Fabiola enseguida había notado las miradas de varios indeseables que rondaban por allí. Ninguno se parecía a Scaevola, sin embargo notaba el revuelo del temor en su interior. Aquél no era el momento de permitir que ocurriera una estupidez. Volvió sobre sus talones y se tranquilizó. Tal vez también fuera una tontería esperar encontrar al adivino misterioso. No obstante, la revelación sobre la última adivinación relacionada con Gemellus tenía que ser algo más que mera coincidencia. Durante el viaje hacia el norte, había contemplado una y otra vez la posibilidad de que el desconocido que llamaba a la puerta de Gemellus fuera Romulus.
Fabiola enseguida se reencontró con sus vasallos. Docilosa, con la cara sudorosa por la subida, estaba roja de indignación ante el imprudente comportamiento de su señora. Nada de lo que decía alteraba las acciones de Fabiola, así que riñó a los guardas sin compasión por quedarse rezagados. Los nueve hombres musculosos pusieron ojos de cordero degollado y arrastraron los pies por el suelo. Hasta los recién incorporados habían aprendido a no discutir con ella. Divertida, Fabiola corrió hacia su destino, segura de que Docilosa la protegía.
El espacio abierto que tenía delante estaba dominado por una enorme estatua de mármol de Júpiter desnudo, el rostro barbudo pintado con el característico rojo de la victoria. En los días triunfales, había que levantar un andamio para embadurnarle todo el cuerpo con la sangre de un toro recién sacrificado. Aquel día, aparte del rostro carmesí, la hermosa estatua tallada tenía un color blanco más apagado y natural. Su posición, en lo más alto de la colina Capitolina, se había elegido a propósito. La mayor parte de la ciudad se desparramaba a sus pies, justo bajo la imperiosa mirada de Júpiter. En otros espacios abiertos como el Foro Romano y el Foro Boario, los ciudadanos podían alzar la vista y reconfortarse con su presencia: Júpiter
Optimus Maximus
, el dios estatal de la República que todo lo ve.
El enorme templo de tejado dorado que había detrás resultaba igual de impresionante; el pórtico triangular de terracota decorada se sustentaba sobre tres hileras de seis columnas pintadas, todas ellas de la altura de diez hombres. Se trataba de la antesala aireada y espaciosa de la tríada de imponentes
cellae
, o cámaras sagradas. Cada una de ellas estaba dedicada a una única deidad: Júpiter, Minerva y Juno. Por supuesto, la de Júpiter estaba en el centro.
En la parte trasera se extendía un vasto complejo de santuarios menores, escuelas y aposentos para los sacerdotes. Cada día acudían miles de ciudadanos a rendir culto, pues era el centro religioso más importante de Roma. Fabiola lo veneraba y estaba convencida de notar un aura de poder característico en el interior de las
cellae
. Los etruscos, fundadores de la ciudad, eran quienes habían construido originariamente las salas alargadas y estrechas enlucidas. Un pueblo al que los romanos habían aplastado.
Se le arrugó la nariz. El aire despedía un fuerte olor a incienso y mirra, y a excrementos de animales en venta para ser sacrificados. Los gritos de vendedores ambulantes y comerciantes se mezclaban con los conjuros de arúspices que realizaban adivinaciones. Los corderos atados balaban lastimosamente, las gallinas apelotonadas en jaulas de mimbre tenían la mirada perdida en la distancia. Las prostitutas ligeras de ropa lanzaban miradas ensayadas y seductoras a cualquier hombre que les pusiera los ojos encima. Los acróbatas saltaban y hacían volteretas mientras los encantadores de serpientes tocaban la flauta, tentando a sus criaturas a salir de las vasijas de barro que tenían delante. Los vendedores de comida ofrecían pan, vino y salchichas calientes desde sus pequeños puestos. Los esclavos vestidos con sólo un taparrabos estaban repantigados junto a las literas, con el cuerpo empapado en sudor tras la empinada subida. Tendrían tiempo de descansar un rato mientras sus amos rezaban. Los niños chillaban riendo y correteaban por entre los pies de los hombres mientras se perseguían.
Aunque aquello era más agradable que las estrechas callejuelas, la inquietud se respiraba en el ambiente. Ocurría lo mismo en toda Roma. A su llegada, a Fabiola le había sorprendido la sensación palpable de amenaza. Había muy poca gente por la calle, menos puestos con los productos desparramados hasta en la calzada y más tiendas tapiadas en aras de la seguridad. Incluso el número de pedigüeños había menguado. Pero el indicio más claro de que había problemas eran los numerosos grupos de hombres de aspecto peligroso en muchos rincones. Debían de ser el motivo por el que nadie salía a la calle. En vez de los típicos palos y cuchillos, casi todos llevaban espada. Fabiola también había visto lanzas, arcos y escudos; muchos hombres incluso llevaban armadura de cuero o cota de malla. Un buen número de ellos tenía los brazos o las piernas vendados, prueba fehaciente de una reciente pelea. La ciudad siempre había estado llena de ladrones y criminales, pero Fabiola nunca los había visto congregados en tal cantidad, a la luz del día. Armados como soldados.
En comparación con una población rural como Pompeya, la capital siempre resultaba algo más peligrosa. Sin embargo, aquel día era considerablemente distinto, como si fuera a estallar una guerra en cualquier momento. Su recién ampliada colección de nueve guardaespaldas empezó a parecerle insuficiente, así que Fabiola se puso la capucha de la capa para no llamar la atención. Mientras avanzaban a toda prisa, se fijó en que los distintos aposentos tenían todo el aspecto de estar controlados por dos grupos diferentes; sospechaba que eran los de Clodio y Milo, un político renegado y un ex tribuno. Por suerte, la relación entre ambos bandos se consideraba mala, el aire se llenaba de insultos subidos de tono en las calles que delimitaban las fronteras de su territorio. Los pocos transeúntes que caminaban a paso ligero parecían interesar poco tanto a unos como a otros.
Quedaba claro que la situación se había deteriorado considerablemente desde su marcha hacía tan sólo cuatro meses, cuando Brutus se había mostrado tan preocupado que se la había llevado de Roma. Todo había empezado con el vacío político generado tras los escándalos que habían hecho retrasar las elecciones y acusar formalmente a numerosos políticos de corrupción. Clodio Pulcro, el vergonzoso noble convertido en plebeyo, no había tardado en aprovecharse de la situación. Reunió a sus bandas callejeras y empezó a controlar la ciudad. Poco convencido, su viejo rival Milo respondió de modo similar y reclutó gladiadores para procurarse la ventaja militar. Enseguida se produjeron refriegas, que intimidaban a los nobles y sembraban el terror entre los ciudadanos de a pie. Hasta Pompeya habían llegado espantosos rumores que giraban en torno a una sola palabra: anarquía.
Fabiola no había prestado demasiada atención a las habladurías; en la seguridad del latifundio, le habían parecido irreales. Aquí, en Roma, era imposible negar lo evidente. Brutus tenía razón. Con Craso muerto y César en la lejana Galia, había pocas figuras prominentes capaces de poner coto a los crecientes desórdenes sociales. El político y gran orador Catón podría haber sido una de ellas, pero carecía de tropas que lo respaldasen. Cicerón, otro senador poderoso, hacía tiempo que había quedado fuera de juego por ciertas intimidaciones. Cuando se había pronunciado en contra de la brutalidad de las bandas, Clodio no había tardado en ponerlo en su lugar colgando carteles por el Palatino en los que se especificaban sus crímenes contra la República. A los ciudadanos les encantaban tales deshonras públicas y la popularidad de Clodio creció aún más. Los políticos eran incapaces de dominar la situación. Roma necesitaba un puño de hierro, alguien que no temiera emplear la fuerza militar.
Hacían falta César o Pompeyo.
Pero César estaba atrapado en la Galia. Mientras tanto, Pompeyo iba ganando tiempo con astucia, permitiendo que la situación se descontrolara hasta que el Senado le pidiera ayuda. El general más famoso de la República ansiaba popularidad constantemente, y salvar a la ciudad de las bandas sanguinarias le otorgaría un renombre sin precedentes. O eso decían los rumores que corrían por las calles de Roma.
Fabiola se dio cuenta de que, para estar a salvo, necesitaría más protección que las moles que caminaban pesadamente tras ella. Enseguida le vinieron a la cabeza dos hombres: Benignus y Vettius, los porteros del Lupanar, serían la base ideal para su cuerpo de seguridad. Eran luchadores callejeros diestros y duros y, gracias al oficio que había ejercido con anterioridad, sumamente leales a ella. Jovina, la propietaria del prostíbulo, siempre se había negado a venderle a la pareja, pero encontraría la manera de convencer a esa vieja arpía. Tal vez tuviera una revelación en el templo.
Muy a su pesar, los adivinos congregados en el exterior del santuario parecían ser el grupo habitual de mentirosos y charlatanes. Fabiola los distinguía a leguas de distancia. Vestidos con túnicas andrajosas, a menudo descuidados a propósito y con unos gorros de cuero y pico romo encasquetados en las cabezas grasientas, los hombres confiaban en unas pocas artimañas ingeniosas. Los largos silencios, la observación minuciosa de las entrañas de los animales que sacrificaban y el buen ojo que tenían para captar los deseos de los clientes funcionaban de maravilla. A lo largo de los años había visto picar el anzuelo a innumerables personas; les prometían todo lo que pedían y se quedaban sin sus escasos ahorros en cuestión de minutos. Desesperados por recibir una señal de aprobación divina, pocos parecían percatarse de lo ocurrido. En la coyuntura económica actual, el trabajo no abundaba, los alimentos eran caros y las oportunidades de mejora personal escasas y muy espaciadas en el tiempo. Si bien César se hacía inmensamente rico gracias a las ganancias de sus campañas y Pompeyo ni siquiera podría gastar en vida todo lo que había saqueado, la vida del ciudadano medio era lo bastante miserable para garantizar pingües beneficios a los adivinos.
Fabiola no confiaba en tales hombres. Había aprendido a confiar sólo en sí misma y en Júpiter, el padre de Roma. Descubrir que existía un verdadero arúspice, alguien capaz de predecir el futuro, había sido toda una novedad. Con la esperanza de encontrar al desconocido armado que Corbulo había mencionado, Fabiola pasó por entre el grupo formulando preguntas, sonriendo y repartiendo monedas aquí y allá.
Su búsqueda de nada sirvió. Ninguna de las personas a las que preguntó tenía conocimiento alguno sobre el hombre al que buscaba. Entusiasmados ante la perspectiva de hacer negocio con una dama rica, la mayoría negó haberlo visto jamás. Cansada de las adivinaciones que le ofrecían, Fabiola se desplazó a las escaleras del templo y se quedó allí un rato sentada con el semblante abatido, observando el ir y venir de la muchedumbre. Sus guardas estaban al lado, comiendo la carne y el pan que Docilosa había comprado. Para tenerlos contentos, también había comprado a cada uno un vaso pequeño de vino aguado. Docilosa era una buena ama, pensó Fabiola. Gritaba cuando hacía falta y recompensaba con regularidad a sus subordinados.
—¿No va a entrar a hacer una ofrenda, señora?
Sorprendida al ver que se dirigían a ella, Fabiola bajó la vista y vio a un hombre manco que la observaba desde el primer escalón. Era un lugar apropiado para pedir una moneda a los devotos cuando entraban al templo. Se trataba de un hombre de mediana edad, bajo y robusto y con el pelo muy corto que vestía una andrajosa túnica militar. La
phalera
de bronce solitaria que le colgaba del pecho era un recordatorio orgulloso del servicio que el lisiado había prestado en las legiones. Del hombro derecho le colgaba una correa con una navaja en una funda gastada de cuero. En Roma, todo el mundo necesitaba armas para defenderse. Tenía una mirada directa y de admiración, aunque nada amenazadora.
—Tal vez —repuso Fabiola—. Antes esperaba encontrar a un adivino de verdad. En Pompeya no hay ninguno.
El veterano soltó una risotada.
—¡Aquí tampoco encontraréis a ninguno! —exclamó.
Al darse cuenta de la interacción, uno de los hombres de Fabiola dio un paso adelante y se llevó la mano a la espada. Ella le indicó con sequedad que se mantuviera al margen. Aquel veterano no representaba peligro alguno.
—Ya veo —suspiró ella. Había sido un poco ilusa al pensar que alguien con quien Gemellus se había encontrado hacía varios años seguiría allí—. Probablemente no exista ninguno.
—Es mejor no confiar en nadie, señora —aconsejó el lisiado con un guiño—. Hasta los dioses son caprichosos. Está claro que últimamente han desertado hasta de la República.
—¡Cuánta razón tienes, amigo! —se quejó un hombre gordo con una túnica mugrienta.
Bien vestidos o harapientos, todos parecían compartir la misma opinión. Fabiola tomó nota. La situación en Roma era más grave de lo que parecía. Aquellas gentes parecían realmente preocupadas. Intranquila, miró de nuevo al veterano.
—Por lo que a mí respecta, no me he perdido ni uno de los días festivos consagrados a Marte en los últimos diez años. ¡Y sin esto! —Agitó el muñón ante ella.
Fabiola chasqueó la lengua.
—¿Cómo fue? —quiso saber.
—Luchando contra Mitrídates en Armenia —respondió orgulloso. De repente ensombreció el semblante—: Y ahora tengo que mendigar para llevarme algo a la boca cada día.
Ella se llevó la mano al bolso de inmediato.
—Guardaos vuestro dinero, señora —masculló el hombre—. Seguro que os ha costado ganarlo.
Fabiola frunció el ceño. Había hecho el comentario como si conociese su vida.
—¡Explícate! —espetó ella.
El hombre se sonrojó de vergüenza y se quedó callado unos instantes mientras Fabiola lo miraba de hito en hito.
—No muchos clientes dejan propina, ¿verdad? —dijo al final.
Fabiola se quedó helada. Era inevitable que ciertos hombres de Roma la reconocieran, pero no esperaba que ocurriera tan pronto. Y los veteranos de bajo rango no eran los clientes habituales del burdel. No era usual que pudieran pagar los altos precios del prostíbulo. Así pues, ¿cómo la conocía?
—¿Qué quieres decir? —exigió con dureza.
El lisiado bajó la mirada.
—Solía sentarme enfrente del Lupanar, antes de que la zona se volviera demasiado peligrosa. Os vi salir muchas veces con aquel portero enorme. Benignus, se llamaba, ¿verdad?
—Entiendo. —No podía negarlo.
—Era imposible no reparar en vuestra belleza, señora.