocemos muy bien los que hemos estudiado los elementos que componen la Chartham; lo denominamos:
«res nullius».
¿Conoces el significado de esa locución latina?
—Por supuesto, significa: «cosa que no tiene dueño».
—Exacto. Se trata de una sensación que te acompañará siempre mientras estés en contacto con la Chartham. Por más datos históricos que acumules acerca de su importancia y del gran secreto que esconde, nunca acabarás de creértelo. Es una sensación que conozco muy bien.
—No comprendo.
—Gabriel, estás dotado de una «perspicacia especial» o de una «facultad», no sé, llámala como quieras, que te hace «intuir» cosas que a los demás nos resultan menos evidentes; sin embargo, paradójicamente, posees una capacidad especial para complicarte la vida, para hacer las cosas mucho más difíciles de lo que son en realidad.
—Es precisamente en esa capacidad de análisis en la que confío ciegamente. Este asunto no lo arreglaremos hablando con barrigudos monseñores en distinguidas salas de palacio —aseveró Grieg muy seriamente—. ¿Comprendes?
—Vagamente.
—Tenemos derecho a investigar en el ámbito de la Chartham que nos «pertenece», para tratar de corregir la «alteración» que ella produjo en nuestras vidas, tanto para bien como para nuestra desgracia. De todo lo demás, salvo que sea imprescindible para salvar la vida, es preferible mantenerse alejado.
—Corres un serio peligro pensando de esa forma tan extraña. ¡Allá tú! Si no vienes ahora conmigo al Palau Pedralbes… —Catherine dudó por unos instantes, como si no encontrase las palabras—, si no es así…, otros emplearán nuevas tácticas. Supongo que no es necesario que sea más explícita. Es la última vez que tendrás opción de elegir, de eso puedes estar completamente seguro.
—Es posible que sea verdad lo que me dices, pero debes ser plenamente consciente de que yo sé algo que puede hacer que tus postulados se tambaleen, igual que los arcos de un puente bajo un terremoto.
—Eres una caja de sorpresas… Cualquiera diría que has sido tú el que ha estado preparando durante mucho tiempo nuestro encuentro, para recabar información. Sé que es absurdo lo que estoy diciendo, pero empiezo a pensarlo muy seriamente.
—Pretendes que sea sincero contigo —exclamó Grieg— y ni siquiera me has dicho quién es el hombre delgado y canoso que estaba con Dos Cruces esta mañana en Just i Pastor. El que nos estuvo persiguiendo todo el día. Ni siquiera eso.
—No te das cuenta, Gabriel. Escúchame muy atentamente porque sé muy bien lo que digo: mientras poseas la Chartham nada volverá a ser
«ut supra».
—¿Por qué nada «volverá a ser como antes»?
—¿Quieres que te lo demuestre? —le desafió Catherine, que clavó su mirada en él—. ¿Quieres saber quién es el hombre de cabello largo, alto y canoso? ¿Verdad? Pues bien, ¿ves esa puerta? —Catherine señaló una de las dos habitaciones de la Suite Rotal—. Bueno, pues si estás tan interesado en saberlo, sube esa escalera y podrás averiguarlo tú directamente.
La desconcertante pregunta que acababa de formular Catherine provocó que Grieg sintiese una profunda desazón. Se levantó inmediatamente del sofá y no supo qué pensar.
Se dirigió hacia la puerta de la habitación, y tras subir un corto tramo de escalera la abrió de par en par.
Vio una cama sin deshacer y tres maletas de viaje con las tapas abiertas, llenas de dosieres, libros y documentación proveniente de archivos bibliotecarios, junto a un gran ventanal que mostraba una vista panorámica de Barcelona, desde la montaña de Montjuic hasta la del Tibidabo, iluminada por una infinidad de difusos puntos luminosos y multicolores.
—El hombre de cabello largo y canoso se llama Henry Deuloffeu y es el investigador jefe de la biblioteca del cardenal Granvela en Besangon —indicó Catherine, que le mostró un tríptico de papel satinado escrito en francés donde se detallaban los diferentes apartados del inmenso legado—. Ese tipo se encontraba alojado en esta misma habitación desde anteayer para asistir a una reunión que debía celebrarse en otro lugar, pero dadas las circunstancias se llevará a cabo en el Palau de Pedralbes.
Grieg ojeó unos documentos, depositados sobre un mueble de diseño, que confirmaban sus palabras.
—¿Por qué tienes acceso a la Suite Royal? —preguntó Grieg, un tanto desconcertado.
—Forma parte de la «burbuja protectora» de la que te he estado hablando anteriormente —contestó Catherine, que penetró en la habitación espectralmente iluminada por las lejanas luces de la ciudad—. Temporalmente, durante dos horas exactamente, me ha sido concedida una anuencia de carácter extraordinario.
—Continúa —dijo Grieg.
Catherine se acercó al gran ventanal de la habitación.
—Esta madrugada, mientras tú te asfixiabas en el pudridero de la iglesia de Just i Pastor, y yo me encontraba atada de pies y manos en la cripta, Dos Cruces, por cierto, y dicho sea de paso, todavía no he conseguido enterarme de su paradero, en fin, llamó al móvil de Deuloffeu, que sonó en esta misma Suite Royal.
—¿Para qué llamó Dos Cruces a Deuloffeu?
—La ininterrumpida búsqueda de la Chartham en Barcelona, ¿recuerdas? Hacía años Deuloffeu había contactado con él para que buscara en la iglesia Just i Pastor el libro que perteneció al hombre que estaba enterrado en el pudridero. Fue pura casualidad que Dos Cruces le llamara precisamente el día que él estaba en Barcelona para asistir a la reunión de la que ya te he hablado, comunicándole que había encontrado el códex.
—Eso no fue una casualidad, Catherine. Tú y yo la provocamos. En especial, tú, que viniste a mi encuentro precisamente el día que el francés estaba en Barcelona. ¿Adónde quieres ir aparar?
—Dos Cruces, temiendo que te hubieses ahogado y por temor a que me vieran vejada de aquella manera, no se atrevió a decirle que estábamos encerrados en la cripta. Adujo que el libro de apuntes lo había encontrado en el agujero que cavó en la iglesia. El mismo que tú escribiste en el documento original de
Recognoverunt Proceres.
—Repito la pregunta: ¿adónde quieres ir a parar?
—Dos Cruces mintió a Deuloffeu: le dijo que había encontrado el códex en la capilla de San Francisco Javier, no en la cripta…
—Por lo tanto… —Grieg interrumpió a Catherine—, Dos Cruces es el único que sabe que estuvimos allí y que puede relacionarnos de una manera directa a ti y a mí con la Chartham.
—Él y nadie más —confirmó Catherine—. Tú tienes aún una posición de ventaja. La que está metida en un grave problema soy yo, porque piensan que la Chartham obra en mi poder, y tú sabes que no es exactamente así.
—Eso te pasa por sustraer las cosas y por vender la piel del oso antes de cazarlo —bromeó ácidamente Grieg, mientras se sentía embargado por la deliciosa fragancia del perfume francés de Catherine—. Si no me equivoco, los dos estamos atravesando, desavenidos, un puente bajo las mismas aguas turbulentas.
—Ni yo mismo lo hubiese explicado mejor, Garfunkel —suspiró Catherine, que apoyó su frente en el cristal.
Ambos permanecieron en silencio contemplando las luces de la ciudad durante un breve lapso de tiempo.
—¿Cuál es el motivo para que haya tantos bonetes cardenalicios esta noche en Barcelona? —preguntó Grieg.
Catherine suspiró y lentamente se dirigió hacia la enorme cama y se sentó en ella.
—Hoy, la Iglesia ha de asimilar más cambios en un año de lo que antes debía hacerlo en un siglo.
—Lo sé —dijo Grieg, que se sentó junto a Catherine, que tenía las manos apoyadas sobre las rodillas y la mirada perdida en algún punto de Barcelona.
—Ya sabes que la curia romana es muy reacia a los cambios drásticos y que se rige por un sistema muy dogmático.
—Sí. ¿Y?
—Puedes comprender fácilmente que existe una fuerte tensión entre los sectores que son más propensos a los cambios y los que no lo son —dijo Catherine, acariciando levemente la colcha de satén de color negro.
—Sí, también lo supongo, y cuanto más conservador sea el grupo, más reacio se mostrará ante los cambios.
—Así es —afirmó Catherine—, y esos grupos más tradicionalistas, por así decirlo, poseen desde la Antigüedad una serie de elementos crípticos que les dan cohesión.
—Sí. Supongo que debe de ser así.
—Piensa que si alguien supiera qué claves secretas ponen de acuerdo a los grupos más influyentes de la curia romana podría llegar a controlar, a distancia, a la misma Iglesia católica.
—Sigo sin comprender.
—El Papa —aseveró Catherine— fue elegido en el último cónclave por unas razones estratégicas y geopolíticas que en su momento convenían de un modo global a la curia. ¿Hace falta que sea más explícita?
—Continúa.
—Los grupos históricamente con mayor poder de la curia romana convinieron en apoyarle; para ello, hicieron valer sus influencias durante el cónclave. ¿Comprendes, Gabriel? Salió elegido como Sumo Pontífice por una mayoría aplastante, a pesar de provenir de un país donde nunca anteriormente hubo un papa de su misma nacionalidad.
—Coincido con tu análisis. Fue un cónclave que…
—No entremos ahora en detalles concretos… —le interrumpió Catherine, frotándose lentamente las manos—. Hablamos de este Papa, pero podría servir cualquier otro. Las diferentes «familias» que detentan el ancestral poder de la Iglesia se lo «conceden temporalmente» a un papa, pero no pueden evitar, especialmente cuando su papado es muy prolongado, que vaya eligiendo personalmente a todos los cardenales que son afines a su ideología…
—Sí…, pero ¿cuál es tu conclusión, Catherine?
—Si no existiese un «mecanismo» de «vuelta al punto de partida», es decir,
ab initio,
o más concretamente,
ab ovo,
según la terminología que ellos mismos emplean, un papa y sus acólitos, nombrados directamente por él, podrían derivar la Iglesia hacia terrenos que rio fueran los «más apropiados» o
ad libitum,
según los «criterios» de los que ancestralmente detentan el poder.
—Es decir, que dicho mecanismo
ab ovo
es el que reconduce en el próximo cónclave la elección de un perfil determinado de papa «con brújula», afín a los postulados de los grupos más provectos y poderosos —conjeturó Grieg, que se mordió ligeramente el labio inferior.
—Empiezas a comprender, continúa…
—Únicamente aquellos cardenales que cuenten con el apoyo de las familias que detentan el poder desde hace siglos tendrán verdaderas posibilidades de ser papables en el próximo cónclave. Por lo tanto, a medida que el Papa envejece se muestran paradójicamente más distantes, aunque fuera él quien los elevara a la categoría de príncipes de la Iglesia.
—Sigue.
—No es difícil suponer que mientras no «goce» del total apoyo y llegue a formar parte de una de las «familias romanas» no le serán suministradas las «bendiciones» y las «claves secretas» que hacen que un cardenal sea potencialmente más papable que otro. El camino que seguir para llegar a ello es mostrarse sumiso, no hacia el grupo que apoye en aquel momento al Papa, que, en definitiva, fue el que le concedió el bonete rojo, sino hacia las «familias» que necesitaron temporalmente al Papa que lo nombró a él cardenal.
—Por lo tanto…
—Si se diese la circunstancia de que un papa, tras un papado especialmente dilatado en el tiempo y que, de facto, tuviera controlado más de los tres cuartos de los votos en la elección del cónclave y supiese en vida… —Grieg pareció comprender globalmente lo que Catherine, sin verbalizarlo, le estaba apuntando— las claves que cohesionan a los grupos ancestrales, llamémoslos…«romanos», y pusiese de acuerdo a sus cardenales acólitos para que apoyasen la figura de uno en concreto…
—Vamos no te detengas, sigue —le incitó Catherine.
—… aunque no contase con el beneplácito de los «grupos ancestrales», la confusión que se crearía en éstos ocasionaría que no tuviesen tiempo para coordinar la elección del candidato de su conveniencia. El resultado sería que el «nuevo grupo» que se formó tras la elección del último «papa estratégico» se apoderaría de las finanzas de la Iglesia y de toda su influencia, por lo cual a los «grupos romanos» les resultaría muy difícil su coordinación para evitar que la mayoría de los cardenales no eligiesen como nuevo papa al «cardenal rebelde»…
Grieg se detuvo.
—Por favor, concluye tu razonamiento.
—Según esa hipótesis, sería un pandemónium. La Iglesia se convertiría en una segunda torre de Babel. —Catherine quedó impresionada por la metáfora que acababa de emplear Grieg—. Continuaría siendo una monarquía absoluta que se perpetúa por elección, pero de hecho, hasta que se volviesen a articular nuevos «códigos secretos», los grupos serían ingobernables, desde el punto de vista del poder transitorio. «Nuevos grupos» que habrían sido instalados temporalmente al mando de la curia romana acabarían haciéndose con el poder y relegando a los que lo poseen desde hace muchos siglos… La rígida estructura piramidal, la vieja torre de Babel, se iría poco a poco desintegrando en pequeños reinos…
Grieg se quedó pensativo.
—Tú lo has dicho, no yo. Ya podemos marcharnos —dijo Catherine, que se puso en pie y se alisó con las dos manos la falda.
—Pero, según esa hipótesis, ni siquiera haría falta acceder realmente a las «claves secretas», bastaría con hacer creer a toda la curia romana que se poseen para…
—¿Para qué? —insistió Catherine.
—Para crear una espiral de desconcierto, y atraer hacia sí la atención de los cardenales, que se mostrarían jactanciosos hacia los «grupos romanos» en el próximo cónclave…