Authors: Benito Pérez Galdós
—Hola, hola, si no me engaño el tío Licurgo y el tío Paso-Largo acaban de entrar. Puede que vengan a proponerte un arreglo.
—Me arrojaré al estanque.
—¡Qué descastado eres! ¡Pues todos ellos te quieren tanto!... Vamos, para que nada falte, ahí está también el alguacil. Viene a citarte.
—A crucificarme.
Todos los personajes nombrados fueron entrando en la sala.
—Adiós, Pepe, que te diviertas —dijo doña Perfecta.
—¡Trágame, tierra! —exclamó el joven con desesperación.
—Señor don José...
—Mi querido señor don José...
—Estimable señor don José...
—Señor don José de mi alma...
—Mi respetable amigo señor don José...
Al oír estas almibaradas insinuaciones, Pepe Rey exhaló un hondo suspiro y se entregó. Entregó su cuerpo y su alma a los sayones, que esgrimieron horribles hojas de papel sellado, mientras la víctima, elevando los ojos al cielo, decía para sí con cristiana mansedumbre:
—Padre mío, ¿por qué me has abandonado?
A
mor, amistad, aire sano para la respiración moral, luz para el alma simpatía, fácil comercio de ideas y de sensaciones era lo que Pepe Rey necesitaba de una manera imperiosa. No teniéndolo, aumentaban las sombras que envolvían su espíritu, y la lobreguez interior daba a su trato displicencia y amargura. Al día siguiente de las escenas referidas en el capítulo anterior, mortificóle más que nada el ya demasiado largo y misterioso encierro de su prima, motivado, al parecer, primero por una enfermedad sin importancia, después por caprichos y nerviosidades de difícil explicación.
Rey extrañaba conducta tan contraria a la idea que había formado de Rosarito. Habían transcurrido cuatro días sin verla, no ciertamente porque a él le faltasen deseos de estar a su lado; y tal situación comenzaba a ser desairada y ridícula, si con un acto de firme iniciativa no ponía remedio en ello.
—¿Tampoco hoy veré a mi prima? —preguntó de mal talante a su tía, cuando concluyeron de comer.
—Tampoco. ¡Sabe Dios cuánto lo siento!... Bastante le he predicado hoy. A la tarde veremos...
La sospecha de que en tan injustificado encierro su adorable prima era más bien víctima sin defensa, que autora resuelta con actividad propia e iniciativa, le indujo a contenerse y esperar. Sin esta sospecha, hubiera partido aquel mismo día. No tenía duda alguna de ser amado por Rosario mas era evidente que una presión desconocida actuaba entre los dos para separarlos, y parecía propio de un varón honrado averiguar de quién procedía aquella fuerza maligna, y contrarrestarla hasta donde alcanzara la voluntad humana.
—Espero que la obstinación de Rosario no durará mucho —dijo a doña Perfecta, disimulando sus verdaderos sentimientos.
Aquel día tuvo una carta de su padre, en la cual éste se quejaba de no haber recibido ninguna de Orbajosa, circunstancia que aumentó las inquietudes del ingeniero, confundiéndole más. Por último, después de vagar largo rato solo por la huerta de la casa, salió y fue al Casino. Entró en él, como un desesperado que se arroja al mar.
Encontró en las principales salas a varias personas que charlaban y discutían. En un grupo desentrañaban con lógica sutil difíciles problemas de toros; en otro disertaban sobre cuáles eran los mejores burros entre las castas de Orbajosa y Villahorrenda. Hastiado hasta lo sumo, Pepe Rey abandonó estos debates y se dirigió a la sala de periódicos, donde hojeó varias revistas sin encontrar deleite en la lectura; y poco después, pasando de sala en sala, fue a parar sin saber cómo a la del juego. Cerca de dos horas estuvo en las garras del horrible demonio amarillo, cuyos resplandecientes ojos de oro producen tormento y fascinación. Ni aun las emociones del juego alteraron el sombrío estado de su alma, y el tedio que antes le empujara hacia el verde tapete, apartóle también de él. Huyendo del bullicio, dio con su cuerpo en una estancia destinada a tertulia, en la cual a la sazón no había alma viviente, y con indolencia se sentó junto a la ventana de ella, mirando a la calle.
Era esta angostísima y con más ángulos y recodos que casas, sombreada toda por la pavorosa catedral, que al extremo alzaba su negro muro carcomido. Pepe Rey miró a todos lados, arriba y abajo, y observó un plácido silencio de sepulcro: ni un paso, ni una voz, ni una mirada. De pronto hirieron su oído rumores extraños, como cuchicheos de femeninos labios y después el chirrido de cortinajes que se corrían, algunas palabras, y por fin el tararear suave de una canción, el ladrido de un falderillo, y otras señales de existencia social, que parecían muy singulares en tal sitio. Observando bien, Pepe Rey vio que tales rumores procedían de un enorme balcón con celosías, que frente por frente a la ventana mostraba su corpulenta fábrica. No había concluido sus observaciones cuando un socio del Casino apareció de súbito a su lado, y riendo le interpeló de este modo:
— ¡Ah!, señor don Pepe, ¡picarón!, ¿se ha encerrado usted aquí para hacer cocos a las niñas?
El que esto decía era don Juan Tafetán, un sujeto amabilísimo, y de los pocos que habían manifestado a Rey en el Casino cordial amistad y verdadera admiración. Con sucarilla bermellonada, su bigotejo teñido de negro, sus ojuelos vivarachos, su estatura mezquina, su pelo con gran estudio peinado para ocultar la calvicie, don Juan Tafetán presentaba una figura bastante diferente de la de Antinóo; pero era muy simpático; tenía mucho gracejo, y felicísimo ingenio para contar aventuras graciosas. Reía mucho, y al hacerlo su cara se cubría toda, desde la frente a la barba, de grotescas arrugas. A pesar de estas cualidades y del aplauso que debía estimular su disposición a las picantes burlas, no era maldiciente. Queríanle todos, y Pepe Rey pasaba con él ratos agradables. El pobre Tafetán, empleado antaño en la administración civil de la capital de la provincia, vivía modestamente de su sueldo en la secretaría de Beneficencia, y completaba su pasar tocando gallardamente el clarinete en las procesiones, en las solemnidades de la catedral y en el teatro, cuando alguna traílla de desesperados cómicos aparecía por aquellos países con el alevoso propósito de dar funciones en Orbajosa.
Pero lo más singular en don Juan Tafetán era su afición a las muchachas guapas. Él mismo, cuando no ocultaba su calvicie con seis pelos llenos de pomada, cuando no se teñía el bigote, cuando andaba derechito y espigado por la poca pesadumbre de los años, había sido un Tenorio formidable. Oírle contar sus conquistas era cosa de morirse de risa, porque hay Tenorios de Tenorios y aquel fue de los más originales.
—¿Qué niñas? Yo no veo niñas en ninguna parte —repuso Pepe Rey.
—Hágase usted el anacoreta.
Una de las celosías del balcón se abrió, dejando ver un rostro juvenil encantador y risueño, que desapareció al instante, como una luz apagada por el viento.
—Ya, ya veo.
—¿No las conoce usted?
—Por mi vida que no.
—Son las Troyas, las niñas de Troya. Pues no conoce usted nada bueno... Tres chicas preciosísimas, hijas de un coronel de Estado Mayor de Plazas que murió en las calles de Madrid el 54.
La celosía se abrió de nuevo y comparecieron dos caras.
—Se están burlando de nosotros, señor don Pepe —dijo Tafetán, haciendo una seña amistosa a las niñas.
—¿Las conoce usted?
—¿Pues no las he de conocer? Las pobres están en la miseria. Yo no sé cómo viven. Cuando murió don Francisco Troya, se hizo una suscrición para mantenerlas; pero esto duró poco.
—¡Pobres muchachas! Me figuro que no serán un modelo de honradez...
—¿Por qué no?... Yo no creo lo que en el pueblo se dice de ellas.
Funcionó de nuevo la celosía.
—Buenas tardes, niñas —gritó don Juan Tafetán, dirigiéndose a las tres, que artísticamente agrupadas aparecieron—. Este caballero dice que lo bueno no debe esconderse y que abran ustedes toda la celosía.
Pero la celosía se cerró y alegre concierto de risas difundió una extraña aleg ría por la triste calle. Creeríase que pasaba una bandada de pájaros.
—¿Quiere usted que vayamos allá? —dijo de súbito Tafetán.
Sus ojos brillaban, y una sonrisa picaresca retozaba en sus amoratados labios.
—¿Pero qué clase de gente es ésa?
—Ande usted señor de Rey... Las pobrecitas son honradas. ¡Bah! Si se alimentan del aire como los camaleones. Diga usted, el que no come ¿puede pecar? Bastante virtuosas son las infelices. Y si pecaran, limpiarían su conciencia con el gran ayuno que hacen.
—Pues vamos.
Un momento después, don Juan Tafetán y Pepe Rey entraron en la sala. El aspecto de la miseria que con horribles esfuerzos pugnaba por no serlo, afligió al joven. Las tres muchachas eran muy lindas, principalmente las dos más pequeñas, morenas, pálidas, de negros ojos y sutil talle. Bien vestidas y bien calzadas, habrían parecido retoños de duquesa, en canditura para entroncar con príncipes.
Cuando la visita entró, las tres se quedaron muy cortadas; pero bien pronto mostraron la índole de su genial frívolo y alegre. Vivían en la miseria, como los pájaros en la prisión, sin dejar de cantar tras los hierros lo mismo que en la opulencia del bosque. Pasaban el día cosiendo, lo cual indicaba por lo menos, un principio de honradez; pero en Orbajosa, ninguna persona de suposición se trataba con ellas. Estaban, hasta cierto punto, proscritas, degradadas, acordonadas, lo cual, hasta cierto punto, indicaba también algún motivo de escándalo. Pero en honor de la verdad debe decirse que la mala reputación de las Troyas consistía, más que nada, en su fama de chismosas, enredadoras, traviesas y despreocupadas. Dirigían anónimos a graves personas ponían motes a todo viviente de Orbajosa, desde el obispo al último zascandil; tiraban piedrecitas a los transeúntes; chicheaban escondidas tras las rejas para reírse con la confusión y azoramiento del que pasaba; sabían todos los sucesos de la vecindad, para lo cual tenían en constante uso los tragaluces y agujeros todos de la parte alta de la casa; cantaban de noche en el balcón; se vestían de máscara en Carnaval para meterse en las casas más alcurniadas, con otras majaderías y libertades propias de los pueblos pequeños. Pero cualquiera que fuese la razón, ello es que el agraciado triunvirato Troyano, tenía sobre sí un estigma de esos que una vez puestos por susceptible vecindario, acompañan implacablemente hasta más allá de la tumba.
—¿Éste es el caballero que dicen ha venido a sacar minas de oro? —dijo una.
—¿Y a derribar la catedral para hacer con las piedras de ella una fábrica de zapatos? —añadió otra.
—¿Y a quitar de Orbajosa la siembra del ajo para poner algodón o el árbol de la canela?
Pepe no pudo reprimir la risa ante tales despropósitos.
—No viene sino a hacer una recolección de niñas bonitas para llevárselas a Madrid — dijo Tafetán.
—¡Ay! ¡De buena gana me iría! —exclamó una.
—A las tres, a las tres me las llevo —afirmó Pepe—. Pero sepamos una cosa: ¿por qué se reían ustedes de mí cuando estaba en la ventana del Casino?
Tales palabras fueron la señal de nuevas risas.
—Éstas son unas tontas —dijo la mayor de las tres—. Fue porque dijimos que usted se merece algo más que la niña de doña Perfecta.
—Fue porque esta dijo que usted está perdiendo el tiempo y que Rosarito no quiere sino gente de iglesia.
—¡Qué cosas tienes! Yo no he dicho tal cosa. Tú dijiste que este caballero es ateo luterano y entra en la catedral fumando y con el sombrero puesto.
—Pues yo no lo inventé —manifestó la menor— que eso me lo dijo ayer Suspiritos.
—¿Y quién es esa Suspiritos que dice de mí tales tonterías?
—Suspiritos es... Suspiritos.
—Niñas mías —dijo Tafetán con semblante almibarado—. Por ahí va el naranjero. Llamadle, que os quiero convidar a naranjas.
Una de las tres llamó al vendedor.
La conversación entablada por las niñas desagradó bastante a Pepe Rey, disipando la ligera impresión de contento entre aquella chusma alegre y comunicativa. No pudo, sin embargo, contener la risa cuando vio a don Juan Tafetán descolgar un guitarrillo y rasguearlo con la gracia y destreza de los años juveniles.
—Me han dicho que ustedes saben cantar a las mil maravillas —manifestó Rey.
—Que cante don Juan Tafetán.
—Yo no canto.
—Ni yo —dijo la segunda, ofreciendo al ingeniero algunos cascos de la naranja que acababa de mondar.
—María Juana, no abandones la costura —dijo la Troya mayor—. Es tarde y hay que acabar la sotana esta noche.
—Hoy no se trabaja. Al demonio las agujas —exclamó Tafetán.
En seguida entonó una canción.
—La gente se para en la calle —dijo la Troya segunda, asomándose al balcón — . Los gritos de don Juan Tafetán se oyen desde la plaza... ¡Juana, Juana!
—¿Qué?
—Por la calle va Suspiritos.
La más pequeña voló al balcón.
—Tírale una cáscara de naranja.
Pepe Rey se asomó también; vio que por la calle pasaba una señora, y que con diestra puntería la menor de las Troyas le asestó un cascarazo en el moño. Después cerraron con precipitación, y las tres se esforzaban en sofocar convulsamente su risa para que no se oyera desde la vía pública.
—Hoy no se trabaja —gritó una de ellas, volcando de un puntapié la cesta de la costura.
—Es lo mismo que decir «mañana no se come» —añadió la mayor, recogiendo los enseres.
Pepe Rey se echó instintivamente mano al bolsillo. De buena gana les hubiera dado una limosna. El espectáculo de aquellas infelices huérfanas, condenadas por el mundo a causa de su frivolidad, le entristecía sobremanera. Si el único pecado de las Troyas, si el único desahogo con que compensaban su soledad, su pobreza y abandono, era tirar cortezas de naranja al transeúnte, bien se las podía disculpar. Quizás las austeras costumbres del poblachón en que vivían las había preservado del vicio; pero las desgraciadas carecían de compostura y comedimiento, fórmula común y más visible del pudor, y bien podía suponerse que habían echado por la ventana algo más que cáscaras. Pepe Rey sentía hacia ellas una lástima profunda. Observó sus miserables vestidos, compuestos, arreglados y remendados de mil modos para que pareciesen nuevos, observó sus zapatos rotos... y otra vez se llevó la mano al bolsillo.
—Podrá el vicio reinar aquí —dijo para sí—; pero las fisonomías, los muebles, todo me indica que éstos son los infelices restos de una familia honrada. Si estas pobres muchachas fueran tan malas como dicen, no vivirían tan pobremente ni trabajarían. En Orbajosa hay hombres ricos.