—Mi condesa envía su amor inmortal —gruñó el vampiro al clavar los colmillos en la garganta de su presa.
Mina había conocido el beso de amor de un vampiro. Eso era algo diferente. Aquella bestia quería arrancarle la garganta de cuajo.
—¡No! —gritó ella.
Después de todo lo que había soportado, no iba a permitir que la mataran ahora, cuando más la necesitaba Quincey.
Una nueva rabia se apoderó de Mina. Aquella fuerza recién descubierta empezó a circular por sus venas. La bestia que había permanecido dormida en su sangre, la sangre de Drácula, durante tanto tiempo se había liberado de repente. El latido de su corazón se aceleró de un modo que ella nunca antes había experimentado, y la sangre fluyó por sus venas como si tuviera una mente propia, fortaleciendo sus músculos con una fuerza y una velocidad sobrenaturales. Antes de que la mujer de blanco le desgarrara el cuello, y antes de ser plenamente consciente de lo que estaba ocurriendo, Mina se sacudió de encima a su atacante. El vampiro de cabello oscuro voló por los aires, describiendo un grácil arco para terminar golpeándose contra una farola de hierro. La mujer de blanco impactó en los adoquines con un espantoso ruido y la farola se partió en dos en una explosión de chispas. La mitad superior de la farola cayó sobre el vampiro y la aplastó.
Mina miró con incredulidad sus propias manos.
Levantó la cabeza justo a tiempo de ver que la mujer de blanco se quitaba de encima la farola con la misma facilidad que si fuera una ramita; la lanzó hacia ella. Mina, sin pensarlo, se hizo a un lado, esquivando la farola con sorprendente agilidad. Corrió a por su espada, que ahora yacía en el suelo, al lado del carruaje. Mientras Mina agarraba el mango, desenvainaba el arma y giraba sobre sí misma en un movimiento fluido, la mujer de blanco se abalanzó sobre ella. Mina estiró el brazo con la espada cuando el vampiro se acercaba. La mujer de blanco gimió. Un reguero de sangre empezó a brotar de una herida abierta en la parte superior del pecho.
Maldición. Quería darle en la cabeza. Mina volvió a girar la katana: esta vez no fallaría. La espada cortó el aire con un siseo al inclinarse hacia el cuello del vampiro de cabello oscuro.
Con un horrendo gruñido como el de un animal salvaje, la mujer de blanco levantó la mano y cerró el puño en torno a la hoja de la katana. La sangre salpicó de una herida que llegaba hasta el hueso. La bestia giró la hoja ensangrentada del arma y la partió en dos. En un instante, Mina sintió que la empuñadura de la espada se le escapaba de los dedos y notó que los pies se le levantaban del suelo. La fuerza del vampiro la arrojó por los aires, y Mina chocó contra la rueda del carruaje. El eje de hierro le golpeó en los riñones. Cayó al suelo, boqueando: le faltaba aire en los pulmones.
—Luchas como un hombre —rio la mujer de blanco—. Pensaba que un príncipe habría elegido amar a una mujer más delicada.
Mina pugnó por recuperar el aliento.
—No todas las mujeres son esclavas de sus amos.
La mujer de blanco rugió, ofendida. En un momento estaba quieta y al instante siguiente era una imagen borrosa. El vampiro saltó con una velocidad sorprendente sobre ella. Era el momento de matar.
La imagen de su príncipe oscuro apareció ahora en la mente de Mina; había pánico en su rostro cuando le gritó:
—¡Muévete!
En el segundo que tardó en alcanzarla la mujer de blanco, Mina perdió el control de su cuerpo. Era como si la sangre de Drácula en sus venas estuviera respondiendo a la orden de su general. Mina observó su propia mano agarrando el bastón roto de Holmwood y sosteniéndolo delante de ella como un lancero que se enfrentara a una carga de caballería. El vampiro iba demasiado deprisa para frenar su impulso: su corazón se empaló en el extremo roto y afilado del bastón. La sangre helada salpicó el rostro y las manos de Mina, que sintió escalofríos por todo el cuerpo. El victorioso rugido de la mujer de blanco se transformó en un lamento demoniaco.
—¿Cómo…? —intentó decir con voz ronca, incrédula.
—¿Tu señora no te advirtió? ¡Soy la puta adúltera de Drácula! —dijo Mina.
Hizo girar en el aire a la mujer de blanco y la aplastó contra el lateral del edificio. Los ladrillos se astillaron por el impacto y el vampiro se desplomó en el suelo.
Cuando sus ojos se cerraron para siempre, su rostro recuperó la forma humana.
Drácula la había salvado, pero también había matado a su marido. Mina no sabía cómo sentirse. Al volver sobre sus pasos y encontrarse con el cochero de Arthur Holmwood muerto, se preguntó si, en lo más profundo, ella era tan asesina como el príncipe vampiro.
Los gritos y las campanas que repicaron en Wellington Street irrumpieron en sus pensamientos. ¡Quincey! Mina quitó el bocado al semental que guiaba el tiro. Al cuerno las formalidades, no era momento para eso.
Se subió las faldas, pasó la pierna por encima del lomo desnudo del caballo y montó al animal. Se agarró a las crines, Mina pateó las ijadas del caballo con los talones y galopó hacia el Lyceum Theatre, guiando al gran semental entre la multitud presa del pánico. No se detuvo por nada. El caballo se paró violentamente al acercarse al teatro en llamas. Mina debería haber salido propulsada, pero una vez más su fuerza la salvó. Se abrió camino hasta los escalones del edificio, pero era inútil. El fuego había reventado el techo, salpicando el suelo de ascuas, como si la noche estuviera dominada por un enjambre de luciérnagas.
Varios bomberos intentaban contener a un hombre que no paraba de gritar.
—¡Arthur!
Holmwood los apartó, y bajó tambaleándose por la escalinata hacia ella. Había lágrimas en sus ojos cuando negó con la cabeza, con una pálida expresión de completa derrota. Sólo una vez antes había visto esa expresión en su rostro. El corazón de Mina se sobresaltó aún más.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde está mi hijo? ¿Dónde está Quincey?
Arthur Holmwood nunca se había echado atrás ante un reto, pero ni siquiera pudo sostenerle la mirada a Mina.
—Mina, lo siento. Quincey se ha ido —dijo con la voz quebrada.
S
e ha dicho que no hay mayor dolor para un padre o una madre que sobrevivir a su propio hijo. Arthur Holmwood, que no tenía heredero, pensaba que nunca tendría que pasar por eso. Ahora, observó impotente el dolor de Mina. Como la mujer de Lot, se quedó petrificada, incapaz de dar la espalda al teatro en llamas. Estaba completamente paralizada. La luz se apagó de sus ojos. Imaginó que su corazón se había convertido en piedra. Por más rabia que Arthur pudiera haber sentido hacia ella, nunca le habría deseado esa tragedia. Quería a aquel muchacho más de lo que estaba dispuesto a admitir. El joven era imprudente, pero también lo había sido él a esa edad. Había esperado que el destino librara a Quincey de la fatalidad que había deparado a su padre y a Jack. La fatalidad que parecía ser el sino de todos ellos.
La brigada de bomberos empujó hacia atrás a la multitud, ahora silenciosa. Los bomberos habían enrollado sus mangueras y las bombas de agua habían detenido su labor. No había nada más que hacer, salvo esperar el inevitable final.
Holmwood agarró como pudo a su semental para apartar a Mina del peligro. La miró, y se le ocurrió una idea aterradora. ¿Sería tan imbécil de arrojarse al fuego para estar con su hijo? Caminando al lado de Mina, la observó con el rabillo del ojo, tratando de calibrar sus intenciones.
Antes de haber dado una docena de pasos, Mina señaló a la entrada y gritó:
—¡Quincey!
Holmwood estaba seguro de que Mina había cruzado el umbral de la locura. Se volvió y él también contempló esa visión asombrosa. Allí estaba Quincey Harker, tambaleándose detrás de una cortina de llamas. Hubo un horrible y ruidoso desgarro de madera astillada que empezó en el techo. Aparecieron fisuras en las paredes exteriores del teatro. La estructura se derrumbó sobre sí misma. Mina desmontó rápidamente del caballo. Holmwood subió saltando los escalones del teatro, llegando a la entrada justo al mismo tiempo que Quincey. El joven se hallaba cubierto de hollín. Su abrigo estaba en llamas y parecía desconcertado.
Holmwood lo agarró por las solapas del abrigo y lo arrastró.
—¡Quincey, corra!
Empujó al joven para que bajara los escalones; acto seguido saltó para salvar su propia vida justo en el momento en que el resto del tejado del edificio cedía. La muchedumbre gritó. Una nube espesa de humo negro y asfixiante se levantó de los escombros. Sólo la fachada griega del teatro permaneció en pie.
Mina apagó el abrigo en llamas de Quincey, luego se lo desgarró, buscando heridas.
—Quincey, ¿estás herido?
El muchacho temblaba hasta la médula. No respondió, no tenía que hacerlo. No había ni una sola marca en su piel.
Holmwood negó con la cabeza, no podía dar crédito a lo sucedido. Había visto las secuelas de decenas de batallas, los efectos de combates sangrientos en los cuerpos de jóvenes. Pero nunca había visto nada como eso. No era suerte: era un milagro.
Un hombre que llevaba un maletín de médico salió corriendo de entre la multitud, y enseguida se le unió un grupo de bomberos preocupados. Mina miró a Holmwood con una expresión de pánico. «No les dejes que vean a Quincey», pareció decirle.
Holmwood les salió al paso.
—Atrás. Todos.
Los hombres obedecieron. Él se volvió hacia Mina y Quincey y gritó:
—¡Hemos de largarnos de aquí!
Las lágrimas inundaron los ojos de Quincey.
—Está muerto… Basarab está muerto.
Holmwood no podía concederle a Quincey ni un momento para llorar. Oyó el grito de la multitud cuando ayudó a Quincey a ponerse en pie. Los que estaban más cerca de ellos vieron que no estaba herido. No quería darles la oportunidad de montar un espectáculo. Arrastró a Quincey lejos de las ruinas del teatro mientras Mina volvía a por el semental. Aunque la gente estaba perpleja por la asombrosa fuga de Quincey, Arthur Holmwood conocía perfectamente la razón. La apariencia juvenil de Mina era el resultado de beber la sangre de Drácula, y esa misma sangre, que había pasado a Quincey cuando estaba en la matriz de su madre, ahora corría por sus venas.
Se alejaron de la multitud, calle arriba. Por primera vez, Holmwood sintió un destello de esperanza. Drácula había cometido su primer error táctico. Si su sangre daba a Quincey el poder de curarse, el chico también podría haber heredado la fuerza física de Drácula. Podría haberle proporcionado una poderosa arma para que la utilizara contra él.
Cotford maldijo entre dientes. Desde que el cuartel de bomberos de Waterloo había cerrado dos años atrás, los bomberos de Scotland Yard andaban sobrecargados de trabajo. Constantemente estaban en las calles, con las furiosas campanas haciendo eco. Mientras los dos carruajes de la Policía avanzaban por Whitehall hacia el Strand, el cochero del carruaje de Cotford tuvo que apartarse varias veces para permitir el paso de las brigadas de bomberos. Daba la impresión de que todos los londinenses habían salido para ser testigos del incendio. Entre la brigada de bomberos y los peatones, las calles principales resultaban prácticamente infranqueables. Si el inspector quería llegar a su cita con el Destripador, sería mejor que él, Lee y el puñado de agentes armados que se les habían unido en la misión, encontraran un camino al Lyceum Theatre.
Nervioso e impaciente, Cotford se asomó por la ventanilla y miró atrás al otro carruaje de la Policía. También estaba retenido por el caos. Cotford gritó a los peatones que cerraban la calle.
—¡Dejen paso! ¡Muévanse!
Lee siguió el ejemplo del inspector y se asomó por la ventanilla opuesta.
—Asunto policial, ¡dejen paso!
Cotford maldijo al ver que el puente de Waterloo volvía a estar cerrado por obras.
—Gire a la izquierda —le gritó al cochero—. Subiremos por Saint Martin’s para alejarnos de la multitud y daremos la vuelta.
Cotford se hundió en su asiento con una sensación demasiado familiar en la boca del estómago: la misma sensación que había tenido cuando había tropezado en el bordillo, permitiendo que el Destripador escapara veinticinco años antes. Con la multitud y el rodeo, su cita con el asesino se retrasaría veinticinco minutos. Si las cosas iban mal esa noche, sabía que no volvería a tener otra oportunidad de equilibrar la balanza.
Empujada por la multitud, Mina se tragó las lágrimas mientras observaba que Arthur Holmwood se adelantaba con Quincey. Ansiaba desesperadamente consolar a su hijo. Casi lo había perdido esa noche; sin embargo, no podía encontrar una forma de expresar lo que estaba sintiendo.
—¿Qué está haciendo ella aquí? —le preguntó Quincey a Holmwood, todavía sin reconocer la presencia de Mina—. Pensaba que podía confiar en usted.
Con eso bastaba. Mina agarró a su hijo.
—Todavía soy tu madre. La única que tienes, y todavía te amo.
—¡No tenemos tiempo para riñas familiares! —dijo firmemente Arthur—. ¡Hemos de encontrar a Van Helsing! ¡Ahora!
Quincey había abierto la boca para protestar, pero Holmwood lo empujó adelante a través de la multitud. Ya habían perdido un tiempo precioso tratando de alcanzar Wellington Street. Aunque estaba a tiro de piedra del teatro en llamas, la intersección había quedado bloqueada por vehículos de bomberos y curiosos. Había sido como tratar de remar contra la corriente. Se vieron obligados a dar la vuelta y cruzar otra vez por delante del teatro en llamas. El caballo retrocedió con miedo y estuvo a punto de tirar a Mina. Holmwood se arrancó la corbata y cubrió los ojos del animal con ella, sujetándolo con fuerza. Siguieron hacia el norte mientras Quincey se explicaba:
—¿Me está diciendo que una condesa empezó este fuego para matar a Basarab? —preguntó Holmwood.
Quincey asintió con la cabeza.
Holmwood lanzó una mirada severa a Mina. Sabía exactamente lo que estaba pensando. La condesa Báthory, las muertes de Jonathan y de Seward y el telegrama de Van Helsing se resumían fácilmente: Drácula estaba vivo y había vuelto a Inglaterra. La otra posibilidad era demasiado terrible para contemplarla: Drácula conocía el secreto que ella le había ocultado e iba a reclamar lo que era suyo por el medio que fuera necesario, aunque implicara confabularse con Báthory y después matarla.
—¿Qué pasa? —preguntó Quincey, viendo el desconsuelo de su madre.
—Drácula está vivo. Aquí, en Londres…
—¡Mina Harker! ¡Arthur Holmwood! —gritó una voz familiar—. ¡No se muevan!