Drácula, el no muerto (32 page)

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Authors: Ian Holt Dacre Stoker

Tags: #Terror

BOOK: Drácula, el no muerto
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Las sirvientas de Báthory fueron condenadas a muerte por sus crímenes: se quemaron sus cuerpos y se esparcieron sus cenizas. Báthory fue juzgada y condenada. Sólo la influencia de su familia impidió que la quemaran en la hoguera. Se llegó a un acuerdo: cumpliría cadena perpetua.

Su familia lloró por ella. Había nacido rodeada de privilegios; Dios la había bendecido, y la habían considerado la mujer más hermosa de su época; sin embargo, ella lo había desperdiciado todo y pagaría por sus crímenes con una eternidad en el Infierno.

Una vez más, los recuerdos inconexos de Báthory invadieron la mente de Mina. Ahora sentía la presencia de otro hombre que había acudido en su auxilio. Aquel extraño había instigado un plan para su fuga. Báthory estaba aislada en una celda que tenía un solo agujero en la pared de ladrillo, cerca del suelo, a través del cual recibía los alimentos. Fue a través de ese agujero por donde le pasaron la carta de aquel segundo desconocido. Cuando Mina concentró sus pensamientos, vio que el texto estaba escrito en húngaro. La sangre de Erzsébet Báthory corría por sus venas, por lo que Mina pudo entender aquellas palabras.

La carta le decía que su sangre se había transmutado. Si un cuerpo humano era invadido por sangre de vampiro, el cuerpo resistía el veneno. Pero, cuando el cuerpo humano moría y ya no podía luchar, el veneno del vampiro tomaba el poder y transformaba su cuerpo en algo nuevo y mayor. La sangre de vampiro fluía por venas y arterias, y acababa por convertir al humano muerto en un no muerto. El corazón antes humano empezaba a bombear veneno de vampiro y el cuerpo renacía a una segunda vida de un inmenso poder. Sólo atravesando el corazón podía destruirse la fuente de veneno y matar al vampiro. En conclusión, la carta explicaba que el corazón de un vampiro latía tan lentamente que su ritmo era imperceptible para los mortales.

Finalmente, Mina comprendió lo que estaba ocurriendo en su propio cuerpo. Aunque la sangre de vampiro de Drácula residía en ella, su cuerpo vivo impedía que el veneno tomara el control absoluto. Sin embargo, el veneno, en cierto modo, ya había surtido efecto: le había dado a Mina la eterna juventud. Ahora, al mismo tiempo preocupada y movida por la curiosidad, se preguntó qué otros efectos tendría en su cuerpo la sangre de Drácula, y ahora la de Báthory. Al menos sentía alivio al pensar que, mientras viviera y su corazón humano continuara latiendo, nunca sería un auténtico vampiro.

Continuó leyendo. Después de que Báthory no hubiera comido en varios días, habían llamado a un médico. Éste se postró en el suelo y miró por el agujero practicado en la pared de ladrillo: vio que Báthory yacía inmóvil. Derribaron el muro. La encontraron sin latido ni respiración. Todo parecía indicar que estaba muerta. La sacaron al abrigo de la noche para evitar miradas curiosas, metida en un ataúd; después, la enterraron y la olvidaron.

Sin embargo, Mina podía sentir a Báthory rascando en su ataúd, cavando en la tierra, saliendo de su propia tumba. Una vez liberada, había desatado siglos de horrorosa maldad en el mundo. Mina se había enfrentado al mal antes, pero Báthory no era como Drácula. Drácula siempre tenía un propósito, una razón. Ese demonio mataba por placer. Carecía del más leve punto de compasión humana. Mina tenía más miedo del que jamás había sentido.

Estaba a punto de cerrar los libros y planificar su siguiente movimiento cuando una imagen captó su atención: una ilustración del árbol genealógico de Báthory. Examinó la genealogía. El abuelo de Báthory era Stephan Báthory, un famoso noble húngaro. ¿De qué conocía a ese nombre? Su dedo retrocedió por varias ramas del árbol de la familia de Stephan Báthory hasta que se encontró con el nombre de Helena Szilágyi. La mano de Mina tembló; un escalofrío le recorrió el cuerpo. Empezó a ver que Drácula y Báthory tenían un vínculo más profundo que su necesidad de sangre.

El marido de Helena Szilágy era Vlad Drácula III.

Stephan Báthory había luchado al lado del príncipe Drácula, y le había ayudado a reclamar su trono después de la muerte de su padre. Drácula, el príncipe oscuro de Mina, había tomado a la prima de Stephan como esposa para asegurar una alianza con el emperador del Sacro Imperio. Creía que era el guerrero sagrado de Cristo y que su matrimonio le ayudaría a unir las dos ramas del cristianismo en una gran fuerza contra los otomanos.

El oscuro desconocido. Mina comprendió que había visto el rostro de Drácula por una razón. Había sido el primo lejano de Erzsébet Báthory, Drácula, quien había acudido a rescatarla. El arte oscuro en el que la habían instruido era sin duda el beso del vampiro. ¿Cómo Drácula, que aseguraba ser un guerrero de Dios, podía haber contribuido a la creación de ese asesino demonio que era su prima Erzsébet Báthory? No lo podía entender.

No importaba cuál fuera la relación de Drácula con Báthory, o con el segundo hombre que había entregado la nota, una cosa era segura: Drácula había salvado a Báthory de una vida infernal y ella había creado su propio infierno después de la vida.

Gracias a su sueño, Mina sabía que Báthory había asestado el golpe mortal a Drácula. Pero ¿por qué? Los recuerdos inundaron de nuevo a Mina y oyó las palabras que Báthory había dicho antes de clavar el cuchillo en el corazón de Drácula: «Me rechazas como a una zorra adúltera».

Mina comprendió, horrorizada, que ella había sido quien había precipitado la enemistad entre Drácula y Báthory. Eso la desconcertó. Tal vez Drácula y Báthory no fueran amantes, pero sin lugar a dudas sus vínculos eran profundos. Drácula había planeado huir con Mina, por lo que Báthory debía de haberse sentido traicionada; así pues, había albergado unos profundos celos hacia Mina durante todos esos años.

Por fin lo comprendió: Báthory estaba decidida a destruirla a ella y a todos aquellos que la habían apartado de Drácula. Una pregunta le acosaba: después de todos estos años, ¿qué había puesto en acción a Báthory? Mina sólo podía conjeturar que tenía algo que ver con Jack Seward. Seward tenía que haberse enterado de la existencia de Báthory. Ésa era la única posibilidad. Como sus amigos no habían hecho caso de sus advertencias, había buscado a Báthory por su cuenta y riesgo. Y solo no era rival para la condesa. Báthory debió de sentirse atacada, y aquello había propiciado que comenzara a cumplir su venganza.

Báthory no podía ser más oportunista. Aquella valerosa banda de héroes que habían sido, golpeados por el paso del tiempo y las penurias de la vida, era fruta madura que colgaba cerca del suelo, fácil de recoger. Al fin comprendió lo que había querido decir: «Tu hora ha llegado… Me llevaré lo que más amas. “Dejad que los niños se acerquen a mí”».

Sintió que la estancia daba vueltas a su alrededor al darse cuenta de la locura en la que Báthory estaba inmersa. La condesa pretendía vengarse como una plaga bíblica.

Mina tenía que encontrar a su hijo antes de que lo consiguiera.

35

Q
uincey subió tres tramos de escaleras hasta su habitación en Archer Street, en el Soho. El piso se alquilaba por un precio razonable y la zona estaba llena de actores, pintores y artistas.

Quincey recorrió el largo pasillo que llevaba a su habitación, situada junto al lavabo compartido. Las palabras de Van Helsing continuaban acosándolo. Se preguntó por qué nadie confiaba en él: ni sus padres, ni Arthur Holmwood. Quizá la confrontación en sí era una prueba, y Quincey había fracasado. Un anciano débil con bastón lo había vencido.

Quincey metió la llave en la cerradura y se dio cuenta de que la puerta estaba entornada, aunque recordaba perfectamente que la había cerrado. Había alguien dentro. Correr era inútil.

Si Drácula lo estaba esperando dentro, habría oído la llave en la cerradura. No había forma de que Quincey huyera de Drácula. Era el momento de demostrarse a sí mismo y a la banda de héroes que él era un hombre digno de respeto.

La puerta crujió cuando Quincey la abrió y miró en la oscuridad. Al otro lado de la habitación, la figura delgada y alta de un hombre se recortaba contra la ventana.

Reuniendo todo su valor, Quincey gritó:

—¿Quién es usted? ¿Qué está haciendo aquí?

Se oyó rascar una cerilla y se encendió una llama. Quincey distinguió la punta de un cigarro y luego humo. Su primer instinto fue echar a correr, pero eso era exactamente lo que su madre y Van Helsing habrían esperado de él. Se tragó su miedo y, dando un paso adelante, buscó el interruptor de la luz. La bombilla se encendió con un zumbido e inundó la habitación. El hombre alto del rincón de la habitación se hallaba de espaldas, mirando por la ventana a la calle de abajo.

Sin volverse, dijo:

—Buenas tardes, señor Harker.

Quincey reconoció la voz y también el cabello rubio y voluminoso.

—¿Lord Godalming?

Arthur Holmwood se volvió hacia él y señaló el arcón que se hallaba en el centro de la habitación y sobre el cual estaba la tarjeta que le había dado Quincey y que contenía su dirección. El hombre parecía pálido y cansado, y sus penetrantes ojos azules tenían una expresión ausente. Quincey se preguntó qué lo había inquietado tanto. No era de los que se asustaban fácilmente.

Holmwood arrojó la cerilla apagada a la chimenea y pasó su dedo enguantado de blanco por el polvo de la repisa. Lo levantó manchado. Su desaprobación por las condiciones de vida de Quincey era evidente.

—¿También ha venido de parte de mi madre para amenazarme? —le soltó Quincey.

Holmwood parecía sorprendido.

—Van Helsing me lo ha dejado muy claro —dijo Quincey. Se bajó la bufanda y mostró una marca sangrienta en su garganta.

—Durante mucho tiempo he considerado irreprochable a Van Helsing. Pero ahora ya no estoy tan seguro —suspiró.

Era un Arthur Holmwood muy diferente del hombre que Quincey había visto dos días antes. El joven se atrevió a aventurar una suposición:

—¿Ha venido a ayudarme?

Holmwood adoptó una expresión inmutable. Luego se volvió.

—Lucy se me apareció en un sueño y me abrió los ojos.

Aunque sonaba a locura, Quincey no dudó ni por un momento de la veracidad de lo que aquel hombre le estaba contando.

Holmwood miró hacia Piccadilly Circus.

—De un modo u otro, es hora de terminar lo que empecé hace veinticinco años.

Enderezó la espalda y levantó la cabeza. Inspiró profundamente, tensándose la tela del abrigo al ensanchar su musculosa espalda. De pronto pivotó sobre los talones como un soldado. Cuando volvió a mirar a Quincey, sus ojos tenían una expresión de feroz determinación.

—Si tiene razón, señor Harker, y Drácula está vivo de algún modo, entonces en este mismo momento usted y yo debemos jurar ante Dios que, cueste lo que cueste, debemos destruirlo de una vez y para siempre.

Su tono era tajante.

Por primera vez, Quincey tenía un claro aliado en su batalla contra Drácula. Era el momento de la acción. Sin vacilar, dijo:

—Juro ante Dios vengar a mi padre y ser testigo del final de Drácula.

Arthur Holmwood abrió la puerta de una hábil patada. Las ratas chillaron en la oscuridad. Holmwood encendió una linterna eléctrica. Quincey palpó la pared buscando el interruptor, pero su compañero le puso una mano en el hombro al entrar en la habitación desvencijada.

—Esto es Whitechapel. Aquí no hay luces eléctricas.

La linterna de Holmwood iluminó una lámpara de queroseno oxidada que había en el suelo. Le lanzó a Quincey su caja de cerillas y le hizo un gesto para que encendiera la lámpara. Al hacerlo, varias ratas se escabulleron de la luz, buscando los rincones oscuros.

Quincey fue incapaz de reprimir su asombro.

—¿Cómo podía vivir Jack Seward en un sitio así?

—Como he mencionado antes, estaba bastante loco.

Holmwood señaló al techo, de donde pendían símbolos de todas las religiones conocidas por la humanidad. Quincey reconoció el icono que tenía justo sobre su cabeza como la cruz de los rosacruces. El techo estaba empapelado de hojas arrancadas del Viejo y el Nuevo Testamento, de la Torá y el Corán. Quincey suponía que el doctor Seward estaba tratando de apostar sobre seguro; indudablemente quería que todos estuvieran de su lado.

Quincey examinó las paredes. Descubrió que las páginas de la Biblia estaban arrancadas de diferentes ediciones y de diversos idiomas. Su atención se fijó en las palabras garabateadas en… ¿era eso sangre? Se podía leer: «
Vivus est
».

—Vive —tradujo Quincey—. Dice que estaba loco. Quizá fuera más apropiada una palabra como «aterrorizado».

Holmwood no delató emoción alguna. Se acercó al colchón lleno de paja de Seward y dio unos golpes en los tablones del suelo con su bastón. Uno respondió con un sonido hueco.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Quincey.

—¿Sería lo bastante amable de pasarme ese escalpelo de la pared?

Quincey miró hacia el lugar al que señalaba Arthur. El cuchillo quirúrgico de Jack estaba clavado en la pared sujetando un viejo y amarillento recorte de periódico. Recuperó el cuchillo al tiempo que leía el titular desdibujado: «Jack el Destripador ataca de nuevo».

Quizá Seward estaba loco, pero del examen de las paredes emergía un patrón, temas recurrentes entre el caos: Drácula, Jack el Destripador, vampiros, religión y producciones de
Ricardo III

Un sonoro crujido hizo que Quincey volviera a poner su atención en Holmwood. Su compañero había colocado la punta del escalpelo en el borde de la tabla y estaba levantando la madera. Cuando hubo retirado la plancha, metió la mano bajo el suelo. Quincey se acercó. ¿Un compartimento secreto?

Holmwood sacó una caja fuerte de metal oxidado.

—¿Cómo sabía que estaba ahí?

Holmwood lanzó la caja contra la pared: el cierre se rompió y la caja se abrió ruidosamente. Cayeron viales de morfina e hidrato de cloral, un cinturón de cuero y jeringuillas. Todo rodó sobre el colchón.

—Aunque se vuelva loco, no abandonas a un hombre que luchó a tu lado en el campo de batalla. ¿Quién cree que pagaba sus hábitos? ¿Y esta habitación? —preguntó Holmwood.

Examinó el interior de la caja, pasando las puntas de los dedos por los bordes. La frustración le arrugó la cara. Al final lanzó la caja por la habitación; ésta resonó en el suelo.

—¡Maldición! Si a Cotford se le había pasado algo, estaba seguro de que estaría aquí.

Empezó a revolver la habitación, poniendo los muebles patas arriba y abriendo todos los cajones. A Quincey no le había sorprendido la anterior revelación de Holmwood: era un hombre de honor y su matrimonio lo mostraba. Deseoso de ayudar, Quincey levantó la linterna y examinó por sí mismo el compartimento secreto. Un montón de cucarachas se movían sobre algo blanco que estaba oculto bajo el suelo.

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