Authors: Benito Pérez Galdós
—Acabo de llegar y ya sé todo lo que tenía que saber; sé que te quiero, que eres la
mujer que desde hace tiempo me está anunciando el corazón, diciéndome noche y día... «ya viene, ya está cerca; que te quemas».
Esta frase sirvió de pretexto a Rosario para soltar la risa que en sus labios retozaba. Su espíritu se desvanecía alborozado en una atmósfera de júbilo.
—Tú te empeñas en que no vales nada —continuó Pepe— y eres una maravilla. Tienes la cualidad admirable de estar a todas horas proyectando sobre cuanto te rodea la divina luz de tu alma. Desde que se te ve, desde que se te mira, los nobles sentimientos y la pureza de tu corazón se manifiestan. Viéndote se ve una vida celeste que por descuido de Dios está en la tierra; eres un ángel y yo te adoro como un tonto.
Al decir esto parecía haber desempeñado una grave misión. Rosarito viose de súbito dominada por tan viva sensibilidad, que la escasa energía de su cuerpo no pudo corresponder a la excitación de su espíritu, y desfalleciendo, dejóse caer sobre una piedra que hacía las veces de asiento en aquellos amenos lugares. Pepe se inclinó hacia ella. Notó que cerraba los ojos, apoyando la frente en la palma de la mano. Poco después la hija de doña Perfecta Polentinos, dirigía a su primo, entre dulces lágrimas, una mirada tierna, seguida de estas palabras:
—Te quiero desde antes de conocerte.
Apoyadas sus manos en las del joven, se levantó y sus cuerpos desaparecieron entre las frondosas ramas de un paseo de adelfas. Caía la tarde y una dulce sombra se extendía por la parte baja de la huerta, mientras el último rayo del sol poniente coronaba de resplandores las cimas de los árboles. La ruidosa república de pajarillos armaba espantosa algarabía en las ramas superiores. Era la hora en que después de corretear por la alegre inmensidad de los cielos, iban todos a acostarse, y se disputaban unos a otros la rama que escogían por alcoba. Su charla parecía a veces recriminación y disputa, a veces burla y gracejo. Con su parlero trinar se decían aquellos tunantes las mayores insolencias, dándose de picotazos y agitando las alas, así como los oradores agitan los brazos cuando quieren hacer creer las mentiras que pronuncian. Pero también sonaban por allí palabras de amor; que a ello convidaban la apacible hora y el hermoso lugar. Un oído experto hubiera podido distinguir las siguientes:
—Desde antes de conocerte te quería, y si no hubieras venido me habría muerto de pena. Mamá me daba a leer las cartas de tu padre, y como en ellas hacía tantas alabanzas de ti, yo decía: «Éste debiera ser mi marido». Durante mucho tiempo, tu padre no habló de que tú y yo nos casáramos, lo cual me parecía un descuido muy grande. Yo no sabía qué pensar de semejante negligencia... Mi tío Cayetano, siempre que te nombraba decía: «Como ése hay pocos en el mundo. La mujer que le pesque, ya se puede tener por dichosa...». Por fin tu papá dijo lo que no podía menos de decir... Sí, no podía menos de decirlo: yo lo esperaba todos los días...
Poco después de estas palabras, la misma voz añadió con zozobra:
—Alguien viene tras de nosotros.
Saliendo de entre las adelfas, Pepe vio a dos personas que se acercaban, y tocando las hojas de un tierno arbolito que allí cerca había, dijo en alta voz a su compañera:
—No es conveniente aplicar la primera poda a los árboles jóvenes como éste, hasta su completo arraigo. Los árboles recién plantados no tienen vigor para soportar dicha operación. Tú bien sabes que las raíces no pueden formarse sino por el influjo de las hojas, así es que si le quitas las hojas...
—¡Ah!, señor don José —exclamó el Penitenciario con franca risa, acercándose a los dos jóvenes y haciéndoles una reverencia—. ¿Está usted dando lecciones de horticultura?
Insere nunc Melib&e piros, pone ordine vitis
, que dijo el gran cantor de los trabajos del campo. Injerta los perales, caro Melibeo, arregla las parras... ¿Conque cómo estamos de salud, señor don José?
El ingeniero y el canónigo se dieron las manos. Luego éste volvióse y señalando a un jovenzuelo que tras él venía, dijo sonriendo:
—Tengo el gusto de presentar a usted a mi querido Jacintillo... una buena pieza... un tarambana, señor don José.
J
unto a la negra sotana se destacó un sonrosado y fresco rostro. Jacintito saludó a nuestro joven, no sin cierto embarazo.
Era uno de esos chiquillos precoces a quienes la indulgente Universidad lanza antes de tiempo a las arduas luchas del mundo, haciéndoles creer que son hombres porque son doctores. Tenía Jacintito semblante agraciado y carilleno, con mejillas de rosa como una muchacha, y era rechoncho de cuerpo, de estatura pequeña tirando un poco a pequeñísima, y sin más pelo de barba que el suave bozo que lo anunciaba. Su edad excedía poco de los veinte años. Habíase educado desde la niñez bajo la dirección de su excelente y discreto tío, con lo cual dicho se está que el tierno arbolito no se torció al crecer. Una moral severa le mantenía constantemente derecho, y en el cumplimiento de sus deberes escolásticos apenas tenía pero. Concluidos los estudios universitarios con aprovechamiento asombroso, pues no hubo clase en que no ganase las más eminentes notas, empezó a trabajar, prometiendo con su aplicación y buen tino para la abogacía perpetuar en el foro el lozano verdor de los laureles del aula.
A veces era travieso como un niño, a veces formal como un hombre. En verdad, en verdad que si a Jacintito no le gustaran un poco, y aun un mucho, las lindas muchachas, su buen tío le creería perfecto. No dejaba de sermonearle a todas horas, apresurándose a cortarle los audaces vuelos; pero ni aun esta inclinación mundana del jovenzuelo lograba enfriar el mucho amor que nuestro buen canónigo tenía al encantador retoño de su cara sobrina María Remedios. En tratándose del abogadillo, todo cedía. Hasta las graves y rutinarias prácticas del buen sacerdote se alteraban siempre que se tratase de algún asunto referente a su precoz pupilo. Aquel método riguroso y fijo como un sistema planetario solía perder su equilibrio cuando Jacintito estaba enfermo o tenía que hacer un viaje. ¡Inútil celibato el de los clérigos! Si el Concilio de Trento les prohíbe tener hijos, Dios, no el Demonio, les da sobrinos para que conozcan los dulces afanes de la paternidad.
Examinadas imparcialmente las cualidades de aquel aprovechado niño, era imposible desconocer su mérito. Su carácter era por lo común inclinado a la honradez, y las acciones nobles despertaban franca admiración en su alma. Respecto a sus dotes intelectuales y a su saber social, tenía todo lo necesario para ser con el tiempo una notabilidad de estas que tanto abundan en España; podía ser lo que a todas horas nos complacemos en llamar hiperbólicamente un
distinguido patricio
, o
un eminente hombre público,
especies que por su mucha abundancia apenas son apreciadas en su justo valor. En aquella tierna edad, en que el grado universitario sirve de soldadura entre la puericia y la virilidad, pocos jóvenes, mayormente si han sido mimados por sus maestros, están libres de una pedantería fastidiosa que, si les da gran prestigio junto al sillón de sus mamás, es muy risible entre hombres hechos y formales. Jacintito tenía este defecto, disculpable no sólo por sus pocos años, sino porque su buen tío fomentaba aquella vanidad pueril con imprudentes aplausos.
Luego que los cuatro se reunieron, continuaron paseando. Jacinto callaba. El canónigo, volviendo al interrumpido tema de los
piros
que se habían de injertar y de las
vites
que se debían poner en orden, dijo:
—Ya sé que el señor don José es un gran agrónomo.
—Nada de eso; no sé una palabra — repuso el joven, viendo con mucho disgusto aquella manía de suponerle instruido en todas las ciencias.
—¡Oh!, sí; un gran agrónomo —añadió el Penitenciario—; pero en asuntos de agronomía no me citen tratados novísimos. Para mí toda esa ciencia, señor de Rey, está condensada en lo que yo llamo la
Biblia del campo,
en las
Geórgicas
del inmortal latino. Todo es admirable, desde aquella gran sentencia
Nec vero terr& ferre omnes omnia possunt
, es decir, que no todas las tierras sirven para todos los árboles, señor don José,hasta el minucioso tratado de las abejas, en que el poeta explana lo concerniente a estos doctos animalillos, y define al zángano diciendo:
—Ille horridus alterdesidia, lactamque trahens inglorius alvum
—Hace usted bien en traducírmelo —dijo Pepe riendo — , porque entiendo muy poco ellatín.
—¡Oh!, los hombres del día ¿para qué habían de entretenerse en estudiar antiguallas? —añadió el canónigo con ironía—. Además, en latín sólo han escrito los calzonazos como Virgilio, Cicerón y Tito Livio. Yo, sin embargo, estoy por lo contrario, y sea testigo mi sobrino, a quien he enseñado la sublime lengua. El tunante sabe más que yo. Lo malo es que con las lecturas modernas lo va olvidando, y el mejor día se encontrará que es un ignorante, sin sospecharlo. Porque, señor don José, a mi sobrino le ha dado por entretenerse con libros novísimos y teorías extravagantes, y todo es Flammarion arriba y abajo, y nada más sino que las estrellas están llenas de gente. Vamos, se me figura que ustedes dos van a hacer buenas migas. Jacinto, ruégale a este caballero que te enseñe las matemáticas sublimes, que te instruya en lo concerniente a los filósofos alemanes, y ya eres un hombre.
El buen clérigo se reía de sus propias ocurrencias, mientras Jacinto, gozoso de ver la conversación en terreno tan de su gusto, se excusó con Pepe Rey, y de buenas a primeras le descargó esta pregunta:
—Dígame el señor don José, ¿qué piensa usted del darwinismo?
Sonrió nuestro joven al oír pedantería tan fuera de sazón, y de buena gana excitara al joven a seguir por aquella senda de infantil vanidad; pero creyendo más prudente no intimar mucho con el sobrino ni con el tío, contestó sencillamente:
—No puedo pensar nada de las doctrinas de Darwin, porque apenas las conozco. Los trabajos de mi profesión no me han permitido dedicarme a esos estudios.
—Ya —dijo el canónigo riendo — . Todo se reduce a que descendemos de los monos... Si lo dijera sólo por ciertas personas que yo conozco, tendría razón.
—La teoría de la selección natural —añadió enfáticamente Jacinto—, dicen que tiene muchos partidarios en Alemania.
—No lo dudo —dijo el clérigo — . En Alemania no debe sentirse que esa teoría sea verdadera, por lo que toca a Bismarck.
Doña Perfecta y el señor don Cayetano aparecieron frente a los cuatro.
—¡Qué hermosa está la tarde! —dijo la señora—. Qué tal, sobrino, ¿te aburres mucho?...
—Nada de eso —repuso el joven.
—No me lo niegues. De eso veníamos hablando Cayetano y yo. Tú estás aburrido, y te empeñas en disimularlo. No todos los jóvenes de estos tiempos tienen la abnegación de pasar su juventud, como Jacinto, en un pueblo donde no hay Teatro Real, ni Bufos, ni bailarinas, ni filósofos, ni Ateneos, ni papeluchos, ni Congresos, ni otras diversiones y pasatiempos.
—Yo estoy aquí muy bien —repuso Pepe—. Ahora le estaba diciendo a Rosario que esta ciudad y esta casa me son tan agradables, que me gustaría vivir y morir aquí.
Rosario se puso muy encendida y los demás callaron. Sentáronse todos en una glorieta, apresurándose el sobrino del señor canónigo a ocupar el lugar a la izquierda de la señorita.
—Mira, sobrino, tengo que advertirte una cosa —dijo doña Perfecta, con aquella risueña expresión de bondad que emanaba de su alma, como de la flor el aroma—. Pero no vayas a creer que te reprendo, ni que te doy lecciones: tú no eres niño y fácilmente comprenderás mi idea.
—Ríñame usted, querida tía; que sin duda lo mereceré —replicó Pepe, que ya empezaba a acostumbrarse a las bondades de la hermana de su padre.
—No, no es más que una advertencia. Estos señores verán cómo tengo razón.
Rosarito oía con toda su alma.
—Pues no es más —añadió la señora—, sino que cuando vuelvas a visitar nuestra hermosa catedral procures estar en ella con un poco más de recogimiento.
—Pues ¿qué he hecho yo?
—No extraño que tú mismo no conozcas tu falta —indicó la señora con aparente jovialidad—. Es natural; acostumbrado a entrar con la mayor desenvoltura en los ateneos, clubs, academias y congresos, crees que de la misma manera se puede entrar en un templo donde está la divina Majestad.
—Pero señora, dispénseme usted —dijo Pepe, con gravedad—. Yo he entrado en la catedral con la mayor compostura.
—Si no te riño, hombre, si no te riño. No lo tomes así, porque tendré que callarme. Señores, disculpen ustedes a mi sobrino. No es de extrañar un descuidillo, una distracción... ¿Cuántos años hace que no pones los pies en lugar sagrado?...
—Señora, yo juro a usted... Pero en fin, mis ideas religiosas podrán ser lo que se quiera; pero acostumbro guardar la mayor compostura dentro de la iglesia.
—Lo que yo aseguro... vamos si te has de ofender no sigo... Lo que aseguro es que muchas personas lo advirtieron esta mañana. Notáronlo los señores de González, doña Robustiana, Serafinita, en fin... con decirte que llamaste la atención del señor obispo... Su Ilustrísima me dio las quejas esta tarde en casa de mis primas. Díjome que no te mandó plantar en la calle porque le dijeron que eras sobrino mío.
Rosario contemplaba con angustia el rostro de su primo, procurando adivinar sus contestaciones antes que las diera.
—Sin duda me han tomado por otro.
—No... no... fuiste tú... Pero no vayas a ofenderte que aquí estamos entre amigos y personas de confianza. Fuiste tú, yo misma te vi.
—¡Usted!
—Justamente. ¿Negarás que te pusiste a examinar las pinturas, pasando por un grupo de fieles que estaban oyendo misa?... Te juro que me distraje de tal modo con tus idas y venidas, que... Vamos... es preciso que no lo vuelvas a hacer. Luego entraste en la capilla de San Gregorio; alzaron en el altar mayor y ni siquiera te volviste para hacer una demostración de religiosidad. Después atravesaste de largo a largo la iglesia, te acercaste al sepulcro del Adelantado, pusiste las manos sobre el altar; pasaste en seguida otra vez por entre el grupo de los fieles, llamando la atención. Todas las muchachas te miraban y tú parecías satisfecho de perturbar tan lindamente la devoción y ejemplaridad de aquella buena gente.
—¡Dios mío! ¡Todo lo que he hecho!... —exclamó Pepe, entre enojado y risueño—. Soy un monstruo y ni siquiera lo sospechaba.