—Ya —contestó Catherine—, pero confías en mí, por eso caminas tan despacio. Por cierto, sabes que Perrenot de Granvela compró dos cuadros a Brueghel.
—Sí.
La huida a Egipto
y
La batalla de Nápoles.
—Así da gusto, muy bien. ¿Y cómo se llamaba su marchante?
—Más que marchante, era su comitente. Cock, se llamaba Jerónimo Cock.
—¡Diez puntos! —repuso Catherine—. Pues resulta que un buen día Perrenot entró en su estudio, el de Jerónimo Cock, el más importante de Amberes, que para el caso era como decir del mundo… Y entre cuadros del Bosco y de los mejores pintores flamencos del momento, vio un cuadro que le impresionó profundamente.
—¿De qué cuadro se trataba? —preguntó ya vivamente interesado Grieg a la altura del Palau Baró de Castellet.
—Yo no puedo decir nada, ¿recuerdas? —Catherine congeló una sonrisa en su rostro—. Sólo te diré que lo llevas encima.
«¿Que llevo encima el cuadro que estaba en el estudio de Jerónimo Cock y que a su vez vio Perrenot?» Grieg inclinó levemente los labios hacia abajo: «Catherine está alucinando».
—No hace falta que pongas esa cara. Está bien, te ayudaré un poco. ¿Recuerdas que le solicitaste a tu amigo una gran lámina cuando estábamos en La Montaña del Averno?
—¡Ah! ¡Ahora caigo! Ya no lo recordaba, con la nochecita que hemos tenido… Te refieres a
La torre de Babel.
—Tú has dicho el nombre del cuadro, no yo —intervino Catherine—. Bien, despliégalo.
Grieg rebuscó en el interior de su bolsa y extrajo la ilustración. Dejó la bolsa en el suelo y la extendió por completo frente al complejo de los cinco palacios que configuran el museo Picasso, muy cerca de su entrada principal.
—Ya está desplegada
La torre de Babel.
¿Y ahora qué?
Catherine sintió que había llegado el momento más delicado de su arriesgado número circense. El auténtico «clímax», ya le parecía estar oyendo el redoble del tambor.
—Fíjate en el inmenso nubarrón oscuro que está a la derecha del cuadro.
—Ya lo veo. Impresionante.
—¿Qué provoca en la gran torre de Babel?
—Una sombra muy oscura, que apenas hace perceptible los lucernarios de toda la parte derecha.
—¡Estoy impresionada! —exclamó Catherine—. ¿Ves algo que delimite la gran torre en la parte de la izquierda?
Gabriel Grieg se fijó atentamente y vio cómo una gigantesca «columna», formada de enormes bóvedas románicas, recorría de arriba abajo la torre y aparecía diferenciada del resto de los lucernarios.
Iluminada con una extraña luz cenital.
—Se vislumbra una hilera iluminada o, quizá, marcada, con un «polvo blanco de obra». La distingo claramente de arriba abajo —comentó Grieg ya totalmente entregado al empeño de Catherine.
—Perfecto. Ahora centra tu atención en las bóvedas góticas que quedan delimitadas entre esa «columna de luz» y la «línea de sombras» ¿Qué destacarías?
—Que son las únicas que pueden distinguirse perfectamente. En el resto ya no se aprecian tan claramente los contornos. O están demasiado oscurecidas o aparecen indefinidas por la forma espiral de la construcción.
—¿Y que mas?
—Que cada lucernario está formado por cuatro grupos de «ventanales» bien diferenciados.
—¿Y…?
—¿Y qué? —preguntó Grieg, desconcertado mientras volvía a mirar la torre.
—¿Qué característica tiene cada lucernario formado, a su vez, por cuatro grupos de «ventanales»? —Catherine se quedó anhelante en espera de la respuesta de Grieg.
—Que todos los lucernarios son diferentes —añadió por fin.
—¡Ahora sí! —exclamó Catherine—. Ya estás en disposición de saber cuál fue el origen de la Chartham.
—Me parece que sobrevaloras mi capacidad deductiva. He contemplado muchas veces este cuadro y sigo viendo la misma obra maestra de siempre:
La torre de Babel,
de Pieter Brueghel,
el Viejo.
—Grieg miró los ojos azules de Catherine—. Aunque por la segmentación que has hecho del cuadro, intuyo que contiene «elementos crípticos» que no alcanzo a descubrir.
—¡Ya verás! Vas a experimentar cuál fue el razonamiento que hizo Antonio Perrenot de Granvela en el estudio de Jerónimo Cock —exclamó Catherine—. Cuenta los lucernarios, fácilmente identificables en el «cuerpo central» de la torre, y perfectamente visibles entre las dos columnas: la de «sombra» y la de «luz».
Grieg, verdaderamente intrigado, se dispuso a iniciar la operación que le había indicado la mujer.
—¿Qué deducirías si estuvieses buscando un código secreto de comunicación para uso de tus cartógrafos y para ser encriptado entre las cartas marinas? —preguntó Catherine, que levantó las cejas.
Gabriel Grieg extendió todo lo que pudo los brazos y empezó a contar desde la base del cuadro, donde podían verse unos barcos atracados en el muelle que aportaban los materiales para la colosal obra, y continuó ascendiendo hacia el extremo más alto de la gigantesca espiral, hasta las nubes, y llegó a una cifra.
Después, examinó la obra en su conjunto, relacionándola con el número total de lucernarios que había contado y con la pregunta que le acababa de formular Catherine: «¿Qué deducirías si estuvieses buscando un código secreto de comunicación?».
—¡No puede ser! —dijo.
«¡Es fantástico!», pensó Grieg.
—
Voilá!
—exclamó Catherine, abriendo un poco los brazos mientras veía cómo la expresión del rostro de Grieg se transformaba en una mezcla de admiración e incredulidad.
—¡Es alucinante!
—Eso fue lo que se le ocurrió a Perrenot de Granvela, pero… ¡en el siglo XVI! —le dijo Catherine—. Ya sabes cuál fue el origen de la Chartham, aunque posteriormente, se encadenaron los acontecimientos unos tras otros. ¿Vas a decirme ahora qué leíste en el códex?
—¡Es fantástico! —continuaba repitiendo Grieg al observar con una mirada completamente diferente los lucernarios de la torre de Babel.
Una pequeña figura esculpida en la piedra durante el siglo XV, desde lo más alto de una de las tres ventanas situadas junto a la entrada principal del museo Picasso, y con forma de diablo alado, parecía observarlos enigmáticamente.
Gabriel Grieg y Catherine atravesaron unos jardines recién remodelados, en pleno corazón del Ensanche.
Desde aquel lugar, podían ver la fachada posterior de la Universidad de Barcelona, con sus frondosas y polvorientas hiedras rebosando sobre las rejas, que ocultaban un exuberante y descuidado umbráculo rodeado de magnolios, naranjos, olivos y acacias. Se dirigían hacia un edificio que ocupaba una manzana entera y en el que resaltaba una inmensa torre central a modo de cimborrio.
Un gran pasillo los acogió, mientras oían el sonido de sus propios pasos resonar hasta acabar perdiéndose entre altas paredes y palaciegas escaleras. Cruzaron un claustro de muy claras reminiscencias monacales, con columnas y arcos, que se elevaba hasta el segundo piso.
Grandes losas de piedra formaban pasillos entre los parterres de tierra en los que había plantado un cuidadísimo césped de paritario del que surgían alargadas palmeras del Brasil. Abocadas al claustro, y ávidas de luz, se alineaban numerosas ventanas con los cristales relucientes.
Eran solitarias aulas.
El silencio envolvía por completo aquel lugar, como si en su interior morasen unos hombres que no siguieran el dictado del tiempo que transcurría fuera de aquellos gruesos muros.
—Este edificio es grandioso. Si no fuese porque sé de antemano cuál es su función, diría que parece un palacio de cuento de hadas, pero sin boato y sin esplendor: mortecino —comentó Catherine, asombrada cuando vio que tras abrir una puerta, situada en el vértice del claustro que acababan de cruzar, aparecía otro de idéntico tamaño y forma.
—Estamos en el Seminario Conciliar de Barcelona. Un equivalente dé una «universidad para sacerdotes». Se llama «conciliar» porque el Concilio de Trento lo facultó para ello.
—¿Aquí se encuentra el lugar al que te referiste en las escaleras de Santa María del Mar?
—Sí, una formidable biblioteca. Ya casi hemos llegado —indicó Grieg mientras Catherine no podía dar crédito cuando volvió a ver otro claustro, exacto en la forma al que acababa de abandonar tras cruzar la puerta que Grieg había abierto.
—Pero ¿cuántos claustros hay en este edificio?
—Esto es un verdadero laberinto de pasillos, aulas y despachos que se superponen a tres niveles de altura —explicó Grieg, mientras Catherine elevaba la vista hacia las palmeras, que, a pesar de su gran altura, no sobrepasaban apenas el segundo piso.
—¿Cómo logras orientarte en su interior?
Grieg suspiró mirando de reojo a Catherine y poniendo una mueca de comedido fastidio en su rostro.
—A base de perderme muchas veces por sus pasillos y sus claustros en busca de información preguntando a expertos acerca de ermitas románicas o malogrados cenobios…: ¡al final todo se acaba encontrando!
Gabriel Grieg y Catherine llegaron ante una puerta donde había colgado un gran cartel:
BIBLIOTECA PÚBLICA EPISCOPAL DEL SEMINARE DE BARCELONA,
ES PREGA SILENCI.
APAGUEU ELS MOBILS.
Traspasaron dos pantallas electrónicas de protección antirrobo y penetraron en la biblioteca. Un intenso y penetrante olor a libro antiguo los invadió por completo. Vieron a tres estudiantes deambulando entre unas elementales estanterías metálicas, consultando libros, y a otros, sentados en las dos enormes mesas colectivas.
En su aspecto general, la biblioteca no difería de cualquier otra, de no ser por la colocación de un gran atril de madera sobre el que reposaba un libro de gran tamaño, iluminado a mano sobre pergamino. Ese detalle, unido a la mayoritaria presencia de libros de temática religiosa, confería a la biblioteca una condición lejanamente medieval, como de «refectorio cultural monástico» donde un monje imaginario estuviese a punto de colocarse delante del atril que contenía el
liber
que presidía el ala, para leer algún pasaje, mientras el resto abandonaba la lectura momentáneamente para escucharle.
Grieg no se entretuvo en ningún detalle superfluo y le indicó a Catherine que le siguiese hacia la Secretaría, donde se encontraban las bibliotecarias. Cuando Grieg penetró en la oscura oficina su presencia no pasó, ni muchísimo menos, desapercibida.
—¡Grieg! ¡A saber qué andarás buscando hoy por aquí! —comentó la bibliotecaria más veterana.
Los dos iniciaron una conversación cordial mientras la otra bibliotecaria hacía fotocopias. Catherine se limitó a leer la información cultural que tenía a su alcance sobre el mostrador, sin perder, en ningún momento, el hilo de la conversación.
La Biblioteca Episcopal del Seminario de Barcelona, según leyó Catherine en un tríptico a todo color, era la más antigua de la ciudad; había estado ubicada en principio en la iglesia de Betlem de las Ramblas, desde 1772 a 1878, hasta instalarse definitivamente en su actual emplazamiento. Poseía una fabulosa colección entre incunables, códices, manuscritos, libros… Más de 400.000 volúmenes, que se amontonaban en sus polvorientas estanterías a lo largo y ancho de dos enormes plantas, sin incluir la que ellos pisaban en ese momento.
Catherine, tras comprobar que habían acabado los saludos de rigor, centró su atención en la conversación, por si podía ayudar a Grieg.
—Busco un dato que para mí es muy importante —le oyó decir con un tono de voz que pretendía ser lo más convincente posible.
—Todos los que vienen por aquí buscan «antecedentes cardinales» —comentó la bibliotecaria veterana, mirando por encima de sus reducidas gafas de lectura—, aunque se trate de hechos que pasaron hace quinientos años. Los libros llevan aquí siglos, pero cuando venís… ¡siempre lo hacéis con urgencia!
—Sí, así es —reconoció Grieg, sonriendo—. Busco un libro que me permita saber dónde estaba situada la Cofradía de Porteros Reales de Cataluña, que instauró Felipe II el año 1585 en Barcelona.
Catherine aplicó de inmediato tácticas nemotécnicas para recordar el lugar: Cofradía de Porteros Reales de Cataluña. La referencia quedó memorizada de un modo indeleble en su cerebro.
—¿Te refieres al lugar donde estaba ubicada? —preguntó la bibliotecaria sin levantar la vista del papel—. ¿Sólo eso?
—Lo hubiésemos buscado en Internet, pero sé por experiencia que los parámetros no son útiles para hallar un dato como ése.
—¡Dichosos ordenadores! ¡Cualquier día nos llevarán a todos al paro! ¿Qué quieres saber? ¿Dónde estaba establecida la Cofradía de Porteros Reales que instauró Felipe II en Cataluña? ¿La dirección?
La bibliotecaria continuaba sin levantar la cabeza detrás del mostrador.
—Así es —respondió, expectante, Grieg.
—Ese dato puedo dártelo sin necesidad de consultarlo en ningún libro.
—¡Sería fantástico! —respondió Grieg.
—Llevo tantos años en esta santa casa que si no supiera eso…, me tendrían que enjuiciar —exageró la bibliotecaria de un modo ensimismado—. Estaba situada en lo que hoy es la capilla de San Cristóbal del Regomir.
Catherine lo memorizó de inmediato.
—Muchas gracias por la información —dijo Grieg—; de cualquier modo, tendría a bien consultar algún libro donde se reseñe la «Memoria de Obra» y se haga constar el nombre de los arquitectos que la reformaron… Ya sabe.
—Todo eso lo encontrarás en el libro
La capilla de San Cristóbal del Regomir,
de Josep Puiggari Llobet, editado en 1899 —resolvió la bibliotecaria sin mover una ceja—. Seguro que entre sus páginas encuentras lo que andas buscando.
Catherine seguía sin perder detalle de la conversación.
—¡Perfecto! —exclamó Grieg—. ¿Dígame en qué sección de la biblioteca puedo encontrarlo?
—Si hubieses venido hace unos días, te lo hubiese facilitado sin necesidad de salir del mostrador. Estaba ahí mismo. —La bibliotecaria señaló con el dedo hacia una estantería—. Yo misma lo deposité porque tuve que consultar un dato que me solicitaron desde la Facultad de Teología de Barcelona.
—Pero ¡la estantería está vacía! —afirmó, sorprendido, Grieg.
—¡Hay muchísimas estanterías vacías! Estamos en proceso de informatización de todos los archivos y de renovación de los viejos anaqueles: ya te digo que los dichosos ordenadores nos llevarán a todos al paro.
Catherine, aunque no lo aparentase, escuchaba la conversación en silencio y completamente concentrada, detrás de Grieg, que continuaba abriendo y cerrando las manos en un intento de ser persuasivo.