—Romulus era un hombre valiente —espetó Fabiola, indignada por lo que le había dicho—. Tan bueno como cualquier dichoso legionario.
—Me he precipitado —reconoció, sonrojándose—. Si es como vos, debe de tener un corazón de león.
Reacia a cambiar de tema, Fabiola señaló a Sextus.
—¡Mira! —exclamó—. Es un esclavo. Sin embargo, luchó por mí a pesar de estar gravemente herido. Igual que los demás, antes de que los mataran.
Secundus alzó las manos en un gesto apaciguador.
—No soy lo que pensáis. —La miró de hito en hito—. A los esclavos se les permite venerar a Mitra. Con nosotros, como iguales.
Entonces Fabiola fue quien se avergonzó. Así pues, Secundus no era como la mayoría de los ciudadanos, que consideraban a los esclavos como poco más que animales. Ni siquiera la manumisión eliminaba el estigma por completo: a estas alturas, Fabiola estaba más que acostumbrada a las miradas condescendientes de los muchos nobles que conocían su pasado. Fabiola esperaba de todo corazón que los hijos que los dioses tuvieran a bien concederle no sufrieran la misma discriminación.
—¿Qué quieres decir?
—Los principios de nuestra religión son la verdad, el honor y el coraje. Son cualidades que puede tener cualquiera, independientemente de que sea cónsul o esclavo de baja alcurnia. Mitra ve a todos los hombres bajo el mismo prisma, como hermanos.
Era un concepto increíble y desconocido, que Fabiola nunca había oído. Como es natural, la atraía inmensamente. En Roma, a los esclavos se les permitía venerar a los dioses, pero la idea de considerarlos iguales a sus amos resultaba impensable. Su posición en la sociedad seguía siendo la misma: lo más bajo. Las únicas personas que quizá podrían haber cambiado esta circunstancia, los sacerdotes bien alimentados y sus acólitos de los templos de la ciudad, no eran más que portavoces del Estado: nunca expresaban ideas tan revolucionarias. Aquello podía trastornar el statu quo, que permitía a una clase elitista de decenas de miles, además de a los ciudadanos comunes, gobernar sobre ese mismo número multiplicado cientos de veces que sumaban los esclavos. Saber que un dios, un dios guerrero, veía más allá del estigma de la esclavitud resultaba realmente asombroso.
Fabiola levantó la mirada hacia Secundus.
—¿Y las mujeres? —preguntó—. ¿Podemos entrar?
—No —respondió—. No está permitido.
—¿Por qué no?
Secundus endureció el semblante ante tanto descaro:
—Nosotros somos soldados. Las mujeres, no.
—Hoy yo he luchado —arguyó ella acalorada.
—No es lo mismo, señora —espetó él—. No abuséis demasiado de nuestra hospitalidad.
Margiana, invierno de 53-52 a. C.
La enfermedad había avejentado a Pacoras de forma considerable. Aún no había recuperado su habitual tono de piel oscuro. Presentaba un brillo céreo, que acentuaba las mejillas hundidas y las canas nuevas que le veteaban el pelo. El parto había adelgazado mucho, y las prendas que antes le quedaban bien ahora le colgaban de aquel cuerpo huesudo. Pero, sorprendentemente, seguía vivo. Era un pequeño milagro. A pesar de las fiebres altas que le habían corroído el cuerpo y los fétidos fluidos amarillos que le habían supurado continuamente de las heridas, Pacoras no había sucumbido. Al parecer, el
scythicon
no mataba a todos los hombres. Pero eso no se debió sólo a su naturaleza resistente: todas las artes del arúspice y una segunda dosis del valioso
mantar
habían contribuido a su recuperación.
«Y la ayuda de Mitra», pensó Tarquinius, observando la pequeña estatua del altar de la esquina. Se había pasado muchas horas arrodillado ante ella, cerciorándose siempre que podía de que el comandante lo viera. Cuando estaba todavía medio delirante, Pacoras se había mostrado sensible a las palabras que musitaba y abrumado por la devoción hacia su dios. Sin tener que insistir demasiado, divagaba sobre algunos de los ritos secretos que practicaban los partos en el Mitreo. El arúspice escuchaba con avidez y captaba la información valiosa. Ahora sabía que la estatua representaba a Mitra en la cueva en que nació, matando al toro primigenio. Al realizar la tauroctonia, el dios liberaba su fuerza vital para beneficio de la humanidad. Como toda matanza, el rito sagrado no era gratuito, lo cual explicaba por qué Mitra apartaba la mirada de la cabeza del toro mientras le clavaba el puñal en el cuello.
Tarquinius había descubierto que entre los niveles de iniciación se encontraban el cuervo, el soldado, el león, el emisario solar y, en lo más alto, el padre. Pacorus había intuido que la interpretación de las estrellas resultaba de suma importancia, al igual que el autoconocimiento y la mejora. Mitra estaba simbolizado en el cielo por la constelación de Perseo, y el toro por la de Tauro. El parto no había dicho casi nada más, lo cual frustraba a Tarquinius. Ni siquiera una grave enfermedad lograba hacerle revelar secretos significativos del mitraísmo.
Tarquinius sabía que tendría pocas oportunidades de aprender más. Aunque el comandante ya estaba fuera de peligro, todavía faltaba mucho para su completa recuperación. Y, en vez de remitir, las amenazas de Vahram no habían hecho sino incrementarse. Veía lo que se estaba haciendo por Pacorus, y por eso el achaparrado
primus pilus
estaba resentido contra Tarquinius. Sólo podía haber un motivo para ello, decidió el arúspice. Vahram quería que Pacorus muriera, para que así el mando de la Legión Olvidada le fuera cedido a él.
Aquella posibilidad atemorizaba a Tarquinius. Vahram era obstinado y mucho menos susceptible a su influencia que muchos hombres. Sin embargo, como la mayoría, se dejaba dominar por la superstición. Puesto que recelaba de Tarquinius y de la reacción de sus guerreros, no estaba del todo seguro de asesinar a Pacorus sin más. Vahram quería asegurarse de que, con sus planes, no se volvieran las tornas. Todos los días acosaba a Tarquinius para que lo informara. Preparando la medicación y cambiando los vendajes de Pacorus, Tarquinius se lo quitaba de encima hábilmente y con cortesía. Los momentos de lucidez del comandante, que ahora abundaban, también ayudaban a evitar interrogatorios.
La ira del
primus pilus
crecía sin parar, pero se limitaba a mofarse de Romulus y Brennus. Como sabía que Tarquinius apreciaba mucho a los dos hombres, Vahram ponía en duda su seguridad con el fin de intimidar al normalmente imperturbable arúspice. Los insultos le llovían sobre la cabeza y, dadas las circunstancias, Tarquinius no tenía capacidad de reacción. En tan precaria situación, resultaba demasiado peligroso contrariar a Vahram.
Tarquinius odiaba el hecho de no tener ni idea de cómo les iba a sus amigos. Todos sus guardas habían sido amenazados con un horrible castigo si decían alguna palabra. Eso sumado al hecho de que el temor ante la posible pérdida de facultades del arúspice estaba muy arraigado, suponía que éste vivía prácticamente solo. Hasta los criados estaban demasiado asustados para hablar con él. No obstante, el silencio no resultaba tan punzante como el aislamiento. A Tarquinius le encantaba saber qué pasaba y en esos momentos estaba al margen de toda noticia.
El pedazo de cielo que se veía desde el patio de Pacorus raras veces le proporcionaba información: aparte de las ventiscas ocasionales, sencillamente no había suficiente cielo para ver nada. Tampoco tenía gallinas ni corderos para sacrificar. Sin darse cuenta, Vahram había restringido la capacidad de Tarquinius para profetizar. Prácticamente, el único método que estaba a su alcance era el fuego de la habitación de Pacorus. Era mejor hacerlo muy tarde, cuando el comandante dormía y los criados y guardas se habían retirado a sus aposentos. El hecho de dejar que los troncos se convirtieran en ascuas le ofrecía, a veces, retazos útiles de información. Pero al arúspice lo frustraba ver tan poco sobre sus amigos. O sobre su propio futuro. Así era la naturaleza aleatoria y desesperante de la profecía: revelar poco cuando parecía importante y mucho cuando no. A veces no le descubría nada de nada. Las dudas de Tarquinius sobre su propia capacidad volvieron a aflorar con fuerza.
Tras administrar a Pacorus la última medicina del día, había adoptado la costumbre de irse rápidamente a la chimenea de ladrillos de la estancia. No podía desperdiciar ninguna posibilidad de adivinar. Ahora Tarquinius estaba desesperado por saber una cosa, lo que fuera, sobre el futuro. Quizá fuera aquella ansia lo que hizo que una noche le fallara su continua atención al detalle. En cuanto el comandante parto cerró los párpados dormido, Tarquinius se alejó de puntillas de la cama. Pero olvidó echar el cerrojo a la puerta.
Se puso en cuclillas junto al fuego y suspiró anticipándose a lo que estaba por venir. Esa noche sería distinto. Tenía ese presentimiento.
Todavía ardía un tronco grande. Rodeado por las siluetas carbonizadas de los demás, resplandecía con un intenso color naranja rojizo. Tarquinius lo observó cuidadosamente durante largo rato. La madera humeante estaba seca y bien curada, con pocos nudos: del tipo que a él le gustaba.
Había llegado el momento.
Una sensación bien conocida se apoderó de él. Se percató de que era miedo y Tarquinius apretó los dientes. Aquello no podía continuar. Inhaló profundamente una y otra vez. Se tranquilizó un poco, y cogió un atizador con el que dio golpecitos en el tronco. Su acción hizo que se desprendiera un torrente de chispas. Se elevaron por la chimenea en corrientes perezosas, solas y en grupo. Las más pequeñas se apagaron rápidamente, pero las mayores continuaron brillando mientras el aire caliente las transportaba hacia las alturas. El arúspice estrechó las pupilas al observar el dibujo y se tomó el pulso para saber cuánto tardaba cada una en desaparecer.
Al final vio una imagen de Romulus.
A Tarquinius se le quedó el aire encerrado en el pecho.
El joven soldado parecía preocupado e inseguro. Brennus estaba a su lado y no poseía su habitual expresión jovial. Ambos llevaban los cascos de bronce con penacho e iban vestidos con la cota de malla completa; tenían los
scuta
alzados y llevaban una jabalina preparada en el puño derecho. Quedaba claro que no estaban ni mucho menos cerca de la seguridad que podía ofrecerles el fuerte. El paisaje que los rodeaba era incierto, todo rasgo distintivo quedaba cubierto por la nieve. Había también otros legionarios, por lo menos una o dos centurias.
Tarquinius frunció el ceño.
Un rápido destello rojo contrastó con el paisaje blanco. Y luego otro.
Las formas desaparecieron antes de identificarlas. ¿Estandartes de batalla? ¿Jinetes? ¿O eran sólo fruto de su imaginación? El arúspice se quedó con una sensación de malestar. Se inclinó más hacia el fuego y se concentró con todas sus fuerzas.
Y dio una sacudida hacia atrás, por la repugnancia.
La habitación de un barracón inundada de sangre.
¿Qué significaba aquello?
La imagen desapareció cuando el tronco se partió en dos. Al caer las dos partes, se oyó un suave crepitar. El centro del fuego llameó con más fuerza al apoderarse del nuevo combustible y despidió una nueva oleada de chispas.
Hacía ya tiempo que Tarquinius había aprendido a dejar pasar las escenas perturbadoras y confusas. Muchas veces no podían interpretarse, por lo que no tenía demasiado sentido preocuparse. Se relajó, complacido por el movimiento de la chimenea. De aquello saldría algo útil. Moviendo los labios en silencio, centró toda su atención en lo que estaba viendo.
Un guerrero parto iba sentado a horcajadas en un caballo, presa del pánico por el ataque de un elefante enfurecido. Aquel hombre tenía el rostro vuelto, por lo que no logró reconocerlo. Detrás de él se libraba una batalla entre legionarios romanos y un enemigo de tez oscura con todo tipo de armas extrañas.
El arúspice estaba intrigado por el jinete y la apariencia fantasmagórica de las huestes. Concentrado en intentar comprender lo que se le mostraba, no oyó que se abría la puerta detrás de él.
—¿Vahram? —musitó—. ¿Eres Vahram?
—¿Qué acto de brujería estás tramando?
Tarquinius se quedó inmóvil al oír la voz del
primus pilus
. Entonces cayó en la cuenta de que no había echado el cerrojo a la puerta. «La autocomplacencia mata», pensó sombríamente. Era algo que había enseñado a Romulus y, sin embargo, ahí estaba él cometiendo ese error. Sin mirar atrás, Tarquinius empujó con el atizador lo que quedaba de los troncos para colocarlos en la ceniza del fondo de la chimenea. Faltos de aire, se consumirían rápido. No hubo más chispas.
—Estaba vigilando el fuego —repuso.
—¡Mentiroso! —susurró Vahram—. Has pronunciado mi nombre.
Tarquinius se puso en pie y se giró para situarse frente al
primus pilus
, que iba acompañado de un trío de guerreros musculosos armados con lanzas. Y cuerdas. Esa noche Vahram iba en serio.
—¡Pacorus se despertará! —dijo en voz alta, maldiciendo el hecho de no haberse guardado sus pensamientos.
—Déjalo estar. —Vahram sonrió, pero su rostro no transmitía ningún sentido del humor—. No queremos molestarlo innecesariamente.
«Se está saliendo con la suya —pensó el arúspice alarmado—. Y mi comentario le ha dado más argumentos.»
—Ha sido un día muy largo —dijo, alzando la voz todavía más—. ¿Verdad que sí, señor?
El comandante no movió un solo músculo.
Tarquinius intentó acercarse a la cama, pero Vahram le impidió el paso.
—No te hagas el listo conmigo, ¡arrogante hijo de puta! —Para entonces, el robusto parto estaba rojo de ira—. ¿Qué has visto?
—Ya os lo he dicho —respondió Tarquinius seriamente, con ganas de que el
primus pilus
lo creyera. ¿Quién sabía de qué era capaz?—. Nada.
Vahram adoptó una actitud gélida. Todos los del campamento sabían que el arúspice no era un charlatán. Pacorus y Tarquinius se habían cuidado mucho de no contarle a nadie la falta de resultados de su aruspicia. A ojos del
primus pilus
, aquello era sencilla y llanamente obstrucción.
—Muy bien —dijo. Al final la ira pesó más que el miedo. Chasqueó los dedos hacia los guerreros—. ¡Atadlo!
Tarquinius se estremeció.
Enseguida le ataron las muñecas, le colocaron una mordaza de cuero en la boca y se la sujetaron en la nuca. ¿Era aquél el motivo por el que aquella noche era distinta?, pensó Tarquinius con amargura. No había tenido ni idea de que aquello pasaría. Las gruesas cuerdas le raspaban la piel, le rasgaban la carne; pero respiró hondo para dominar el dolor y se dejó llevar. Aquello no era más que el principio. Lo que estaba por venir sería peor.