«The Green Man», en Kilburn, es una zona de Londres bastante popular entre los irlandeses, y mostraba sobre la puerta una pintura impresionante de un tonelero irlandés, indicando así la clase de costumbre que se practicaba en el establecimiento. El bar estaba lleno, como pude comprobar a través de la ventana del salón. Di la vuelta al edificio, acercándome por el patio de atrás. Las cortinas estaban corridas y Sean Riley se hallaba sentado ante una mesa abarrotada, narrando sus historias. Era un hombre bajo de estatura, con abundante cabello blanco, activo para su edad, que, por lo que yo sabía, era de setenta y dos años. Era el propietario de «The Green Man», pero lo más importante es que era un organizador del Sinn Fein, el ala política del IRA, en Londres. Llamé a la ventana con los nudillos; él se levantó y se acercó para echar un vistazo. Se volvió y se alejó. Un momento más tarde se abrió la puerta de atrás.
—Señor Higgins, ¿qué le trae por aquí?
—No quiero entrar, Sean. Voy de camino a Heathrow.
—¿De veras? A tomarse unas vacaciones al sol, ¿verdad?
—No exactamente. Voy camino de Belfast. Probablemente perderé el último vuelo, pero tomaré el primero de mañana. Hágaselo saber a Liam Devlin. Dígale que me alojaré en el hotel Europa y que tengo que verle.
—Dios santo, señor Higgins, ¿y cómo quiere usted que yo conozca a un tipo tan desesperado como ése?
A través de la puerta, escuché la música procedente del bar. Unos hombres cantaban: «Armas para el IRA».
—No discuta, Sean. Limítese a hacer lo que le digo. Es importante.
Naturalmente, yo sabía que él lo haría así, de modo que me di media vuelta, sin añadir una sola palabra más. Un par de minutos más tarde tomé otro taxi y me dirigí al aeropuerto de Heathrow.
El hotel Europa, en Belfast, era legendario entre los periodistas procedentes de todo el mundo. Había sobrevivido a numerosos atentados terroristas con bombas efectuados por el IRA, y se alzaba en la Great Victoria Street, cerca de la estación de ferrocarril. Permanecí en mi habitación del octavo piso durante la mayor parte del día, esperando. Las cosas parecían estar muy tranquilas, pero era una calma tensa y a últimas horas de la tarde se escuchó el lejano retumbar del estallido de una bomba. Me asomé a la ventana y vi una nube de humo negro en la distancia.
Poco después de las seis, cuando ya se hacía de noche, decidí bajar al bar a tomar una copa, y me estaba poniendo ya la chaqueta cuando sonó el teléfono.
—¿Señor Higgins? —preguntó una voz—. Aquí la recepción, señor. Su taxi le está esperando.
Era un taxi negro, del modelo londinense, y la conductora era una mujer de mediana edad, de rostro agradable, que tenía el aspecto de ser la tía favorita de cualquiera. Bajé el panel de cristal que nos separaba y le ofrecí el saludo habitual en Belfast.
—Le deseo buenas noches.
—Y yo a usted.
—No es habitual ver a una taxista, al menos en Londres.
—Un lugar terrible. ¿Qué se puede esperar? Y ahora quédese sentado tranquilamente, como un caballero, y disfrute del trayecto.
Ella cerró el panel con una sola mano. El viaje no duró más de diez minutos. Pasamos por Falls Road, una zona católica que recordaba bien de mi juventud, y nos metimos por una red de callejuelas laterales, deteniéndonos finalmente delante de una iglesia. La conductora abrió el panel de cristal.
—El primer confesionario a la derecha, entrando.
—Si usted lo dice…
Bajé del taxi y el vehículo se alejó al instante. El tablón de anuncios decía: «Iglesia del Santo Nombre», y estaba en condiciones sorprendentemente buenas, con los horarios de las misas y las confesiones indicados en pintura dorada. Abrí la puerta que encontré en lo alto de los escalones y entré. No era una iglesia grande, y estaba débilmente iluminada, con velas encendidas parpadeando en el altar, y la Virgen en una capilla lateral. Instintivamente, introduje las puntas de los dedos en el agua bendita y tracé la señal de la cruz, recordando a la tía católica de South Armagh, quien me crió durante una temporada cuando no era más que un niño, y la pobre se sentía angustiada por mi desvalida, negra y pequeña alma de protestante.
Los confesionarios se hallaban alineados a un lado. Nadie esperaba, lo que no era sorprendente, ya que, según el tablón de anuncios del exterior aún faltaba una hora para que empezaran las confesiones. Entré en el primero de la derecha y cerré la puerta. Permanecí allí sentado durante un momento, en la oscuridad; luego, se abrió la rejilla.
—¿Sí? —preguntó una voz con suavidad.
—Bendígame, padre, porque he pecado —dije automáticamente.
—Desde luego que ha pecado, hijo mío —dijo la voz.
En el otro habitáculo se encendió la luz y Liam Devlin me sonrió a través de la rejilla.
Tenía un aspecto notablemente bueno. De hecho, bastante mejor de lo que me había parecido la última vez que lo había visto. Tenía sesenta y siete, pero, como le había dicho a Ruth Cohén, bien llevados. Era un hombre bajo de estatura, con una vitalidad enorme, el cabello tan negro como siempre y unos vivaces ojos azules. En el lado izquierdo de la frente mostraba la cicatriz dejada por una vieja bala, y siempre aparecía en su lugar una ligera sonrisa irónica. Llevaba una sotana y alzacuello, y parecía sentirse perfectamente a gusto en la sacristía, al fondo de la iglesia, hacia donde me condujo.
—Tiene usted muy buen aspecto, hijo mío, con todo ese éxito y ese dinero —me dijo con una mueca burlona—. Beberemos a la salud de eso. Tiene que haber una botella por aquí.
Abrió un armario y encontró una botella de Bushmills y dos copas.
—¿Y qué pensará de esto el ocupante habitual? —pregunté.
—¿El padre Murphy? —replicó, sirviendo el whisky en las dos copas—. Ése tiene corazón de maíz. Le parecerá bien, como siempre.
—¿Quiere decir que mirará hacia el otro lado?
—Algo así —contestó levantando su copa—. Por usted, hijo.
—Y por usted, Liam —contesté a su brindis—. Nunca deja de asombrarme. Aparece incluido en la lista de los más buscados por el ejército británico durante los últimos cinco años, y aún le quedan nervios para quedarse aquí sentado, en medio de Belfast.
—Ah, bueno, pero un hombre tiene derecho a divertirse un poco. —Extrajo un cigarrillo de una pitillera de plata y me ofreció uno—. En cualquier caso, ¿a qué debo el placer de su visita?
—¿Le dice algo el nombre de Dougal Munro? —pregunté.
Sus ojos se abrieron, con una expresión de asombro.
—¿Con qué demonios se ha encontrado usted ahora? Hacía muchos años que no escuchaba pronunciar el nombre de ese viejo bastardo.
—¿Y el de Schellenberg?
—¿Walter Schellenberg? Ése sí que habría sido un personaje para usted. Llegó a general a la edad de treinta años. Pero ¿qué significa esto? ¿Schellenberg…, Munro?
—¿Y Kurt Steiner? —seguí preguntando—. Un hombre que, según todo el mundo, incluido usted mismo, murió tratando de desembarazarse de Churchill en la terraza de Meltham House.
Devlin se tomó un buen trago de whisky y sonrió amistosamente.
—Siempre he sido un terrible embustero. Y ahora, dígame, ¿a qué viene todo esto?
Así que le hablé de Ruth Cohén, de la carpeta secreta y su contenido, y de todo lo que había ocurrido después, mientras él me escuchaba con suma atención. Una vez que hube terminado, dijo:
—Muy conveniente la muerte de esa joven. En eso tiene usted razón.
—Lo que no deja que la situación tenga buenas perspectivas para mí.
Se produjo entonces una explosión, no lejos de donde nos encontrábamos, y cuando él se levantó y abrió la puerta que daba al patio trasero, se escuchó el traqueteo de armas de fuego cortas.
—Parece que va a ser una noche movidita —comenté.
—Oh, sí, lo será. En estos momentos es mucho mejor no andar suelto por las calles.
Cerró la puerta y se volvió a mirarme.
—Los datos contenidos en esa carpeta, ¿son ciertos?
—Es una buena historia.
—A grandes rasgos.
—¿Significa eso que le gustaría conocer el resto?
—Necesito conocerlo.
¿Por qué no? —replicó con una sonrisa, se sentó ante la mesa y extendió la mano hacia la botella de Bushmills—. Claro. Además, eso me impedirá hacer travesuras durante un rato. Y ahora, ¿por dónde quiere que empiece?
El piso del brigadier Dougal Munro sólo estaba a diez minutos andando del cuartel general del SOE en Londres, en la calle Baker. Como jefe de la sección D, tenía que estar localizable las veinticuatro horas del día y, además, el teléfono normal tenía una línea de seguridad directa a su despacho. Fue ese teléfono particular el que contestó aquella tarde de últimos de noviembre, mientras estaba sentado frente a la chimenea, trabajando en unos expedientes.
—Aquí Cárter, brigadier. Acabo de regresar de Norfolk.
—Bien —le dijo Munro—. Venga a verme de camino para casa y cuénteme lo ocurrido.
Colgó el teléfono y se levantó para prepararse un whisky de malta. Era un hombre bajo y fuerte, de aspecto poderoso, con el cabello blanco y gafas con montura de acero. No era estrictamente mi profesional, y su rango de brigadier lo ostentaba por simples motivos de autoridad en ciertos lugares y a la edad de sesenta y cinco años, una edad a la que la mayoría de los hombres tenían que enfrentarse a la jubilación, incluso en Oxford. Lo cierto era que la guerra le había salvado. Aún estaba pensando en ello cuan-do sonó el timbre de la puerta. Acudió a abrir y dejó entrar al capitán Jack Cárter.
—Parece estar helado, Jack. Puede servirse una copa.
Jack Cárter apoyó el bastón contra una silla y se quitó el abrigo. Vestía el uniforme de capitán de los Green Howards, con la cinta de la Cruz Militar entre los distintivos. Su pierna postiza era un legado de Dunquerque, y cojeó ostentosamente al acercarse al armario donde estaban las botellas, sirviéndose un whisky.
—Bien, ¿cuál es la situación en Studley Constable? —preguntó Munro.
—Las cosas han vuelto a la normalidad, señor. Todos los paracaidistas alemanes han sido enterrados en una fosa común, en el cementerio de la iglesia.
—No habrán puesto ninguna identificación, ¿verdad?
—No por el momento, pero los habitantes de ese pueblo resultan un tanto extraños. En realidad, parecen tener una opinión muy elevada de Steiner.
—Sí, bueno, uno de sus sargentos resultó muerto al tratar de salvar la vida de dos niños del pueblo que se cayeron en la corriente del molino. De hecho, fue esa acción lo que echó a perder su camuflaje y provocó el fracaso de toda la operación.
—Además —añadió Cárter—, dejó que los habitantes del pueblo se marcharan antes de que empezara lo peor del combate.
—Exactamente. ¿Ha conseguido el expediente sobre él?
Cárter tomó su cartera de mano y extrajo un par de hojas grapadas. Munro las examinó. —
Oberstleutnant
Kurt Steiner, de veintisiete años de edad. Ha hecho una carrera notable. Creta, norte de África, Stalingrado. Posee la Cruz de Caballero con Hojas de Roble.
—Siempre me ha intrigado su madre, señor. Una persona muy conocida en la sociedad de Boston. Lo que allá se conoce como una «brahmin de Boston».
—Todo eso está muy bien, Jack, pero no olvide que su padre fue un general alemán, y condenadamente bueno. Y ahora, ¿qué pasa con Steiner? ¿Cómo está?
—No parece haber razones para dudar de una recuperación completa. Justo en las afueras de Norwich hay un hospital de la RAF para las tripulaciones de bombarderos con problemas de quemaduras. Antes era un asilo. Tenemos a Steiner allí, con una guardia de seguridad. La cobertura es que se trata de un piloto de la Luftwaffe que ha sido derribado. Ha resultado muy conveniente que los paracaidistas alemanes y las tripulaciones de la Luftwaffe tengan más o menos el mismo uniforme.
—¿Y sus heridas?
—Tuvo mucha suerte, señor. Una bala le alcanzó en el hombro derecho, por detrás. La segunda estaba destinada directamente al corazón, pero se desvió al chocar con el esternón. El cirujano no cree que tarde mucho en recuperarse, sobre todo porque su estado físico es excelente. Munro se levantó y se preparó otra pequeña copa de whisky.
—Repasemos lo que sabemos, Jack. Todo ese condenado asunto, el complot para raptar a Churchill, la planificación. ¿Todo eso se hizo sin el conocimiento del almirante Canaris?
—En efecto, señor. Al parecer, todo fue obra de Himmler. Presionó a Max Radl, en el cuartel general del Abwehr, para que lo planificara a espaldas del almirante. Eso es, al menos, lo que nos han asegurado nuestras fuentes en Berlín.
—Y, sin embargo, ¿él lo sabe todo ahora? —preguntó Munro—, Me refiero al almirante.
—Parece que así es, señor, y no se ha sentido precisamente complacido aunque, desde luego, ya no puede hacer nada al respecto. No puede echar a correr para contárselo al Führer.
—Y tampoco puede hacerlo Himmler —dijo Munro—, y mucho menos cuando ese proyecto se montó sin el conocimiento del Führer.
—Claro que Himmler le entregó a Max Radl una carta de autorización firmada por el propio Hitler —dijo Cárter.
—Que se proponía hacerle firmar a Hitler, Jack. Apostaría a que esa carta fue lo primero que acabó en el fuego. No, Himmler no querrá dar a conocer lo ocurrido.
—Y nosotros no es que queramos ver publicada la noticia en la primera página del
Daily Express
, ¿verdad, señor? Imagínese, paracaidistas alemanes tratando de apoderarse del primer ministro, muertos en combate con rangers estadounidenses en un pueblo inglés.
—Sí, no creo que esa noticia ayudara precisamente al esfuerzo de guerra. —Munro volvió a mirar el expediente—. Ese tipo del IRA, Devlin, parece todo un personaje. ¿Y dice que, según su información, resultó herido?
—En efecto, señor. Estaba hospitalizado en Holanda y, sencillamente, una noche se largó. Tenemos entendido que ahora está en Lisboa.
—Probablemente con la esperanza de llegar de algún modo a Estados Unidos. ¿Lo tenemos vigilado? ¿Quién es nuestro hombre en Lisboa?
—El mayor Arthur Frear, señor, agregado militar de la embajada. Ha sido notificado ^contestó Cárter.
—Bien —asintió Munro.
—¿Qué hacemos entonces con Steiner, señor?
Munro frunció el ceño, pensando.
—En cuanto se encuentre en condiciones, tráigalo a Londres. ¿Seguimos teniendo a prisioneros alemanes de guerra en la Torre?