Authors: Benito Pérez Galdós
—Debe hacerse una revisión de los títulos de propiedad y ver si ha podido haber prescripción en esto —dijo Jacintito.
—¡Qué prescripción ni qué...! Esos infames no se reirán de mí. Supongo que la administración de justicia sea honrada y leal en la ciudad de Orbajosa...
—¡Oh, lo que es eso! —exclamó el letradillo con expresión de alabanza—. El juez es persona excelente. Viene aquí todas las noches... Pero es extraño que usted no tuviera noticias de las pretensiones del señor Licurgo. ¿No le han citado aún para el juicio de conciliación?
—No.
—Será mañana... En fin, yo siento mucho que el apresuramiento del señor Licurgo me haya privado del gusto y de la honra de defenderle a usted; pero cómo ha de ser... Licurgo se ha empeñado en que yo he de sacarle de penas. Estudiaré la materia con mayor detenimiento. Estas pícaras servidumbres son el gran escollo de la jurisprudencia.
Pepe entró en el comedor en un estado moral muy lamentable. Vio a doña Perfecta hablando con el Penitenciario, y a Rosarito sola, con los ojos fijos en la puerta. Esperaba sin duda a su primo.
—Ven acá, buena pieza —dijo la señora, sonriendo con muy poca espontaneidad—. Nos has insultado, gran ateo; pero te perdonamos. Ya sé que mi hija y yo somos dos palurdas incapaces de remontarnos a las regiones de las matemáticas donde tú vives; pero en fin... todavía es posible que algún día te pongas de rodillas ante nosotros, rogándonos que te enseñemos la doctrina.
Pepe contestó con frases vagas y fórmulas de cortesía y arrepentimiento.
—Por mi parte —dijo don Inocencio, poniendo en los ojos expresión de modestia y dulzura—, si en el curso de estas vanas disputas he dicho algo que pueda ofender al señor don José, le ruego que me perdone. Aquí todos somos amigos.
—Gracias. No vale la pena...
—A pesar de todo —indicó doña Perfecta, sonriendo ya con más naturalidad—, yo soy siempre la misma para mi querido sobrino, a pesar de sus ideas extravagantes y antireligiosas... ¿De qué creerás que pienso ocuparme esta noche? Pues de quitarle de la cabeza al tío Licurgo esas terquedades con que te piensa molestar. Le he mandado venir y en la galería me está esperando. Descuida, que yo lo arreglaré, pues aunque conozco que no le falta razón...
—Gracias, muchas gracias, querida tía —repuso el joven, sintiéndose invadido por la onda de generosidad que tan fácilmente nacía en su alma.
Pepe Rey dirigió la vista hacia donde estaba su prima, con intención de unirse a ella; pero algunas preguntas sagaces del canónigo le retuvieron al lado de doña Perfecta. Rosario estaba triste, oyendo con indiferencia melancólica las palabras del abogadillo, que instalándose junto a ella había comenzado una retahíla de conceptos empalagosos, con importunos chistes sazonada, y fatuidades del peor gusto.
—Lo peor para ti —dijo doña Perfecta a su sobrino cuando le sorprendió observando la desacorde pareja que formaban Rosario y Jacinto—, es que has ofendido a la pobre Rosario. Debes hacer todo lo posible por desenojarla. ¡La pobrecita es tan buena!...
—¡Oh, sí, tan buena! —añadió el canónigo—, que no dudo perdonará a su primo.
—Creo que Rosario me ha perdonado ya —afirmó Rey.
—Y si no, en corazones angelicales no dura mucho el resentimiento —dijo don Inocencio melifluamente—. Yo tengo algún ascendiente sobre esa niña, y procuraré disipar en su alma generosa toda prevención contra usted. En cuanto yo le diga dos palabras...
Pepe Rey sintiendo que por su pensamiento pasaba una nube.
—Tal vez no sea preciso —dijo con intención.
—No le hablo ahora —añadió el capitular— porque está embelesada oyendo las tonterías de Jacintillo... ¡Demonches de chicos! Cuando pegan la hebra, hay que dejarles.
De pronto se presentaron en la tertulia el juez de primera instancia, la señora del alcalde y el deán de la catedral. Todos saludaron al ingeniero, demostrando en sus palabras y actitudes que satisfacían, al verle, la más viva curiosidad. El juez era un mozalbete despabilado, de estos que todos los días aparecen en los criaderos de eminencias, aspirando recién empollados a los primeros puestos de la administración y de la política. Dábase no poca importancia, y hablando de sí mismo y de su juvenil toga, parecía manifestar enojo porque no le hubieran hecho de golpe y porrazo presidente del Tribunal Supremo. En aquellas manos inexpertas, en aquel cerebro henchido de viento, en aquella presunción ridícula, había puesto el Estado las funciones más delicadas y más difíciles de la humana justicia. Sus maneras eran de perfecto cortesano, y revelaba escrupuloso esmero en todo lo concerniente a su persona. Tenía la maldita maña de estarse quitando y poniendo a cada instante los lentes de oro, y en su conversación frecuentemente indicaba el empeño de ser trasladado pronto a
Madriz
, para prestar sus imprescindibles servicios en la secretaría de Gracia y Justicia.
La señora del alcalde era una dama bonachona, sin otra flaqueza que suponerse muy relacionada en la corte. Dirigió a Pepe Rey diversas preguntas sobre modas, citando establecimientos industriales donde le habían hecho una manteleta o una falda en su último viaje, coetáneo de la guerra de África, y también nombró a una docena de duquesas y marquesas, tratándolas con tanta familiaridad como a sus amiguitas de escuela. Dijo también que la condesa de M. (por sus tertulias famosa) era amiga suya y que el 60 estuvo a visitarla, y la condesa la convidó a su palco en el Real, donde vio a Muley-Abbas en traje de moro acompañado de toda su morería. La alcaldesa hablaba por los codos, como suele decirse, y no carecía de chiste.
El señor deán era un viejo de edad avanzada, corpulento y encendido, pletórico, apoplético; un hombre que se salía fuera de sí mismo por no caber en su propio pellejo, según estaba de gordo y morcilludo. Procedía de la exclaustración, no hablaba más que de asuntos religiosos, y desde el principio mostró hacia Pepe Rey el desdén más vivo.
Éste se mostraba cada vez más inepto para acomodarse a sociedad tan poco de su gusto. Era su carácter nada maleable, duro y de muy escasa flexibilidad, y rechazaba las perfidias y acomodamientos de lenguaje para simular la concordia cuando no existía. Mantúvose, pues, bastante grave durante el curso de la fastidiosa tertulia, obligado a resistir el ímpetu oratorio de la alcaldesa, que sin ser la Fama tenía el privilegio de fatigar con cien lenguas el oído humano. Si en el breve respiro que esta señora daba a sus oyentes, Pepe Rey quería acercarse a su prima, pegábasele el Penitenciario como el molusco a la roca, y llevándole aparte con ademán misterioso, le proponía un paseo a Mundogrande con el señor don Cayetano o una partida de pesca en las claras aguas del Nahara.
Por fin esto concluyó, porque todo concluye en este mundo. Retiróse el señor deán, dejando la casa vacía, y bien pronto no quedó de la señora alcaldesa más que un eco, semejante al zumbido que recuerda en la humana oreja el reciente paso de una tempestad. El juez privó también a la tertulia de su presencia, y por fin don Inocencio dio a su sobrino la señal de partida.
—Vamos, niño, vámonos que es tarde —le dijo sonriendo — . ¡Cuánto has mareado a la pobre Rosarito!... ¿Verdad, niña? Anda, buena pieza, a casa pronto.
—Es hora de acostarse —dijo doña Perfecta.
—Hora de trabajar —repuso el abogadillo.
—Por más que le digo que despache los negocios de día —añadió el canónigo—, no hace caso.
—¡Son tantos los negocios... tantos!... ¡pero tantos!...
—No, di más bien que esa endiablada obra en que te has metido... Él no lo quiere decir, señor don José; pero sepa usted que se ha puesto a escribir una obra sobre
La influencia de la mujer en la sociedad cristiana
y además una
Ojeada sobre el movimiento católico en
... no sé dónde. ¿Qué entiendes tú de
ojeadas
ni de
influencias?...
Estos rapaces del día se atreven a todo. ¡Uf... qué chicos!... Conque vámonos a casa. Buenas noches, señora doña Perfecta..., buenas noches, señor don José..., Rosarito...
—Yo esperaré al señor don Cayetano —dijo Jacinto— para que me dé el
Augusto Nicolás.
—¡Siempre cargando libros... hombre!... A veces entras en casa que pareces un burro. Pues bien, esperemos.
—El señor don Jacinto —dijo Pepe Rey— no escribe a la ligera y se prepara bien para que sus obras sean un tesoro de erudición.
—Pero ese niño va a enfermar de la cabeza, señor don Inocencio —objetó doña Perfecta—. Por Dios, mucho cuidado. Yo le pondría tasa en sus lecturas.
—Ya que esperamos —indicó el doctorcillo con notorio acento de presunción—, me llevaré también el tercer tomo de
Concilios.
¿No le parece a usted, tío?...
—Hombre, sí; no dejes eso de la mano. Pues no faltaba más.
Felizmente llegó pronto el señor don Cayetano (que tertuliaba de ordinario en casa de don Lorenzo Ruiz) y entregados los libros, marcháronse tío y sobrino.
Pepe Rey leyó en el triste semblante de su prima un deseo muy vivo de hablarle. Acercóse a ella, mientras doña Perfecta y don Cayetano trataban a solas de un negocio doméstico.
—Has ofendido a mamá —le dijo Rosario.
Sus facciones indicaban una especie de temor.
—Es verdad —repuso el joven—. He ofendido a tu mamá: te he ofendido a ti...
—No; a mí no. Ya se me figuraba a mí que el niño Jesús no debe gastar calzones.
—Pero espero que una y otra me perdonarán. Tu mamá me ha manifestado hace poco tanta bondad...
La voz de doña Perfecta vibró de súbito en el ámbito del comedor, con tan discorde acento, que el sobrino se estremeció cual si oyese un grito de alarma. La voz dijo imperiosamente:
—¡Rosario, vete a acostar!
Turbada y llena de congoja, la muchacha dio varias vueltas por la habitación, haciendo como que buscaba alguna cosa. Con todo disimulo pronunció al pasar por junto a su primo, estas vagas palabras:
—Mamá está enojada...
—Pero...
—Está enojada... no te fíes, no te fíes.
Y se marchó. Siguióle después doña Perfecta, a quien aguardaba el tío Licurgo, y durante un rato, las voces de la señora y del aldeano oyéronse confundidas en familiar conferencia. Quedóse solo Pepe con don Cayetano, el cual, tomando una luz, habló de este modo:
—Buenas noches, Pepe. No crea usted que voy a dormir, voy a trabajar... Pero ¿por qué está usted tan meditabundo? ¿Qué tiene usted?... Pues sí, a trabajar. Estoy sacando apuntes para un
Discurso-Memoria
sobre los
Linajes de Orbajosa...
He encontrado datos y noticias de grandísimo precio. No hay que darle vueltas. En todas las épocas de nuestra historia, los orbajosenses se han distinguido por su hidalguía, por su nobleza, por su valor, por su entendimiento. Díganlo sino la conquista de México, las guerras del Emperador, las
de Felipe contra herejes... ¿Pero está usted malo? ¿Qué le pasa a usted?... Pues sí, teólogos eminentes, bravos guerreros, conquistadores, santos, obispos, poetas, políticos, toda suerte de hombres esclarecidos florecieron en esta humilde tierra del ajo... No, no hay en la cristiandad pueblo más ilustre que el nuestro. Sus virtudes y sus glorias llenan toda la historia patria y aún sobra algo... Vamos, veo que lo que usted tiene es sueño: buenas noches... Pues sí, no cambiaría la gloria de ser hijo de esta noble tierra por todo el oro del mundo.
Augusta
llamáronla los antiguos,
augustísima
la llamo yo ahora, porque ahora, como entonces, la hidalguía, la generosidad, el valor, la nobleza son patrimonio de ella... Conque buenas noches, querido Pepe... se me figura que usted no está bueno. ¿Le ha hecho daño la cena?... Razón tiene Alonso González de Bustamante en su
Floresta amena
al decir que los habitantes de Orbajosa bastan por sí solos para dar grandeza y honor a un reino. ¿No lo cree usted así?
— ¡Oh!, sí, señor, sin duda ninguna —repuso Pepe Rey, dirigiéndose bruscamente a su cuarto.
E
n los días sucesivos, Rey hizo conocimiento con varias personas de la población y visitó el Casino, trabando amistades con algunos individuos de los que pasaban la vida en las salas de aquella corporación.
Pero la juventud de Orbajosa no vivía constantemente allí, como podrá suponer la malevolencia. Veíanse por las tardes en la esquina de la catedral y en la plazoleta formada por el cruce de las calles del Condestable y la Tripería, algunos caballeros que gallardamente envueltos en sus capas, estaban como de centinela viendo pasar la gente. Si el tiempo era bueno, aquellas eminentes lumbreras de la cultura
urbsaugustense
se dirigían, siempre con la indispensable capita, al titulado paseo de las Descalzas, el cual se componía de dos hileras de tísicos olmos y algunas retamas descoloridas. Allí la brillante pléyade atisbaba a las niñas de don Fulano o de don Perencejo, que también habían ido a paseo, y la tarde se pasaba regularmente. Entrada la noche, el Casino se llenaba de nuevo, y mientras una parte de los socios entregaba su alto entendimiento a las delicias del monte, los otros leían periódicos, y los más discutían en la sala del café sobre asuntos de diversa índole, como política, caballos, toros o bien sobre chismes locales. El resumen de todos los debates era siempre la supremacía de Orbajosa y de sus habitantes sobre los demás pueblos y gentes de la tierra.
Eran aquellos varones insignes lo más granado de la ilustre ciudad, propietarios ricos los unos, pobrísimos los otros; pero libres de altas aspiraciones todos. Tenían la imperturbable serenidad del mendigo, que nada apetece mientras no le falta un mendrugo para engañar al hambre y el sol para calentarse. Lo que principalmente distinguía a los orbajosenses del Casino era un sentimiento de viva hostilidad hacia todo lo que de fuera viniese. Y siempre que algún forastero de viso se presentaba en las augustas salas, creíanle venido a poner en duda la superioridad de la patria del ajo, o a disputarle por envidia las preeminencias incontrovertibles que Natura le concediera.
Cuando Pepe Rey se presentó, recibiéronle con cierto recelo, y como en el Casino abundaba la gente graciosa, al cuarto de hora de estar allí el nuevo socio, ya se habían dicho acerca de él toda suerte de cuchufletas. Cuando a las reiteradas preguntas de los socios contestó que había venido a Orbajosa con encargo de explorar la cuenca hullera del Nahara y estudiar un camino, todos convinieron en que el señor don José era un fatuo que quería darse tono inventando criaderos de carbón y vías férreas. Alguno añadió: