—¿Y que tío Heini? —sugirió Canaris.
—Himmler siempre se muestra de acuerdo con el Führer, y eso lo sabe usted tan bien como yo. —En lo alto, a través de un hueco en la lluvia, vieron Belle Ile—. Impresionante —añadió Rommel.
—Sí, es una vista muy wagneriana —admitió Canaris secamente—. Es como el castillo situado en el fin del mundo. Eso es algo que debe de gustarle al Führer. Él y Himmler deben de estar disfrutando.
—¿Se ha preguntado alguna vez cómo ocurrió, almirante? ¿Cómo hemos llegado a permitir que esa clase de monstruos llegaran a controlar los destinos de millones de personas? —preguntó Erwin Rommel.
—Sí, eso es algo que me pregunto cada uno de los días de mi vida —contestó Canaris.
El Mercedes tomó una curva, saliendo de la carretera principal, y empezó a subir hacia el castillo, con los motociclistas delante.
Eran poco más de las seis y el capitán Erich Kramer, al mando del decimosegundo destacamento de paracaidistas, estacionado en St. Aubin, estaba tomando café en su despacho cuando escuchó el motor de un vehículo que acababa de entrar en el patio de la granja. Se acercó a la ventana y vio un
Kubeltvagen
, con el toldo de lona puesto para protegerse de la lluvia. Asa fue el primero en bajar del vehículo, seguido por Schellenberg y Devlin.
Kramer los reconoció al instante, recordando su última visita, y frunció el ceño.
—¿Y qué demonios querrán ahora? —se preguntó en voz baja.
Fue entonces cuando Kurt Steiner bajó del vehículo. Como no tenía gorra, le había tomado prestada al sargento de vuelo Leber una de la Luftwaffe. Era una gorra de tela, habitualmente conocida como
schiff
, que constituía una afectación para muchos de los miembros antiguos del regimiento paracaidista. Permaneció allí de pie, bajo la lluvia, con su chaqueta de vuelo azulgrisácea y las insignias de color amarillo en el cuello, pantalones de salto y botas. Kramer observó la Cruz de Caballero con hojas de roble, el águila plateada y dorada de los paracaidistas, las insignias de participación en la campaña de Creta y en el Afrika Korps. Le reconoció, desde luego. Era una leyenda para todos los miembros del regimiento paracaidista.
—Oh, Dios mío —murmuró. Tomó su gorra y abrió la puerta, abotonándose la chaqueta—. Coronel Steiner…, señor. —Hizo entrechocar sus talones y saludó, ignorando a los demás—. No puede imaginarse el honor que esto representa.
—Es un placer. El capitán Kramer, ¿verdad? —Steiner observó las insignias de Kramer, con la cinta por la guerra de invierno—. ¿De modo que somos viejos camaradas?
—Sí, coronel.
Algunos paracaidistas habían salido de la cantina, sintiendo curiosidad por los recién llegados. Al ver a Steiner, todos se pusieron firmes.
—Descansen, muchachos —dijo el coronel. Luego, volviéndose a Kramer, le preguntó—: ¿De qué fuerza dispone aquí?
—Sólo treinta y cinco hombres, coronel.
—Bien —le dijo Steiner—. Voy a necesitarles a todos, incluido usted, claro, de modo que protejámonos un poco de esta lluvia y le explicaré la situación.
Los treinta y cinco hombres del duodécimo destacamento de paracaidistas formó en cuatro hileras bajo la lluvia, en el patio de la granja. Llevaban puestos los cascos de acero peculiares del regimiento paracaidista, los pantalones bombachos de salto, y la mayoría de ellos portaban pistolas ametralladoras Schmeisser colgadas en cruz sobre el pecho. Permanecieron firmes y rígidos, mientras Steiner se dirigía a ellos, acompañado a un lado por Kramer, mientras Schellenberg, Devlin y Asa Vaughan permanecían detrás.
Steiner no se molestó en preámbulos y fue directamente al grano.
—Muy bien, muchachos. El Führer encontrará la muerte dentro de muy poco a manos de elementos traidores de las SS. Nuestro trabajo consiste en impedirlo. ¿Alguna pregunta?
Nadie dijo una sola palabra, y sólo se escuchó el sonido de la lluvia al caer. Steiner se volvió hacia Kramer.
—Que se preparen, capitán.
—
Zu Befehl, Herr Oberst
—saludó Kramer.
Steiner se volvió hacia los otros.
—¿Dispondrán de tiempo suficiente con quince minutos? —preguntó.
—Y luego llegará usted como una columna de
panzers
—elijo Schellenberg—. Tendremos que darnos prisa.
El y Asa subieron al
Kugelwagen
. Devlin, con el sombrero negro ladeado sobre una oreja y la trinchera militar robada del Club del Ejército y la Marina, en Londres, que ya estaba empapada, le dijo a Steiner:
—En cierto modo, da la impresión de que ya hemos pasado antes por esto.
—Lo sé y vuelve a plantearse la misma y vieja pregunta: ¿jugamos nosotros el juego, o es el juego el que nos maneja?
—Confiemos en que tengamos mejor suerte que la última vez, coronel.
Devlin le sonrió, subió al asiento trasero del vehículo y éste partió, con Asa al volante.
En el
chateau
de Belle Ile, Rommel, Canaris y el mayor Ritter subieron los escalones que conducían a la entrada principal. Uno de los dos guardias de las SS abrió la puerta y entraron. Parecía haber guardias por todas partes.
—Esto casi parece una convención de fin de semana de las SS —le comentó Rommel a Canaris mientras se desabrochaba el abrigo—, como solían hacer en Baviera en los viejos tiempos.
Berger bajó en ese momento la escalera y avanzó hacia ellos.
—
Herr
almirante…,
herr
mariscal de campo, es un gran placer. Soy el
Sturmbannführer
Berger, responsable de la seguridad.
—Mayor —dijo Rommel con una leve inclinación de cabeza.
—El Führer ya está esperando en el comedor. Ha pedido que nadie lleve armas en su presencia.
Rommel y Ritter se quitaron las pistolas que llevaban al cinto.
—Confío en no haber llegado con retraso —comentó el mariscal de campo.
—En realidad, han llegado ustedes dos minutos antes de la hora prevista —dijo Berger dirigiéndole la sonrisa de buen humor que podría dirigir un soldado a otro—, ¿Me permiten mostrarles el camino?
Abrió la gran puerta de roble y ambos le siguieron. La larga mesa de comedor sólo estaba preparada para cuatro personas. El Führer estaba de pie junto a la chimenea de piedra, con la mirada fija en los leños ardiendo. Al escucharlos entrar se volvió hacia ellos.
—Ah, ya están aquí.
—Espero que se encuentre bien, mi Führer —dijo Rommel.
Hitler saludó a Canaris con un gesto.
—
Herr
almirante. —Sus ojos se desviaron hacia Ritter, que permanecía firme, sosteniendo un maletín—. ¿Y a quién tenemos aquí?
—Mi ayudante personal, el mayor Cari Ritter, mi Führer. Dispone de más detalles sobre la situación en Normandía, que ya hemos discutido —dijo Rommel.
—¿Más informes? —preguntó Hitler encogiéndose de hombros—. Si tiene necesidad de ellos, supongo que estará bien. —Se volvió hacia Berger—. Prepare otro cubierto en la mesa y ocúpese de ver qué está retrasando al
Reichsführer
.
En el momento en que Berger se volvía hacia la puerta, ésta se abrió y Himmler hizo su entrada. Llevaba el uniforme negro y tenía el rostro pálido, con una leve expresión de excitación que le resultó difícil ocultar.
—Le ruego me disculpe, mi Führer, pero he recibido una llamada telefónica desde Berlín cuando estaba a punto de salir de mi habitación. —A continuación, hizo sendos gestos de saludo—.
Herr
almirante,
herr
mariscal de campo.
—Y el ayudante del mariscal de campo, el mayor Ritter —presentó Hitler frotándose las manos—. Realmente, me siento muy hambriento. ¿Saben, caballeros? Quizá debiéramos hacer esto más a menudo.
Quiero decir, desayunar temprano. Eso nos deja todo el resto del día libre para otras cuestiones importantes. Pero, vamos, siéntense.
Él mismo así lo hizo, a la cabecera de la mesa. Rommel y Canaris se sentaron a su derecha, y Himmler y Ritter a la izquierda.
—Muy bien —dijo Hitler—. Empecemos. La comida antes que los asuntos a tratar.
Tomó la pequeña campanilla de plata que había a su mano derecha y la hizo sonar.
Apenas diez minutos más tarde, el
Kubelwagen
llegó ante la puerta principal de entrada al castillo. Schellenberg se asomó. El sargento que se adelantó hacia él vio su uniforme y saludó.
—El Führer nos espera —le dijo Schellenberg.
El sargento le miró, desconcertado.
—Tengo órdenes de no dejar pasar a nadie, general.
—No sea estúpido, hombre —exclamó Schellenberg—. Eso no se me puede aplicar a mi —Se volvió hacia Asa y ordenó—: Siga conduciendo,
Hauptsturmführer
.
Entraron en el patio interior y se detuvieron.
—¿Saben lo que dicen los españoles para referirse al instante en que el torero entra a matar y no sabe si vivirá o morirá a continuación? —preguntó Devlin —. Dicen que ése es el momento de la verdad.
—Vamos, señor Devlin, dejémonos de eso ahora —dijo Schellenberg—, y sigamos adelante.
Subió los escalones que conducían a la puerta de entrada al castillo y extendió la mano para abrirla.
Hitler estaba disfrutando en el comedor, comiendo un plato a base de pan tostado y fruta.
—Una de las cosas buenas que tienen los franceses, es que hacen un pan excelente —dijo, extendiendo la mano para tomar otra rebanada de pan tostado.
En ese momento se abrió la puerta y un sargento mayor de las SS entró en el comedor. Fue Himmler quien le habló:
—Creí haber dejado bien claro que no se nos debía molestar por ninguna razón.
—Sí,
Reichsführer
, pero el general Schellenberg está aquí, acompañado por un
Hauptsturmführer
y un civil. Asegura que es imperativo que vea al Führer.
—¡No diga tonterías! —exclamó Himmler—. ¡Ya sabe cuáles son sus órdenes!
Hitler intervino de inmediato.
—¿Schellenberg? Me pregunto a qué puede haber venido. Hágale pasar, sargento mayor.
Schellenberg, Devlin y Asa esperaban en el vestíbulo, junto a la puerta. El sargento mayor regresó.
—El Führer les verá, general, pero deben dejar aquí sus armas. Tengo órdenes en tal sentido. Y eso se aplica a todos.
—Desde luego —asintió Schellenberg sacando su pistola de la funda y dejándola sobre la mesa con un ruido seco.
Asa hizo lo mismo, y Devlin se sacó la Luger del bolsillo interior de la chaqueta.
—Todas las aportaciones ofrecidas graciosamente.
—Y ahora, caballeros —dijo el sargento mayor—, si quieren seguirme…
Se volvió y les indicó el camino hacia el comedor.
Cuando entraron en él, Hitler seguía comiendo. Rommel y Canaris los miraron con curiosidad. Himmler estaba mortalmente pálido.
—Veamos, Schellenberg —dijo Hitler—, ¿qué le trae por aquí?
—Lamento mucho la intrusión, mi Führer, pero a mi atención ha llegado una cuestión de la más grave urgencia.
—¿Y hasta qué punto es urgente esa cuestión? —preguntó Hitler.
—Está relacionada con su propia vida, mi Führer, o más bien debería decir con un atentado contra su vida.
—¡Imposible! —exclamó Himmler.
Hitler le hizo un gesto con la mano, ordenándole que se callara, y miró a Devlin y a Asa Vaughan.
—¿Y quiénes son ellos?
—¿Me permite explicárselo? Recientemente, el Reichsführer me encomendó la tarea de organizar el regreso al Reich, sano y salvo, de un tal coronel Kurt Steiner, que estuvo prisionero en la Torre de Londres durante un tiempo. Herr Devlin, aquí presente, y el Hauptsturmführer Vaughan lograron alcanzar el mayor de los éxitos en esta cuestión, y hace muy poco tiempo me han entregado al coronel Steiner en una pequeña base de la Luftwaffe situada cerca de aquí.
—No sabía nada de esto —dijo Hitler mirando a Himmler.
—Iba a ser una sorpresa, mi Führer —dijo Himmler, que parecía derrumbado.
Hitler se volvió de nuevo a mirar a Schellenberg.
—¿Y dónde está ese coronel Steiner?
—Estará aquí muy pronto. La cuestión es que hace apenas un par de horas he recibido una llamada telefónica anónima. Lamento tener que decir esto en presencia del
Reichsführer
, pero, fuera quien fuese, habló de traición, incluso en las propias filas de las SS.
—¡Imposible! —exclamó Himmler, que estaba conmocionado.
—Se refirió también a un oficial llamado Berger.
—Pero el
Sturmbannführer
Berger está a cargo de mi seguridad aquí —dijo Hitler—. Incluso acabo de ascenderle.
—A pesar de todo, mi Führer, eso fue lo que se me dijo por teléfono.
—Lo que no hace más que demostrar que no se puede confiar en nadie —dijo en ese momento Horst Berger saliendo de entre las sombras, en uno de los extremos del comedor, acompañado por un miembro de las SS a cada lado, todos ellos sosteniendo pistolas ametralladoras.
Steiner y el capitán Kramer iban al frente de la columna que subía hacia el castillo. Avanzaban sentados en un
Kubelwagen
, sin capota a pesar de la lluvia. Los paracaidistas les seguían, montados en dos transportes de tropas. Steiner llevaba una granada de mano metida por el hueco superior de una de sus botas de salto, y una Schmeisser preparada sobre el regazo.
—Cuando empiece el jaleo, actuaremos con dureza, sin detenernos. Recuérdelo —dijo.
—Estamos con usted pase lo que pase, coronel —le aseguró Kramer.
Aminoró la marcha al llegar a la puerta exterior. El sargento de las SS se les acercó.
—¿Qué es todo esto?
Steiner levantó la Schmeisser, le disparó una ráfaga rápida que le hizo dar un salto hacia atrás, se incorporó en el vehículo descapotable, y giró para interceptar con una nueva ráfaga al otro guardia, al tiempo que Kramer dirigía el
Kubelioagen
hacia adelante con un repentino acelerón.
Al llegar al pie de los escalones que conducían a la puerta principal aparecieron más guardias de las SS, procedentes del cuerpo de guardia situado a la derecha. Steiner se sacó la granada de mano de la bota y la arrojó hacia el centro del grupo, luego saltó del vehículo y empezó a subir los escalones. Detrás de él, los paracaidistas saltaron de los transportes y le siguieron al asalto, disparando a través del patio contra los guardias de las SS que seguían apareciendo.
—¿Se atreve usted a acercarse a mí de ese modo, empuñando un arma? ?—preguntó Hitler mirando a Berger con ojos enfurecidos.