El águila emprende el vuelo (2 page)

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Authors: Jack Higgins

Tags: #Aventuras, Bélico, Histórico

BOOK: El águila emprende el vuelo
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—Llevé a cabo la mayor parte de mi investigación en la Oficina de Registros Públicos. Como sabe, son pocos los archivos relacionados con cuestiones de inteligencia militar que se ponen inmediatamente a disposición del público. El contenido de algunos de esos archivos no puede desvelarse hasta después de transcurridos veinticinco años, el de otros, hasta después de cincuenta…

—Y cuando se trata de material excepcional— mente sensible, han de transcurrir cien años —dije.

—Y eso es lo que yo tengo aquí —dijo ella extendiendo una carpeta—. Se trata de un archivo, con prohibición de divulgación durante cien años, referente a Dougal Munro, Kurt Steiner, Liam Devlin y otros. Es toda una historia, puede usted creerme.

Me entregó la carpeta y yo la sostuve sobre las rodillas, sin abrirla.

—¿Y cómo demonios ha conseguido esto?

—Ayer mismo estuve comprobando algunos archivos referentes a Munro. Estaba de servicio un joven empleado, y supongo que actuó con descuido. El caso es que encontré la carpeta metida entre otras dos, sellada, desde luego. Una tiene que hacer la investigación de acuerdo con las facilidades ofrecidas por la Oficina de Registros, pero, puesto que esta carpeta se había traspapelado y no estaba en el formulario de préstamo, la saqué metiéndola en mi maletín.

—Lo que representa un delito criminal, según la ley de Cuestiones de la Defensa —le dije.

—Lo sé. Abrí los sellos con todo el cuidado que pude y leí el contenido de la carpeta. Se trata únicamente de un resumen de treinta páginas de ciertos acontecimientos… realmente asombrosos.

—¿Y luego?

—Hice fotocopias de las páginas.

—Las maravillas de la tecnología moderna les permitirán saber lo que se ha hecho.

—Lo sé. De todos modos, volví a sellar la carpeta y la he devuelto esta misma mañana a su sitio.

—¿Y cómo se las ha arreglado para hacerlo? —pregunté.

—Ayer volví a comprobar los mismos archivos. Luego llevé la carpeta relacionada con Munro al empleado de servicio y le dije que se había producido un error.

—¿Y la creyó?

—Supongo que sí. Quiero decir, ¿por qué no iba a creerme?

—¿Se trataba del mismo empleado?

—No, era alguien más viejo.

Me quedé allí sentado, pensando, sintiéndome decididamente inquieto.

—¿Por qué no prepara usted un poco de té recién hecho mientras yo le echo un vistazo a esto? —le pedí finalmente.

—Muy bien.

Tomó la bandeja y abandonó el salón. Después de un momento de vacilación, abrí la carpeta y empecé a leer.

Ni siquiera me di cuenta de que ella estaba allí, de tanto como me enfrasqué en los acontecimientos registrados en las páginas contenidas en aquella carpeta. Una vez que hube terminado de leer, la cerré y levanté la mirada. Ella había vuelto a sentarse en el otro sillón, y me estaba mirando, con una expresión curiosamente intensa en su rostro.

—Comprendo la prohibición de divulgación de estos hechos durante cien años —dije—. Las potencias no querrían que se divulgara nada de lo que hay aquí, ni siquiera ahora.

—Eso fue lo mismo que yo pensé.

—¿Puedo quedarme con este material durante un tiempo?

—Hasta mañana, si así lo desea —asintió tras un momento de vacilación—. Yo regresaré a Estados Unidos en el vuelo de la noche. Por Pan Am.

—¿Se trata acaso de una decisión repentina?

—En efecto —admitió levantándose y recuperando su gabardina—. He decidido que sería mejor estar en mi propio país.

—¿Preocupada? —le pregunté.

—Probablemente estoy reaccionando de un modo hipersensible, pero seguro. Pasaré a recoger la carpeta mañana por la tarde. Digamos que a las tres, de camino hacia el aeropuerto de Heathrow, ¿le parece bien?

—Estupendo —asentí dejando la carpeta sobre la mesa de café.

El reloj de la repisa de la chimenea hizo sonar las campanadas de la media, después de las siete, mientras yo la acompañaba hasta la puerta. La abrí y permanecimos allí un momento, con la lluvia cayendo con fuerza.

—Desde luego, hay alguien que confirmaría la veracidad del contenido de esa carpeta —dijo ella—. Liam Devlin. En su libro dijo usted que seguía deambulando por ahí, operando con el IRA provisional en Irlanda.

—Eso fue lo último que oí decir de él —dije—. Ahora tendría sesenta y siete años, pero seguiría con vida.

—Muy bien —dijo ella sonriendo—. Le veré entonces mañana por la tarde.

Bajó los escalones y se alejó, caminando bajo la lluvia, desapareciendo entre la neblina de primeras horas de la noche, al final de la calle.

Me senté junto al fuego y leí el contenido de la carpeta por segunda vez. Luego, fui a la cocina y me preparé más té y un bocadillo de pollo. Me senté ante la mesa y me dediqué a reflexionar en todo aquello mientras comía.

Resulta extraordinario observar cómo los acontecimientos surgidos de la nada son capaces de cambiar las cosas. Eso ya me había sucedido en otra ocasión, con el descubrimiento de aquel monumento oculto a Steiner y a sus hombres, en el cementerio de Studley Constable. En aquel entonces, yo andaba investigando para redactar un artículo para una revista de historia. En lugar de eso, me encontré con algo tan inesperado que terminó por cambiar toda mi vida. Escribí sobre ello un libro que dio la vuelta al mundo, desde Nueva York a Moscú, y me hizo rico. Ahora, de repente, sucedía esto, de Ruth Cohén y su carpeta robada, y yo me sentía lleno de la misma extraña y hormigueante excitación.

Tenía que bajar a la tierra. Ver las cosas con perspectiva. Así que me fui a darme una ducha, me tomé mi tiempo, me afeité y me vestí de nuevo. Sólo eran las ocho y media y no daba la impresión de que fuera a acostarme temprano, si es que me acostaba.

No me quedaba más whisky, y necesitaba pensar, así que me preparé más té y volví a instalarme en el sillón junto al fuego. Encendí un cigarrillo y empecé a repasar de nuevo el contenido de la carpeta.

Sonó el timbre de la puerta, despertándome de mi ensoñación. Miré el reloj. Era poco antes de las nueve. El timbre volvió a sonar, con insistencia, y volví a dejar las páginas en la carpeta, la dejé sobre la mesita y me dirigí hacia la puerta. Se me ocurrió pensar que podría tratarse nuevamente de Ruth Cohén, pero no podría haber estado más equivocado porque, al abrirla, me encontré allí a un joven policía con su impermeable azul marino húmedo a causa de la lluvia.

—¿Señor Higgins? —preguntó, mirando un trozo de papel que sostenía en la mano izquierda—. ¿El señor Jack Higgins?

A veces resulta tan extraña la certidumbre que sentimos de estar a punto de recibir malas noticias, que ni siquiera necesitamos que nos las comuniquen.

—Sí —asentí.

—Siento mucho molestarle, señor —dijo el policía entrando en el vestíbulo—, pero estoy haciendo una investigación relativa a la señorita Ruth Cohén. ¿Es usted amigo de ella, señor?

—No exactamente —contesté—. ¿Hay algún problema?

—Me temo que esa joven ha muerto, señor. Fue un accidente de circulación en la parte de atrás del Museo Británico, hace una hora. El conductor se dio a la fuga.

—¡Dios santo! —susurré.

—Lo cierto, señor, es que encontramos su nombre y dirección en una tarjeta que llevaba en el bolso.

Fue muy difícil asumirlo. Hacía muy poco tiempo ella había estado ante aquella misma puerta. El policía apenas si tendría veintiuno o veintidós años de edad. Era lo bastante joven como para sentir preocupación por los demás, y me puso una mano en el brazo.

—¿Se encuentra bien, señor?

—Un poco conmocionado, eso es todo —contesté. Respiré profundamente—. ¿Qué es lo que desea usted de mí?

—Parece ser que la joven dama trabajaba en la universidad de Londres. Hemos investigado en el alojamiento de estudiantes que utilizaba, pero, como es fin de semana, no había nadie por allí. Se trata de una cuestión de identificación oficial, para el juez de instrucción.

—¿Y quisiera usted que yo la identificara?

—Si no le importa, señor. No está lejos, en el depósito de Kensington.

Respiré profundamente una vez más y me preparé para lo que me esperaba.

—Está bien. Permítame un momento para recoger la gabardina.

El depósito estaba en un edificio de aspecto deprimente, en una calle lateral, y parecía más un almacén que cualquier otra cosa. Al entrar en el vestíbulo encontramos a un portero de servicio uniformado, sentado ante una mesa. Había un hombre pequeño y moreno, que debía de tener unos cincuenta años, y que estaba de pie junto a la ventana, contemplando cómo llovía, con un cigarrillo encendido colgando de la comisura de los labios. Llevaba un sombrero de tejido flexible y una trinchera.

Se volvió a mirarme, con las manos en los bolsillos.

—El señor Higgins, ¿verdad?

—Sí —contesté.

No se dignó sacar las manos de los bolsillos. Tosió y la ceniza del cigarrillo le cayó sobre la trinchera.

—Soy el inspector jefe Fox. Un asunto de lo más infortunado, señor.

—Sí.

—Esta joven, Ruth Cohén, ¿era amiga suya?

—No —contesté—. La conocí esta misma tarde.

—Llevaba su nombre y dirección anotados en su bolso. —Y antes de que yo pudiera explicar nada, siguió diciendo—: En cualquier caso, será mejor terminar con esto de una vez. Si quiere venir por aquí…

La sala en la que me hicieron entrar estaba cubierta de azulejos blancos y tenía una brillante iluminación fluorescente. Había una hilera de mesas de operación. El cuerpo estaba en la del extremo, cubierto con una sábana blanca, de goma. Ruth Cohén tenía un aspecto muy tranquilo, con los ojos cerrados, pero la cabeza aparecía envuelta en una capucha de goma empapada de sangre.

—¿Identifica usted formalmente a la fallecida como Ruth Cohén, señor? —preguntó el policía.

—Sí, es ella —asentí y el policía volvió a cubrirla con la sábana.

Al volverme, vi a Fox sentado en el extremo de una mesa situada en un rincón, encendiendo otro cigarrillo.

—Como ya le dije, encontramos su nombre en el bolso de esa mujer.

Y fue entonces, como si alguien hubiera apretado un conmutador en mi cabeza, cuando volví de pronto a la realidad. Alcanzada por un vehículo cuyo conductor se había dado a la fuga; un delito muy grave, pero ¿por qué había merecido la atención de todo un inspector jefe? ¿Y no había algo extraño en aquel Fox, con su rostro saturnino, y sus ojos oscuros y vigilantes? Éste no era un policía ordinario. Me olía a miembro de la rama especial.

Hace ya mucho tiempo descubrí que siempre es conveniente mantenerse fiel a la verdad, en la medida de lo posible.

—Me dijo que había llegado de Boston y que trabajaba en la universidad de Londres, dedicada a hacer investigaciones para escribir un libro —dije.

—¿Sobre qué tema, señor?

Una pregunta que confirmó instantáneamente mis sospechas.

—Algo relacionado con la Segunda Guerra Mundial, inspector. Resulta que yo también había escrito algo sobre el tema.

—Comprendo. ¿Iba ella buscando ayuda, consejo, alguna cosa así?

Y fue entonces cuando mentí por completo.

—En modo alguno. No era de las personas que pudieran necesitarla, puesto que, por lo que tengo entendido, estaba doctorada. Lo cierto, inspector, es que yo escribí un libro que tuvo bastante éxito, y cuya trama se desarrollaba durante la Segunda Guerra Mundial. Ella sólo quería conocerme. Me dijo que volaba mañana mismo de regreso a Estados Unidos.

El contenido del bolso y del maletín estaba sobre la mesa, junto al inspector, donde era evidente la presencia del billete de la Pan Am. Él lo tomó y asintió:

—Sí, eso es lo que parece. —¿Puedo marcharme ya? —Sí, desde luego. El policía le acompañará a su casa. —Salimos al vestíbulo y nos detuvimos ante la puerta. El inspector tosió, al tiempo que encendía otro cigarrillo—. Maldita lluvia. Supongo que el conductor de ese coche patinó. Pero, aunque hubiera sido un accidente, no debería haberse escapado. De todos modos, eso es algo que ya no podemos evitar, ¿no le parece?

—Buenas noches, inspector —le dije, bajando los escalones y subiendo al coche de la policía.

Había dejado la luz encendida en el vestíbulo. Al entrar, me dirigí directamente a la cocina, sin quitarme siquiera el impermeable, puse a calentar agua y luego regresé al salón. Me serví una copa de Bushmills y me volví hacia el fuego de la chimenea. Fue entonces cuando me di cuenta de que la carpeta que había dejado sobre la mesita de café había desaparecido. Durante un momento de desesperación, pensé que había cometido un error, que la habría dejado en alguna otra parte, pero aquello no era más que una tontería, claro.

Dejé la copa de whisky sobre la mesita y encendí un cigarrillo, pensando en lo ocurrido. El misterioso Fox —ahora estaba más convencido que nunca de que pertenecía a la rama especial—, aquella mujer joven tumbada sobre la mesa, en el depósito de cadáveres. Recordé entonces la inquietud que había experimentado cuando me contó cómo había devuelto la carpeta original a la Oficina de Registros. Me la imaginé caminando por la acerca y cruzando luego la calle situada por detrás del Museo Británico, bajo la lluvia, y entonces se produjo la aparición repentina del coche. Una noche húmeda y un coche que patina, tal como había dicho Fox. Podría haberse tratado de un accidente, pero yo sabía que no era muy probable, y mucho menos después de haber devuelto aquella carpeta. Lo que planteaba el problema de la continuación de mi propia existencia.

Había llegado el momento de trasladarse a algún otro sitio, pero ¿a dónde? Y entonces recordé lo que ella me había dicho. Sólo quedaba con vida una única persona que podía confirmar la historia registrada en aquella carpeta. Preparé una bolsa de viaje con lo indispensable y me asomé con cuidado para comprobar la calle, por detrás de la cortina. Había coches aparcados por todas partes, de modo que me fue imposible saber si alguien me estaba vigilando.

Salí por la puerta de la cocina, que daba a la parte posterior de la casa. Avancé con precaución por el callejón de atrás y luego me alejé con rapidez por entre un dédalo de callejuelas tranquilas, pensando en todo lo ocurrido. Tenía que tratarse de una cuestión de seguridad, eso estaba claro. Algún pequeño departamento anónimo del DI5 que se ocupaba de las personas que se pasaban de la raya, pero ¿significaría eso necesariamente que irían a por mí también? Después de todo, aquella joven ya había muerto, la carpeta volvía a encontrarse en los archivos de la Oficina de Registros y habían recuperado la única copia que se había hecho. ¿Qué podía yo decir que pudiera demostrarse o creerse de alguna forma? Por otro lado, tenía que demostrarlo, aunque sólo fuese para mi propia satisfacción. En cuanto salí de las callejuelas y llegué a la esquina tomé el primer taxi que encontré.

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