Van Helsing, echó atrás las mantas y encontró un enjambre de asquerosas ratas que chillaban desgarrándole la piel y arrancándole trocitos sanguinolentos. Reptaban por todo su cuerpo. Van Helsing pateó y gritó, apartándolas. Una rata blanca, con los ojos de un rojo encendido y dientes afilados, le subió por el pecho buscándole el cuello. Cogió a la repugnante criatura y la lanzó al otro lado de la habitación, donde chocó contra la pared explotando en una fuente de sangre.
Al fin, encontró fuerzas para saltar de la cama, pero el temor y la adrenalina fueron demasiado para él. Su corazón se detuvo. Se agarró el pecho y cayó al suelo. El dolor era tan inmenso que se le desencajó la mandíbula. Ya ni siquiera podía gritar. Van Helsing buscó el pastillero en la mesita de noche. Lo aplastó una nueva oleada de tormento y cayó hacia atrás. El abrazo de la Parca era fuerte esta vez.
Después de incontables minutos, se dio cuenta de que las ratas habían desaparecido. Que ya no le mordían las piernas. Sin embargo, las sombras de la habitación aún se movían; y ahora sabía que las ratas habían sido simplemente el preludio.
Por un momento, a través del dolor, Van Helsing sintió un oscuro placer. Al final había llegado la batalla. Reuniendo fuerzas, se lanzó hacia la mesilla; tiró las gafas al buscar el pastillero. Las sombras ahora se fusionaron, se alzaron en un tornado espiral y se hizo añicos la mesilla. El pastillero cayó al suelo. Los aullidos ensordecedores de los lobos envolvieron a Van Helsing; parecían no venir de ningún sitio y de todos al mismo tiempo.
Van Helsing se enfrentó a lo que bien podría ser la última decisión de su vida. El pastillero o las armas, ¿qué debía coger antes?
La sombra oscura casi había llegado al techo cuando empezó a tomar una forma tridimensional, una figura que lentamente se hacía más nítida en la sombra opaca. Van Helsing se estaba quedando sin tiempo. Con las últimas fuerzas, tomó la decisión. Apoyando las manos contra la cama que tenía detrás, se impulsó hacia la mesa cubierta de armas. Si iba a morir se llevaría por delante a su demonio.
La figura en la sombra había tomado forma humana. La mano de Van Helsing se hallaba a escasos centímetros de la ballesta cargada en la mesa. Antes de que pudiera agarrar el mango, un brazo en sombras se alargó y volcó la mesa por los aires. Las armas se esparcieron fuera del alcance de Van Helsing.
Era el fin. Rodó sobre su espalda esperando el final. No le quedaba nada. Su otrora poderoso corazón se había rendido antes que su voluntad.
El aullido se hizo más alto cuando las sombras se abatieron sobre Van Helsing.
—Perdón, amigos míos —susurró—. Les he fallado.
Los aullidos fueron
in crescendo
, como si saludaran la victoria de su señor. El enigmático atacante se lanzó hacia delante y Van Helsing gritó. Esperaba que su corazón se parara a tiempo de ahorrarle el dolor, pero al final la Parca fue tan sádica como cruel. Van Helsing aún estaba vivo cuando sintió que los colmillos le desgarraban el cuello.
M
ina necesitaba encontrar a Quincey al precio que fuera. No había recibido respuesta a ninguno de los telegramas que le había enviado al profesor Van Helsing. Era muy posible que se encontrara sola en su búsqueda. Quincey estaba en algún sitio, desprotegido y vulnerable. Y Báthory era una fuerza mucho más siniestra que cualquiera a la que se hubiera enfrentado antes.
Tras coger la llave de hierro que guardaba escondida en el tocador, se apresuró a bajar al sótano, a la habitación adyacente a la despensa. Mina puso la llave en la cerradura oxidada y trató de girarla. Como no quería que Quincey encontrara lo que contenía aquella estancia, la cerradura no se había abierto en veinticinco años y se resistía tercamente a sus atenciones. Mina lo intentó otra vez, con más determinación. La llave seguía sin girar.
—¡Maldita sea!
Con ese estallido de frustración se oyó un ruidoso crujido. La puerta se abrió. Mina se quedó desconcertada al ver que la parte del marco que rodeaba la cerradura estaba rota. Al principio se asustó por su aparente fuerza, pero enseguida se dio cuenta de que la madera se había podrido por la humedad.
Con la linterna que había llevado consigo, Mina se aventuró en la oscura sala. En un estante, junto con recuerdos mohosos y olvidados, estaba la vieja caja que él y Jonathan habían llevado a la batalla en Transilvania. Después de ser testigo de la descomposición de la puerta, no debería haberle sorprendido el triste estado de la vieja caja de madera. Al abrir la tapa se le cayó el alma a los pies. La Biblia estaba impregnada de agua; el ajo y el acónito estaban podridos; el contenido de las botellas se había evaporado hacía tiempo; los cuchillos se habían oxidado; el mazo y las estacas de madera adornadas con cruces doradas estaban resquebrajadas o en descomposición. En una ocasión habían confiado sus vidas al contenido de aquella caja. Ahora estaba tan próxima a su extinción como la valerosa banda de héroes.
Mina volvió corriendo al estudio para coger la única arma de cierta utilidad que quedaba en la casa. Físicamente no era rival para Báthory. Necesitaría un arma potente si ella y Quincey querían tener alguna posibilidad. Su mano agarró la katana, la espada ceremonial japonesa grabada que Jonathan había recibido como regalo de uno de sus clientes.
Jonathan Harker
Alianza anglojaponesa
30 de enero de 1902
Con las prisas, Mina desenvainó la katana sin cuidado, echando el brazo atrás y golpeándose el codo en los estantes de caoba que había tras ella. Haciendo una mueca de dolor, dejó caer la espada instintivamente.
Crac.
Mina se volvió y vio que había aplastado el borde de los estantes de madera noble con el codo. Se levantó la manga y se examinó el brazo. Apenas había sentido dolor, pero la herida ya se estaba hinchando, amoratada. Se miró el corte en la mano. Su piel estaba desgarrada y la sangre manaba de un modo constante. Sin embargo, apenas sentía dolor.
¿La sangre de Drácula le estaba dando poder? ¿Después de tantos años? ¿Sería la sangre de Báthory? Qué ironía que ella hubiera hecho que la lucha entre ellas acabara por ser más interesante.
Miró a su alrededor y vio el pisapapeles de cristal decorado en la esquina de la mesa. Lo cogió y apretó. Nada.
Lo intentó otra vez con todas sus fuerzas. Nada. ¿Podía ser que lo ocurrido con el estante fuera una casualidad? Maldición.
Mina aplastó el globo en la mesa, una vez más con frustración. Para su asombro, el globo se hizo pedazos. Mina abrió la mano. Tenía astillas de cristal clavadas en la carne de la palma de la mano, cubiertas de sangre. Pero una vez más apenas sentía dolor.
Por primera vez en semanas, Mina sonrió.
¿Por qué ese poder no se le había revelado antes? Nunca había sido dada a estallidos de rabia. Sin embargo, ahora, cuando más necesitaba la fuerza, ahí la tenía. Fuera cual fuese la razón, tenía que estar segura de cómo invocar su recién hallada fuerza para que fuera un arma eficaz contra Báthory.
Mina colocó las manos a ambos lados del gran escritorio de caoba, recordando a los dos enormes mozos que tanto se habían esforzado para meterlo en la casa. Respiró hondo y trató de levantarlo. Sus brazos se agitaron, pero el descomunal escritorio no se movió.
Cerrando los ojos, imaginó a Báthory; pensó en cómo aquella vil criatura había entrado en su casa y la había violado. Su ira creció, pero el escritorio siguió sin moverse. «Dejad que los niños se acerquen a mí.» Mina levantó el escritorio y le dio la vuelta. El escritorio cayó sobre el suelo de madera dura y causó un gran estruendo. Mina lo miró, desconcertada. Tenía que controlar esa fuerza que surgía de ella, necesitaba gobernarla.
Alguien llamó a la puerta del estudio e interrumpió el curso de sus pensamientos.
—Disculpe, señora —dijo Manning desde fuera del estudio—, pero hay un caballero en la puerta que desea hablar con usted.
Mina tenía que tomar el próximo tren a Londres para encontrar a su hijo: no podía pasar ni una noche más desprotegido. No tenía tiempo para protocolarias visitas de condolencia.
—Lo lamento mucho, Manning, pero debo pedirle que le diga que se vaya. Dígale que todavía no estoy de humor para tener compañía. Estoy segura de que lo entenderá.
—Le he dicho que no deseaba que la molestaran, pero me ha dado su tarjeta y ha insistido en que querría recibirlo.
No quería que Manning viera el desastre que había ocasionado en el estudio; entreabrió la puerta y cogió la pequeña tarjeta de color marfil. Casi se le cayó al leer aquel nombre.
—¿Debo decirle que se vaya? —preguntó Manning.
—No. —Si estaba allí, es que se trataba de algo importante. Se miró la mano ensangrentada: «No ha de saber nada de esto»—. Llévelo al salón. Que me espere mientras me pongo presentable. Me reuniré con él allí.
Lord Godalming había visto alejarse a Quincey. El joven quería quedarse solo, cosa que le iba bien para sus propósitos. Necesitaba tiempo para digerir la información que habían obtenido en el piso de Seward. ¿Era posible que Drácula fuera Jack el Destripador? Holmwood apenas recordaba el otoño de 1888, cuando Londres vivía bajo la amenaza del terror. Él había estado inmerso en sus propios temores, pues tanto su padre como Lucy luchaban contra su frágil estado de salud. No podía creer que su enemigo siguiera, de algún modo, vivo. ¿Cómo podía ser? Luego estaban los asesinatos que seguían el patrón de los de Jack el Destripador y que se extendían por toda Europa oriental; no podían ser sólo coincidencias. No podía discutir la teoría de Quincey, ni pensar que alguien que no fuera Drácula pudiera haber matado a Jonathan empalándolo en medio de Piccadilly sin esfuerzo ni testigos. Si de verdad Drácula había regresado a Inglaterra, estaban todos en grave peligro. Había que avisarlos. Aun así, se sentía reacio a contactar con Mina Harker. Drácula podría haber venido a vengarse de ella; o Mina podría haber sucumbido finalmente a sus encantos ahora que ya no la ataba su matrimonio. La mente de Mina siempre había sido un rompecabezas de contradicciones. Holmwood no podía aventurar una hipótesis sobre cuál sería su reacción a la noticia de que Drácula aún estaba vivo. A pesar de sus preocupaciones, decidió hacer lo más honorable. Mina tenía que conocer todos los hechos; después, lo que decidiera hacer con aquella información dependía de ella. Por desgracia, las consecuencias afectarían a todos.
El criado condujo a Holmwood al salón tras cogerle el abrigo.
—¿Desea una copa? —preguntó el anciano mayordomo.
—No, gracias.
Holmwood se distrajo con las fotografías expuestas sobre la repisa de la chimenea, sobre todo con la imagen de la familia Harker, tomada una Navidad de hacía ya muchos años, cuando Quincey aún era pequeño. Su rabia empezó a hervir de nuevo cuando comparó cómo habían salido parados de aquella aventura lejana. Él había perdido a Lucy, y cualquier opción de felicidad en su vida. En contraste, después de su terrible experiencia en Transilvania, Mina había podido recuperar su vida, al hombre al que amaba, habían tenido un hijo, habían formado una familia. Sus ojos vagaron hacia una fotografía enmarcada de Lucy y Mina. Era un sacrilegio que estuviera allí. Al fin y al cabo, Jonathan y su bufete habían organizado los preparativos para traer a Drácula a Inglaterra. De este modo, inadvertidamente o no, Mina había conducido al demonio hasta Lucy. Él había clavado una estaca en el corazón de su amada, mientras que Mina se había acostado con el demonio que había destruido a Lucy. ¡Cómo osaba exhibir su retrato! La rabia y el resentimiento amenazaban con desbordarse. Cuando la puerta se abrió, se preparó para desatar su rabia contra Mina. Pero cuando la vio se quedó petrificado. Era como si hubiera retrocedido en el tiempo. A pesar de los años que habían pasado, aquella mujer estaba exactamente igual que la última vez que la había visto. Por un instante, Holmwood casi esperó que Lucy entrara detrás de Mina, como siempre hacía antes de que pasara todo aquello… El recuerdo del esqueleto de Lucy volvió a él de un modo espantoso. Lucy estaba muerta, se había podrido, igual que su corazón. Al contemplar a Mina, comprendió por qué Jonathan Harker se había dado a la bebida: había tenido que vivir con una mujer que era un recordatorio constante de su tragedia compartida.
Se fijó en el traje de luto de Mina Harker, un vestido de mujer mayor. Al menos tenía la cordura de avergonzarse de sí misma.
—El tiempo ha sido generoso contigo, señora Harker —dijo, haciendo poco por ocultar el sarcasmo en su voz.
—Veo que tú tampoco has cambiado, lord Godalming —replicó Mina con amabilidad.
—Te seré sincero, volver a ese lugar no me es nada placentero.
—Si has venido para expresar tus condolencias, considéralo un deber cumplido; puedes marcharte. —Mina se volvió hacia la puerta.
—Espera.
Ella vaciló.
Desafiar abiertamente a una mujer tan testaruda no era una buena idea, así que procuró moderar su tono.
—He venido aquí para advertirte. Por increíble que pueda sonar, tengo razones para creer que aquel al que creímos muerto y enterrado podría seguir no muerto.
Mina simplemente ladeó la cabeza sin rastro del shock que esperaba.
—Mi querido Arthur, siempre tratando de actuar como es debido, aunque se te revuelva el estómago al hacerlo.
¿A qué estaba jugando?
—No me trates como a Jack Seward. Sabes que no soy dado a teorías extravagantes —dijo.
—Sé que aún me odias. Lo noto en tu voz. Estás en tu derecho. Pero no desconfíes de mí. Recuerda que fui yo quien os condujo a Drácula. Yo mantuve mi juramento.
—Por eso estoy aquí, por nada más. Soy culpable de muchas cosas, Mina. Pero de lo que más me arrepiento es de haber interpretado las advertencias de Jack como los delirios de un loco. —Sacó un recorte que había cogido de la colección de cartas y se lo arrojó.
Cuando ella lo cogió, reparó en el vendaje que tenía en la mano.
—¿Qué te ha ocurrido?
—Rompí una copa —contestó ella rápidamente, prestando atención al recorte de periódico. Al cabo de un momento, levantó la mirada, desconcertada—. Esto es sobre Jack el Destripador.
—Mira los detalles de los crímenes. El primer asesinato en Londres se produjo el 31 de agosto de 1888. Sólo una semana después de que el
Demeter
fondeara en las costas de Whitby. El último crimen registrado se produjo el 9 de noviembre de 1888, el día antes de que Drácula eludiera nuestra captura y se retirara a Transilvania.