Authors: Benito Pérez Galdós
Las tres niñas se le acercaban sucesivamente. Iban de él al balcón, del balcón a él, sosteniendo conversación picante y ligera, que indicaba, fuerza es decirlo, una especie de inocencia en medio de tanta frivolidad y despreocupación.
—Señor don José, ¡qué excelente señora es doña Perfecta!
—Es la única persona de Orbajosa que no tiene apodo, la única persona de que no se habla mal en Orbajosa.
—Todos la respetan.
—Todos la adoran.
A estas frases, el joven respondía con alabanzas de su tía; pero se le pasaban ganas de sacar dinero del bolsillo y decir: «María Juana, tome usted para unas botas. Pepa, tome usted para que se compre un vestido. Florentina, tome usted para que coman una semana...». Estuvo a punto de hacerlo como lo pensaba.
En un momento en que las tres corrieron al balcón para ver quién pasaba, don Juan Tafetán se acercó a él y en voz baja le dijo:
—¡Qué monas son! ¿No es verdad?... ¡Pobres criaturas! Parece mentira que sean tan alegres, cuando... bien puede asegurarse que hoy no han comido.
—Don Juan, don Juan —gritó Pepilla —. Por ahí viene su amigo de usted Nicolasito Hernández, o sea
Cirio Pascual,
con su sombrero de tres pisos. Viene rezando en voz baja, sin duda por las almas de los que ha mandado al hoyo con sus usuras.
—¿A que no le dicen ustedes el remoquete?
—¿A que sí?
—Juana, cierra las celosías. Dejémosle que pase, y cuando vaya por la esquina, yo gritaré: «¡Cirio, Cirio Pascual!...»
Don Juan Tafetán corrió al balcón.
—Venga, usted don José, para que conozca este tipo.
Pepe Rey aprovechó el momento en que las tres muchachas y don Juan se regocijaban en el balcón, llamando a Nicolasito Hernández con el apodo que tanto le hacía rabiar; y acercándose con toda cautela a uno de los costureros que en la sala había, colocó dentro de él media onza que le quedaba del juego.
Después corrió al balcón, a punto que las dos más pequeñas, gritaban entre locas risas: «¡Cirio Pascual, Cirio Pascual!»
D
espués de esta travesura, las tres entablaron con los caballeros una conversación tirada sobre asuntos y personas de la ciudad. El ingeniero, recelando que su fechoría se descubriese, estando él presente, quiso marcharse, lo cual disgustó mucho a las Troyas. Una de estas que había salido fuera de la sala, regresó diciendo:
—Ya está Suspiritos en campaña colgando la ropa.
—Don José querrá verla —indicó otra.
—Es una señora muy guapa. Y ahora se peina a estilo de Madrid. Vengan ustedes, caballeros.
Lleváronles al comedor de la casa (pieza de rarísimo uso), del cual se salía a un terrado, donde había algunos tiestos de flores y no pocos trastos abandonados y hechos pedazos. Desde allí veíase el hondo patio de una casa colindante, con una galería llena de verdes enredaderas y hermosas macetas esmeradamente cuidadas. Todo indicaba allí una vivienda de gente modesta pulcra y hacendosa.
Las de Troya, acercándose al borde de la azotea miraron atentamente a la casa vecina, e imponiendo silencio a los galanes, se retiraron luego a aquella parte del terrado, desde donde nada se veía ni había peligro de ser visto.
—Ahora sale de la despensa con un cazuelo de garbanzos —dijo María Juana, estirando el cuello para ver un poco.
—¡Zas! —exclamó otra, arrojando una piedrecilla.
Oyóse el ruido del proyectil al chocar contra los cristales de la galería, y luego una colérica voz que gritaba:
—Ya nos han roto otro cristal ésas...
Ocultas las tres en el rincón del terrado, junto a los dos caballeros, sofocaban la risa.
—La señora Suspiritos está muy incomodada —dijo Pepe Rey—. ¿Por qué la llaman ustedes así?
—Porque siempre que habla suspira entre palabra y palabra, y aunque de nada carece, siempre se está lamentando.
Hubo un momento de silencio en la casa de abajo. Pepita Troya atisbó con cautela.
—Allá viene otra vez —murmuró en voz baja, imponiendo silencio—. María, dame una china... A ver... zas... allá va.
—No le has acertado.
—Dio en el suelo.
—A ver si puedo yo... Esperaremos a que salga otra vez de la despensa.
—Ya... ya sale. En guardia, Florentina.
—¡A la una, a las dos, a las tres!... ¡Paf!...
Oyóse abajo un grito de dolor, un voto, una exclamación varonil, pues era un hombre el que la daba.
Pepe Rey pudo distinguir claramente estas palabras:
—¡Demonche! Me han agujereado la cabeza ésas... ¡Jacinto, Jacinto! ¿Pero qué canalla de vecindad es esta?...
—¡Jesús, María y José, lo que he hecho! —exclamó llena de consternación Florentina— , le he dado en la cabeza al señor don Inocencio.
—¿Al Penitenciario? —dijo Pepe Rey estupefacto.
—Sí.
—¿Vive en esa casa?
—¿Pues dónde ha de vivir?
—Esa señora de los suspiros...
—Es su sobrina, su ama o no sé qué. Nos divertimos con ella, porque es muy cargante; pero con el señor Penitenciario no solemos gastar bromas.
Mientras rápidamente se pronunciaban las palabras de este diálogo, Pepe Rey vio que frente al terrado y muy cerca de él se abrían los cristales de una ventana perteneciente a la misma casa bombardeada; vio que aparecía una cara risueña, una cara conocida, una cara cuya vista le aturdió y le consternó y le puso pálido y trémulo. Era Jacintito, que interrumpido en sus graves estudios, abrió la ventana de su despacho, presentándose en ella con la pluma en la oreja. Su rostro púdico, fresco y sonrosado daba a tal aparición aspecto semejante al de una aurora.
—Buenas tardes, señor don José —dijo festivamente.
La voz de abajo gritaba de nuevo:
—¡Jacinto, pero Jacinto!
—Allá voy, tío. Estaba saludando a un amigo...
—Vámonos, vámonos —gritó Florentina con zozobra — . El señor Penitenciario va a subir al cuarto de
don Nominavito
y nos echará un responso.
—Vámonos, cerremos la puerta del comedor.
Abandonaron en tropel el terrado.
—Debieron ustedes prever que Jacintito las vería desde su templo del saber —dijo Tafetán.
—Don Nominavito
es amigo nuestro —repuso una de ellas — . Desde su templo de la ciencia nos dice a la calladita mil ternezas, y también nos echa besos volados.
—¿Jacinto? —preguntó el ingeniero—, ¿qué endiablado nombre le han puesto ustedes?
—Don Nominavito
...
Las tres rompieron a reír.
—Lo llamamos así porque es muy sabio.
—No: porque cuando nosotras éramos chicas, él era chico también, pues... sí. Salíamos al terrado a jugar y le sentíamos estudiando en voz alta sus lecciones.
—Sí; y todo el santo día estaba cantando.
—Declinando, mujer. Eso es: se ponía de este modo
Nominavito rosa, Genivito, Davito, Acusavito.
—Supongo que yo también tendré mi nombre postizo —dijo Pepe Rey.
—Que se lo diga a usted María Juana —replicó Florentina ocultándose.
—¿Yo?... díselo tú, Pepa.
—Usted no tiene nombre todavía, don José.
—Pero lo tendré. Prometo que vendré a saberlo, a recibir la confirmación —indicó el joven, con intención de retirarse.
—¿Pero se va usted?
—Sí. Ya han perdido ustedes bastante tiempo. Niñas, a trabajar. Esto de arrojar piedras a los vecinos y a los transeúntes no es la ocupación más a propósito para unas jóvenes tan lindas y de tanto mérito... Conque abur...
Y sin esperar más razones ni hacer caso de los cumplidos de las muchachas, salió a toda prisa de la casa, dejando en ella a don Juan Tafetán.
La escena que había presenciado, la vejación sufrida por el canónigo, la inopinada presencia del doctorcillo, aumentaron las confusiones, recelos y presentimientos desagradables que turbaban el alma del pobre ingeniero. Deploró con toda su alma haber entrado en casa de las Troyas, y resuelto a emplear mejor el tiempo, mientras su hipocondría le durase, recorrió las calles de la población.
Visitó el mercado, la calle de la Tripería, donde estaban las principales tiendas; observó los diversos aspectos que ofrecían la industria y comercio de la gran Orbajosa, y como no hallara sino nuevos motivos de aburrimiento, encaminóse al paseo de las Descalzas; pero no vio en él más que algunos perros vagabundos, porque con motivo del viento molestísimo que reinaba, caballeros y señoras se habían quedado en sus casas. Fue a la botica, donde hacían tertulia diversas especies de progresistas rumiantes, que estaban perpetuamente masticando un tema sin fin; pero allí se aburrió más. Pasaba al fin junto a la catedral, cuando sintió el órgano y los hermosos cantos de coro. Entró, arrodillóse delante del altar mayor, recordando las advertencias que acerca de la compostura dentro de la iglesia le hiciera su tía; visitó luego una capilla, y disponíase a entrar en otra, cuando un acólito, celador o perrero se le acercó, y con modales muy descorteses y descompuesto lenguaje, le habló así:
— Su Ilustrísima dice que se plante usted en la calle.
El ingeniero sintió que la sangre se agolpaba en su cerebro. Sin decir una palabra obedeció.
Arrojado de todas partes por fuerza superior o por su propio hastío, no tenía más recurso que ir a casa de su tía, donde le esperaban:
Primero: el tío Licurgo para anunciarle un segundo pleito. Segundo: el señor don Cayetano, para leerle un nuevo trozo de su discurso sobre los linajes de Orbajosa. Tercero: Caballuco, para un asunto que no había manifestado. Cuarto: Doña Perfecta y su sonrisa bondadosa, para lo que se verá en el capítulo siguiente.
U
na nueva tentativa de ver a su prima Rosario fracasó al caer de la tarde. Pepe Rey se encerró en su cuarto para escribir varias cartas, y no podía apartar de su mente una idea fija.
—Esta noche o mañana —decía— se acabará esto de una manera o de otra. Cuando le llamaron para la cena, doña Perfecta se dirigió a él en el comedor,
diciéndole de buenas a primeras:
—Querido Pepe, no te apures, yo aplacaré al señor don Inocencio... Ya estoy enterada. María Remedios, que acaba de salir de aquí, me lo ha contado todo.
El semblante de la señora irradiaba satisfacción, semejante a la de un artista orgulloso de su obra. —¿Qué?
—Yo te disculparé, hombre. Tomarías algunas copas en el Casino, ¿no es esto? He aquí el resultado de las malas compañías. ¡Don Juan Tafetán, las Troyas!... Esto es horrible, espantoso. ¿Has meditado bien?...
—Todo lo he meditado, señora —repuso Pepe, decidido a no entrar en discusiones con
su tía.
—Me guardaré muy bien de escribirle a tu padre lo que has hecho.
—Puede usted escribirle lo que guste. —Vamos: te defenderás desmintiéndome. —Yo no desmiento.
—Luego confiesas que estuviste en casa de ésas... —Estuve.
—Y que le diste media onza, porque, según me ha dicho María Remedios, esta tarde bajó Florentina a la tienda del extremeño a que le cambiaran media onza. Ellas no podían haberla ganado con su costura. Tú estuviste hoy en casa de ellas; luego...
—Luego yo se la di. Perfectamente. —No lo niegas.
—¡Qué he de negarlo! Creo que puedo hacer de mi dinero lo que mejor me convenga. —Pero de seguro sostendrás que no apedreaste al señor Penitenciario.
—Yo no apedreo.
—Quiero decir que ellas en presencia tuya...
—Eso es otra cosa.
—E insultaron a la pobre María Remedios. —Tampoco lo niego.
—¿Y cómo justificarás tu conducta? Pepe... por Dios. No dices nada; no te arrepientes, no protestas... no...
—Nada, absolutamente nada, señora.
—Ni siquiera procuras desagraviarme.
—Yo no he agraviado a usted...
—Vamos, ya no te falta más que... Hombre, coge ese palo y pégame.
—Yo no pego.
—¡Qué falta de respeto!... ¡qué...! ¿No cenas?
—Cenaré.
Hubo una pausa de más de un cuarto de hora. Don Cayetano, doña Perfecta y Pepe Rey comían en silencio. Éste se interrumpió cuando don Inocencio entró en el comedor.
—¡Cuánto lo he sentido, señor don José de mi alma!... Créame usted que lo he sentido de veras —dijo estrechando la mano al joven y mirándole con expresión de lástima profunda.
El ingeniero no supo qué contestar; tanta era su confusión.
—Me refiero al suceso de esta tarde.
—¡Ah!... ya.
—A la expulsión de usted del sagrado recinto de la iglesia catedral.
—El señor obispo —dijo Pepe Rey— debía pensarlo mucho antes de arrojar a un cristiano de la iglesia.
—Y es verdad, yo no sé quién le ha metido en la cabeza a Su Ilustrísima que usted es hombre de malísimas costumbres; yo no sé quién le ha dicho que usted hace alarde de ateísmo en todas partes; que se burla de cosas y personas sagradas, y aun que proyecta derribar la catedral para edificar con sus piedras una gran fábrica de alquitrán. Yo he procurado disuadirle; pero su Ilustrísima es un poco terco.
—Gracias por tanta bondad, señor don Inocencio.
—Y eso que el señor Penitenciario no tiene motivos para guardarte tales consideraciones. Por poco más le dejan en el sitio esta tarde.
—¡Bah!... ¿pues qué? —dijo el sacerdote riendo—. ¿Ya se tiene aquí noticia de la travesurilla?... Apuesto a que María Remedios vino con el cuento. Pues se lo prohibí, se lo prohibí de un modo terminante. La cosa en sí no vale la pena, ¿no es verdad, señor de Rey?
—Puesto que usted lo juzga así...
—Ése es mi parecer. Cosas de muchachos... La juventud, digan lo que quieran los modernos, se inclina al vicio y a las acciones viciosas. El señor don José, que es una persona de grandes prendas, no podía ser perfecto... ¿qué tiene de particular que esas graciosas niñas le sedujeran y después de sacarle el dinero, le hicieran cómplice de sus desvergonzados y criminales insultos a la vecindad? Querido amigo mío, por la dolorosa parte que me cupo en los juegos de esta tarde —añadió, llevándose la mano a la región lastimada—, no me doy por ofendido, ni siquiera mortificaré a usted con recuerdos de tan desagradable incidente. He sentido verdadera pena al saber que María Remedios había venido a contarlo todo... Es tan chismosa mi sobrina... Apostamos a que también contó lo de la media onza, y los retozos de usted con las niñas en el tejado, y las carreras y pellizcos, y el bailoteo de don Juan Tafetán... ¡Bah!, estas cosas debieran quedar en secreto.