Authors: Benito Pérez Galdós
—No, bien sé que eres un buen muchacho —dijo doña Perfecta, observando el semblante afectadamente serio e inmutable del canónigo, que parecía tener por cara una máscara de cartón—. Pero, hijo, de pensar las cosas a manifestarlas así con cierto desparpajo hay una distancia que el hombre prudente y comedido no debe salvar nunca. Bien sé que tus ideas son... no te enfades; si te enfadas me callo... Digo que una cosa es tener ideas religiosas y otra manifestarlas... Me guardaré muy bien de vituperarte porque creas que no nos crió Dios a su imagen y semejanza sino, que descendemos de los micos; ni porque niegues la existencia del alma, asegurando que esta es una droga como los papelillos de magnesia o de ruibarbo que se venden en la botica...
—Señora, por Dios... —exclamó Pepe con disgusto—. Veo que tengo muy mala reputación en Orbajosa.
Los demás seguían guardando silencio.
—Pues decía que no te vituperaré por esas ideas... Además de que no tengo derecho a ello, si me pusiera a disputar contigo, tú, con tu talentazo descomunal me confundirías mil veces... no, nada de eso. Lo que digo es que estos pobres y menguados habitantes de Orbajosa son piadosos y buenos cristianos, si bien ninguno de ellos sabe filosofía alemana, por lo tanto no debes despreciar públicamente sus creencias.
—Querida tía —dijo el ingeniero con gravedad—. Ni yo he despreciado las creencias de nadie, ni tengo las ideas que usted me atribuye. Quizás haya estado un poco irrespetuoso en la iglesia: soy algo distraído. Mi entendimiento y mi atencón estaban fijos en la obra arquitectónica, y francamente no advertí... pero no era esto motivo para que el señor obispo intentase echarme a la calle, y usted me supusiera capaz de atribuir a un papelillo de la botica las funciones del alma. Puedo tolerar eso como broma, nada más que como broma.
Pepe Rey sentía en su espíritu excitación tan viva, que a pesar de su mucha prudencia y mesura no pudo disimularla.
—Vamos, veo que te has enfadado —dijo doña Perfecta, bajando los ojos y cruzando las manos—. ¡Todo sea por Dios! Si hubiera sabido que lo tomabas así, no te habría dicho una palabra. Pepe, te ruego que me perdones.
Al oír esto y al ver la actitud sumisa de su bondadosa tía, Pepe se sintió avergonzado de la dureza de sus anteriores palabras, y procuró serenarse. Sacóle de su embarazosa situación el venerable Penitenciario, que sonriendo con su habitual benevolencia, habló de este modo:
—Señora doña Perfecta, es preciso tener tolerancia con los artistas... ¡oh!, yo he conocido muchos. Estos señores, como vean delante de sí una estatua, una armadura mohosa, un cuadro podrido o una pared vieja, se olvidan de todo. El señor don José es artista, y ha visitado nuestra catedral, como la visitan los ingleses, los cuales de buena gana se llevarían a sus museos hasta la última baldosa de ella... Que estaban los fieles rezando; que el sacerdote alzó la sagrada hostia; que llegó el instante de la mayor piedad y recogimiento; pues bien... ¿qué le importa nada de esto a un artista? Es verdad que yo no sé lo que vale el arte, cuando se le disgrega de los sentimientos que expresa... pero en fin, hoy es costumbre adorar la forma, no la idea... Líbreme Dios de meterme a discutir este tema con el señor don José, que sabe tanto, y argumentando con la primorosa sutileza de los modernos, confundiría al punto mi espíritu, en el cual no hay más que fe.
—El empeño de ustedes de considerarme como el hombre más sabio de la tierra, me mortifica bastante —dijo Pepe, recobrando la dureza de su acento—. Ténganme por tonto; que prefiero la fama de necio a poseer esa ciencia de Satanás que aquí me atribuyen.
Rosarito se echó a reír, y Jacinto creyó llegado el momento más oportuno para hacer ostentación de su erudita personalidad.
—El panteísmo o panenteísmo están condenados por la Iglesia, así como las doctrinas de Schopenhauer y del moderno Hartmann.
—Señores y señora — manifestó gravemente el canónigo—, los hombres que consagran culto tan fervoroso al arte, aunque sólo sea atendiendo a la forma, merecen el mayor respeto. Más vale ser artista y deleitarse ante la belleza, aunque sólo esté representada en las ninfas desnudas, que ser indiferente y descreído en todo. En espíritu que se consagra a la contemplación de la belleza no entrará completamente el mal.
Est Deus in nobis
...
Deus,
entiéndase bien. Siga, pues, el señor don José admirando los prodigios de nuestra iglesia; que por mi parte le perdonaré de buen grado las irreverencias, salva la opinión del señor prelado.
—Gracias, señor don Inocencio —dijo Pepe, sintiendo en sí punzante y revoltoso el sentimiento de hostilidad hacia el astuto canónigo, y no pudiendo dominar el deseo de mortificarle — . Por lo demás, no crean ustedes que absorbían mi atención las bellezas artísticas de que suponen lleno el templo. Esas bellezas, fuera de la imponente arquitectura de una parte del edificio y de los tres sepulcros que hay en las capillas del ábside y de algunos entalles del coro, yo no las veo en ninguna parte. Lo que ocupaba mi entendimiento era la consideración de la deplorable decadencia de las artes religiosas, y no me causaban asombro, sino cólera, las innumerables monstruosidades artísticas de que está llena la catedral.
El estupor de los circunstantes fue extraordinario. —No puedo resistir —añadió Pepe—, aquellas imágenes charoladas y bermellonadas, tan semejantes perdóneme Dios la comparación, a las muñecas con que juegan las niñas grandecitas. ¿Qué puedo decir de los vestidos de teatro con que las cubren? Vi un San José con manto, cuya facha no quiero calificar por respeto al Santo Patriarca y a la Iglesia que le adora. En los altares se acumulan imágenes del más deplorable gusto artístico, y la multitud de coronas, ramos, estrellas, lunas y demás adornos de metal o papel dorado forman un aspecto de quincallería que ofende el sentimiento religioso y hace desmayar nuestro espíritu. Lejos de elevarse a la contemplación religiosa, se abate, y la idea de lo cómico le perturba. Las grandes obras del arte, dando formas sensibles a las ideas, a los dogmas, a la fe, a la exaltación mística, realizan misión muy noble. Los mamarrachos y las aberraciones del gusto, las obras grotescas con que una piedad mal entendida llena las iglesias, también cumplen su objeto; pero éste es bastante triste: fomentan la superstición, enfrían el entusiasmo obligan a los ojos del creyente a apartarse de los altares, y con los ojos se apartan las almas que no tienen fe muy profunda ni muy segura.
—La doctrina de los iconoclastas— dijo Jacintito—, también parece que está muy extendida en Alemania.
—Yo no soy iconoclasta, aunque prefiero la destrucción de todas las imágenes, a esta exhibición de chocarrerías de que me ocupo —continuó el joven—. Al ver esto, es lícito defender que el culto debe recobrar la sencillez augusta de los antiguos tiempos; pero no: no se renuncie al auxilio admirable que las artes todas, empezando por la poesía y acabando por la música, prestan a las relaciones entre el hombre y Dios. Vivan las artes, despléguese la mayor pompa en los ritos religiosos. Yo soy partidario de la pompa...
—Artista, artista y nada más que artista —exclamó el canónigo, moviendo la cabeza con expresión de lástima—. Buenas pinturas, buenas estatuas, bonita música... Gala de los sentidos, y el alma que se la lleve el Demonio.
—Y a propósito de música —dijo Pepe Rey, sin advertir el deplorable efecto que sus palabras producían en la madre y la hija — , figúrense ustedes qué dispuesto estaría mi espíritu a la contemplación religiosa al visitar la catedral, cuando de buenas a primeras y al llegar al ofertorio en la misa mayor, el señor organista tocó un pasaje de
La Traviatta.
— En eso tiene razón el señor de Rey —dijo el abogadillo enfáticamente—. El señor organista tocó el otro día el brindis y el vals de la misma ópera, y después un rondó de
La Gran Duquesa.
—Pero cuando se me cayeron las alas del corazón —continuó el ingeniero implacablemente— fue cuando vi una imagen de la Virgen que parece estar en gran veneración, según la mucha gente que ante ella había y la multitud de velas que la alumbraban. La han vestido con ahuecado ropón de terciopelo bordado de oro, de tan extraña forma que supera a las modas más extravagantes del día. Desaparece su cara entre un follaje espeso, compuesto de mil suertes de encajes rizados con tenacillas, y la corona de media vara de alto rodeada de rayos de oro, es un disforme catafalco que le han armado sobre la cabeza. De la misma tela y con los mismos bordados son los pantalones del niño Jesús... No quiero seguir, porque la descripción de cómo están la madre y el hijo me llevaría quizás a cometer alguna irreverencia. No diré más, sino que me fue imposible tener la risa y que por breve rato contemplé la profanada imagen, exclamando: «¡Madre y señora mía, cómo te han puesto!».
Concluidas estas palabras, Pepe observó a sus oyentes, y aunque a causa de la sombra crepuscular no se distinguían bien los semblantes, creyó ver en alguno de ellos señales de amarga consternación.
—Pues, señor don José —exclamó vivamente el canónigo, riendo y con expresión de triunfo—, esa imagen que a la filosofía y panteísmo de usted parece tan ridícula, es Nuestra Señora del Socorro, patrona y abogada de Orbajosa, cuyos habitantes la veneran de tal modo que serían capaces de arrastrar por las calles al que hablase mal de ella. Las crónicas y la historia, señor mío, están llenas de los milagros que ha hecho, y aún hoy día vemos constantemente pruebas irrecusables de su protección. Ha de saber usted también que su señora tía doña Perfecta, es camarera de la Santísima Virgen del Socorro, y que ese vestido que a usted le parece tan grotesco... pues... digo que ese vestido, tan grotesco a los impíos ojos de usted salió de esta casa, y que los pantalones del niño obra son juntamente de la maravillosa aguja y de la acendrada piedad de su prima de usted Rosarito, que nos está oyendo.
Pepe Rey se quedó bastante desconcertado. En el mismo instante levantóse bruscamente doña Perfecta, y sin decir una palabra se dirigió hacia la casa, seguida por el señor Penitenciario. Levantáronse también los restantes. Disponíase el aturdido joven a pedir perdón a su prima por la irreverencia, cuando observó que Rosarito lloraba. Clavando en su primo una mirada de amistosa y dulce reprensión, exclamó:
—¡Pero qué cosas tienes!...
Oyóse la voz de doña Perfecta que con alterado acento, gritaba:
—¡Rosario, Rosario!
Ésta corrió hacia la casa.
P
epe Rey se encontraba turbado y confuso, furioso contra los demás y contra sí mismo, procurando indagar la causa de aquella pugna entablada a pesar suyo entre su pensamiento y el pensamiento de los amigos de su tía. Pensativo y triste, augurando discordias, permaneció breve rato sentado en el banco de la glorieta, con la barba apoyada en el pecho, fruncido el ceño, cruzadas las manos. Se creía solo.
De repente sintió una alegre voz que modulaba entre dientes el estribillo de una canción de zarzuela. Miró y vio a don Jacinto en el rincón opuesto de la glorieta.
—¡Ah!, señor de Rey —dijo de improviso el rapaz— no se lastiman impunemente los sentimientos religiosos de la inmensa mayoría de una nación... Si no considere usted lo que pasó en la primera revolución francesa...
Cuando Pepe oyó el zumbidillo de aquel insecto, su irritación creció. Sin embargo, no había odio en su alma contra el mozalbete doctor. Éste le mortificaba como mortifican las moscas; pero nada más. Rey sintió la molestia que inspiran todos los seres importunos, y como quien ahuyenta un zángano, contestó de este modo:
—¿Qué tiene que ver la revolución francesa con el manto de la Virgen María?
Levantóse para marchar hacia la casa; pero no había dado cuatro pasos, cuando oyó de nuevo el zumbar del mosquito que decía:
—Señor don José, tengo que hablar a usted de un asunto que le interesa mucho, y que puede traerle algún conflicto...
—¿Un asunto? —preguntó el joven retrocediendo—. Veamos qué es eso.
—Usted lo sospechará tal vez —dijo Jacinto, acercándose a Pepe, y sonriendo con expresión parecida a la de los hombres de negocios, cuando se ocupan de alguno muy grave—. Quiero hablar a usted del pleito...
—¿Qué pleito?... Amigo mío, yo no tengo pleitos. Usted, como buen abogado, sueña con litigios y ve papel sellado por todas partes.
—¿Pero cómo?... ¿No tiene usted noticia de su pleito? —preguntó con asombro el niño.
—¡De mi pleito!... Cabalmente, yo no tengo pleitos, ni los he tenido nunca.
—Pues si no tiene usted noticia, más me alegro de habérselo advertido para que se
ponga en guardia... Sí, señor, usted pleiteará.
—Y ¿con quién?
—Con el tío Licurgo y otros colindantes del predio llamado Los Alamillos.
Pepe Rey se quedó estupefacto.
—Sí, señor —añadió el abogadillo—. Hoy hemos celebrado el señor Licurgo y yo una larga conferencia. Como soy tan amigo de esta casa, no he querido dejar de advertírselo a usted, para que si lo cree conveniente, se apresure a arreglarlo todo.
—Pero yo ¿qué tengo que arreglar? ¿Qué pretende de mí esa canalla?
—Parece que unas aguas que nacen en el predio de usted han variado de curso y caen sobre unos tejares del susodicho Licurgo y un molino de otro, ocasionando daños de consideración. Mi cliente... porque se ha empeñado en que le he de sacar de este mal paso... mi cliente, digo, pretende que usted restablezca el antiguo cauce de las aguas, para evitar nuevos desperfectos y que le indemnice de los perjuicios que por indolencia del propietario superior ha sufrido.
—¡Y el propietario superior soy yo!... Si entro en un litigio, ése será el primer fruto que en toda mi vida me han dado los célebres Alamillos, que fueron míos y que ahora, según entiendo, son de todo el mundo, porque lo mismo Licurgo que otros labradores de la comarca me han ido cercenando poco a poco, año tras año, pedazos de terreno, y costará mucho restablecer los linderos de mi propiedad.
—Ésa es cuestión aparte.
—Ésa no es cuestión aparte. Lo que hay —exclamó el ingeniero, sin poder contener su cólera — es que el verdadero pleito será el que yo entable contra tal gentuza, que se propone sin duda aburrirme y desesperarme para que abandone todo y les deje continuar en posesión de sus latrocinios. Veremos si hay abogados y jueces que apadrinen los torpes manejos de esos aldeanos legistas, que viven pleiteando y son la polilla de la propiedad ajena. Caballerito, doy a usted las gracias por haberme advertido los ruines propósitos de esos palurdos más malos que Caco. Con decirle a usted que ese mismo tejar y ese mismo molino en que Licurgo apoya sus derechos, son míos...