Entonces la masa de gente que estaba en torno mío avanzó con irresistible empuje. D. Mauro y Restituta clavaron las uñas en las mangas del vestido de Inés, que se les escapaba; pero un jirón de tela se quedó en sus manos e Inés en mis brazos. Miré a la derecha, y vi entre una aglomeración de cabezas el coleto de D. Mauro y el moño de doña Restituta, que huían llevados como despojos de naufragio sobre la espuma de aquel mar alborotado. Estábamos solos.
Inés y yo nos abrazamos y el gentío comprimiéndose después, estrechaba a Inés contra mí, como si de nuestros dos cuerpos hubiera querido hacer uno solo.
—Estamos solos, Inés —le dije—. Ahora podremos hablarnos y vernos.
En efecto, estábamos solos. Yo no veía ni Rey ni pueblo, ni guardia Imperial, ni balcones, ni quitasoles, ni abanicos, ni capas, ni gorras, ni flores, ni nada: yo no veía más que a Inés, e Inés no veía más que a mí. Aprisionados entre un pueblo inmenso, nos creíamos en un desierto. Olvidamos que existía un Rey recién coronado, y una nación alegre, y una ciudad feliz, y una multitud ebria, y no pensamos más que en nosotros mismos. No oíamos nada: el clamor de la gente, los vivas, los mueras, las felicitaciones, aquella borrachera de entusiasmo no producía en nuestros oídos más impresión que el vuelo de un insignificante insecto.
—Gracias a Dios que nos han dejado solos —dijo Inés estrechándose más contra mí.
—¡Inés de mi corazón! —dije yo—, cuánto deseaba hablarte. ¡Cuántas cosas tengo que decirte! Tus tíos se han ido y no volverán, y si vuelven no estaremos aquí. Somos libres; oye lo que voy a decirte. Estamos fuera de esa maldita casa, Inés mía, y serás feliz y rica y poderosa y tendrás todo lo que es tuyo.
—Yo no tengo nada —me contestó.
—Sí: tú no sabes un cuento que yo te voy a contar, un cuento que sé y que me hace feliz y desgraciado al mismo tiempo.
—¿Qué estás diciendo, loquillo?
—Que tú no eres lo que pareces. Yo te devolveré a tus padres, que son muy ricos.
—¿Padres? ¿Acaso yo tengo padres?
—Sí: tú no eres hija de doña Juana. Pero esto te lo explicaré en otra ocasión. ¡Ah!, amiga mía: estoy alegre y estoy triste, porque deseo que seas feliz, y rica y señora y poderosa y duquesa y princesa; pero al mismo tiempo considero que cuando llegues al puesto que te corresponde no me has de querer.
—No entiendo una palabra de lo que dices.
—Ya veremos. Tú no me querrás. ¿Cómo has de querer a un desgraciado como yo, sin padres, sin fortuna, sin educación? Te avergonzarás de mí, que soy un criado, un infeliz de las calles… pero ¡ay!, no temas, que yo te llevaré a donde debes estar, y te pondré en tu verdadero puesto, y serás lo que debes ser. Yo no quiero nada para mí. Dime: ¿me dejarás que sea tu criado y que viva en tu casa lo mismo que vivo ahora mismo en la de tus condenados tíos?
—De veras te digo que pareces un loco, Gabriel. Esto me recuerda cuando tú decías que ibas a ser ministro, generalísimo y príncipe. Yo no tengo esas ideas.
—No es lo mismo, niñita. Aquello era una necedad mía, y esto es cierto. Ya no volveremos a casa de los Requejos. Huiremos por la calle de Alcalá cuando se despeje, buscando refugio en Aranjuez, hasta tanto que yo te lleve a donde debo llevarte. Aunque sé que no lo has de cumplir, júrame que me querrás siempre.
—Yo no necesito jurarlo. Prométeme tú no decir disparates —dijo ella, mientras la presión de la embriagada multitud estrechaba su cabeza contra mi pecho.
—No son disparates. Pronto te convencerás de ello; ¿pero me querrás siempre como me quieres ahora? ¿No te avergonzarás de mí, no me despreciarás? ¿Seré siempre para ti lo mismo que soy ahora, tu único amigo, tu salvación y tu amparo?
—Siempre, siempre.
Al pronunciar estas palabras, Inés sintió que la cogían un pie.
Miró ella, miré yo, y vimos que clavaba en el pie sus flacos dedos una mano correspondiente a un brazo negro, que extendiéndose entre las piernas de los circunstantes, estaba unido al cuerpo de Restituta, quien estiraba el otro brazo hasta tocar la mano que pertenecía a una de las extremidades de don Mauro Requejo, el cual D. Mauro Requejo, colocado como a dos varas de nosotros, pugnaba por abrirse paso entre piernas de hombre y faldas de mujer, recibiendo aquí una pisada, allá una coz. Sucedió, que encontrándose los dos hermanos tan separados de nosotros, perdían el tino buscándonos, y mientras ella se encaramaba anhelando divisar por algún lado nuestras cabezas, él a causa de su corpulencia alcanzó a distinguir mi gorro.
Forcejeaban hasta alcanzarnos, cuando doña Restituta cayó al suelo; diole D. Mauro la mano, y ella alargó la otra para asir el pie de Inés, temiendo que en un nuevo vaivén o sacudimiento se le escapara. Nuestro proyecto de fuga quedó frustrado, y ambos Requejos hicieron presa en los olivares de Jaén, asiéndoles cada uno por un brazo para estar más seguros.
—¡Pobrecita mía! —dijo D. Mauro—. Creímos que te nos perdías. Si no es por ti, Gabriel, se nos pierde.
A causa del revolcón quedaron ambos hermanos tan lastimosamente magullados, que daba compasión verles. Del casaquín de mi amo se habían hecho dos, sin intervención de ningún sastre, y su hermana veía con ojos furibundos los flotantes jirones de su vestido negro, rasgado de arriba abajo.
—¿Ves? —decía Restituta a su hermano al regresar a la casa—. ¿Ves lo que sacamos de ir a donde nadie nos llama? Has perdido un guante… ¡lástima de guante, que costó un dineral en el Rastro! ¿Pues y la casaca? Ya tengo costura para tres días… ¡Sí, que está barata la seda!… Y tú, niña, ¿has perdido algo? ¡Ay! ¿Dónde está mi pañuelo? ¿Pues y mi pañuelo? ¡Lo he perdido!… ¡Dios me favorezca!… ¡Jesús mil veces! ¡Y yo que le eché tres gotas de agua de bergamota!
Transcurrieron muchos días desde aquel, famoso por la entrada de nuestro soberano, sin que se alterara con ningún accidente la uniformidad de la casa de los Requejos.
Largo tiempo estuve sin poder hablar con Inés, aunque vivíamos tan cerca el uno del otro; pero el encierro en que la guardaba Restituta era cada vez más inaccesible, y la vigilancia llegó a ser un acecho implacable. D. Mauro estaba furioso algunas veces, otras triste, y sin duda en su rudeza no dejaba de comprender que era incapaz de hacerse amar por Inés. Su cólera no podía menos de derivarse de la conciencia de su brutalidad. Si no hubiera mediado el ambicioso interés, que era su alma, quizás D. Mauro habría sido naturalmente afable y hasta cariñoso con la que pasaba por su sobrina; pero la falta de educación, de delicadeza, de modales y de sentido común le perdía, haciéndole no sólo aborrecible sino espantoso a los ojos de la misma a quien deseaba interesar.
Las dificultades para sacar a Inés del poder de los Requejos aumentaban de día en día con la suspicaz vigilancia de Restituta; pero esto no me desanimaba, y firme en mi honrado propósito, procuré por todos los medios posibles conquistar la benevolencia de los dos hermanos, fingiendo en mí gustos e inclinaciones iguales a las suyas. Yo aspiraba a una empresa más difícil que las doce de Hércules; aspiraba a conquistar el inexpugnable castillo de su confianza, donde jamás entrara persona alguna.
Para llegar a este fin, principié fingiéndome mezquino y avaro, cual si me consumiera, como a ellos la mísera pasión del ahorro en su último delirio. Un día después de haber barrido los pasillos y cuartos, me ocupaba en reunir el polvo y la tierra, recogiendo y guardando aquellos ingredientes en un gran cucurucho. Como esta operación la hacía yo de modo que doña Restituta me observase, preguntome un día cuál era mi objeto, y le contesté:
—Pues qué, señora, ¿se ha de desperdiciar esta sustancia alimenticia?
—¿Cómo? ¿El polvo y la basura de los ladrillos, con las telarañas de los techos y el lodo de los zapatos forman una sustancia alimenticia?
—Ya lo creo; y me asombra que Vd. no sepa que hay en Madrid un jardinero francés que compra todo esto para criar unas endemoniadas yerbas farmacéuticas, que han inventado ahora.
—¿Qué me dices, Gabriel? Pues yo no sabía nada.
—Pues cuando yo estaba en la casa del señor duque de Torregorda, la señora duquesa vendía esto todas las semanas, y por un paquete así, le daban sus cuatro cuartos como cuatro soles.
Ella se regocijaba tanto con esto, que cuando yo, después de arrojar a un muladar el paquete, volvía entregándole los cuatro cuartos de mi fingida venta, me decía:
—Eres un chico de disposición, Gabriel: no he conocido otro como tú.
También fingía vender los cráneos de carnero que allí se consumían con frecuencia, los huesos de toda clase de frutas, los pedazos de papel, los cascos de vidrio, y hasta los pezones de los higos pasados, diciéndole que un boticario los compraba para hacer cierta droga venenosa. Cuando llegó el 20 de abril, y me dieron los diez reales de mi salario, dije a doña Restituta:
—Señora, ¿para qué quiero yo todo ese dineral? Puesto que tengo todas mis necesidades satisfechas y no me falta nada, guárdemelo, y si algún día salgo de esta bendita casa (lo que ojalá no suceda nunca), me lo entregará junto. Guardadito quiero que esté como oro en paño, y primero me dejaré cortar las orejas que consentir en el gasto de un maravedí.
—¡Ay, Gabriel! —me contestó rebosando satisfacción—, no he visto nunca un chico como tú. Bien es verdad que no en vano se pisa esta casa, donde reinan el orden y la economía. Eres un rapaz de provecho; si sigues trabajando, a vuelta de diez años tendrás reunidos sesenta duros, y si siempre persistes en tan buenas ideas, llegarás al fin de tu vida… (pongamos que vives sesenta años más…) con un capital de 360 duros que tendrás guardaditos y los enterrarás antes de morirte, para que ningún heredero holgazán se divierta con tu dinero.
Con estas y otras artimañas me hacía querer de mis amos, hasta el punto de que confiaban mucho en mí; pero a pesar de todo no logré nunca adquirir la confianza suprema, que consistía para mí en ser encargado de la custodia de Inés, mientras ellos estaban fuera. ¡Ay!, cuando alguna vez permitían los hados que doña Restituta se ahuyentara del hogar doméstico, siempre era depositario de todas las llaves, el impasible, el mecánico, el glacial mancebo.
Pero he hablado poco de este personaje, cuando en realidad debiera ocuparnos mucho, y urge dar de él completa idea. Juan de Dios era sin género de duda un excéntrico, pues también en aquella época había excéntricos. Un hombre que no habla, que ignora lo que es risa, que no da un paso más de los necesarios para trasladarse al punto donde están la pieza de tela que ha de vender, la vara con que la ha de medir, y la hortera en que ha de guardar el dinero; un hombre que en todas las ocasiones de la vida parece una máquina cubierta con la humana piel para remedar mejor nuestra libre, móvil e impresionable naturaleza, ha de llevar dentro de sí algo ignorado y excepcional. Sin embargo, al poco tiempo de conocer yo a Juan de Dios, ocurrió algún percance en el misterioso engranaje de las piezas de aquel mueble animado.
Por aquellos días D. Mauro y doña Restituta habíanse comunicado con asombro su extrañeza por las frecuentes distracciones de Juan de Dios. Juan de Dios que en veinte años no se equivocara nunca midiendo o contando, contaba y medía como un mancebillo recién venido de la Alcarria. Aún había algo más alarmante. Juan de Dios se paseaba por la tienda sin hacer nada, lo cual era tan extraordinario como el choque de un planeta con otro; Juan de Dios preguntaba al parroquiano si quería
poplín
,
cotepalis, organdís, madapolanes
o
muselinetas
, y en vez de traer lo pedido, daba media vuelta, rascándose la cabeza, iba a la trastienda, y salía después a preguntar de nuevo, porque se le había olvidado. Al mismo tiempo Juan de Dios estaba más amarillo y más flaco, lo cual parecía imposible al que en sus buenos tiempos le hubiese conocido, y su mirada, siempre mortecina y tristona como la llama de un candil que se apaga, indicaba últimamente una resignación, un dolor que no son susceptibles de descripción ni pintura.
Un día salieron los amos, encargándole como de costumbre, la custodia de la casa. Inés, encerrada en su aposento, habló conmigo como Tisbe al través del muro, y en mi desesperación, no pudiendo ni verla, ni sacarla de allí, discurrí que convenía explorar el corazón del mancebo, por si era posible ablandarle, para que protegiera nuestra fuga. Bajé a la tienda, y después que hablamos un poco de cosas indiferentes, dije a Juan de Dios:
—¿No es un dolor, Sr. D. Juan, que esa muchacha se muera de tristeza en ese cuartucho? ¿Por qué no la dejan suelta por la casa? ¿Acaso es alguna fiera?
Advertí en el semblante del mancebo, un como estremecimiento o vislumbre, después pareció que la poca sangre de su cuerpo se le agolpaba en la frente, y me habló así:
—Gabriel, tienes razón. ¿Por qué la encierran así siendo tan buena y tan humilde?… Ya estará libre… —dijo Juan de Dios, como hablando consigo mismo.
Estas palabras despertaron mucho mi curiosidad, y resolví hacerle hablar sobre el asunto, fingiendo poco interés por la muchacha.
—Verdad es —dije— que como está tan mal criada…
—¡Mal criada! —exclamó el dependiente con viveza—. Tú sí que eres un mal criado y un bruto. Cuando la veo tan dulce, tan modesta, tan guapa, me da lástima que… Aquí la tratan de un modo que da compasión…
—Pero los amos son muy buenos con ella; la han comprado un vestido, y D. Mauro quiere que sea su mujer.