Authors: Benito Pérez Galdós
—Cuando los soldados y las autoridades nuevas —dijo la señora—, nos hayan llevado el último real, después de deshonrado el pueblo, enviaremos a Madrid, en una urna cristalina, a todos los valientes de Orbajosa para que los pongan en el Museo o los enseñen por las calles.
—¡Viva la señora! —exclamó con vivo ademán el que llamaban Vejarruco—. Lo que ha parlado es como el oro. No se dirá por mí que no hay valientes, pues no estoy con los Aceros, por aquello de que tiene uno tres hijos y mujer y puede suceder cualquier estropicio; que si no...
—¿Pero, tú no has dado tu palabra al gobernador? —le preguntó con amarga sonrisa la señora.
—¡Al Gobernador! —exclamó el nombrado Frasquito González—. No hay en todo el país tunante que más merezca un tiro. Gobernador y Gobierno todos son lo mismo. El cura nos predicó el domingo tantas cosas altisonantes sobre las herejías y ofensas a la religión que hacen en Madrid... ¡Oh! Había que oírle... Al fin dio muchos gritos en el púlpito, diciendo que la religión ya no tenía defensores.
—Aquí está el gran Cristóbal Ramos —dijo la señora dando fuerte palmada en el hombro del centauro — . Monta a caballo; se pasea en la plaza y en el camino real para llamar la atención de los soldados; venle éstos, se espantan de la fiera catadura del héroe, y echan todos a correr muertos de miedo.
La señora terminó su frase con una risa exagerada que se hacía más chocante por el profundo silencio de los que la oían. Caballuco estaba pálido.
—Señor Pasolargo —continuó la dama poniéndose seria—, esta noche, cuando vaya usted a su casa, mándeme acá a su hijo Bartolomé para que se quede aquí. Necesito tener buena gente en casa; y aun así, bien podrá suceder que el mejor día amanezcamos mi hija y yo asesinadas.
—¡Señora! —exclamaron todos.
—¡Señora! —gritó Caballuco levantándose—. ¿Eso es broma o qué es?
—Señor Vejarruco, señor Pasolargo —continuó la señora sin mirar al bravo de la localidad—, no estoy segura en mi casa. Ningún vecino de Orbajosa lo está, y menos yo. Vivo con el alma en un hilo. No puedo pegar los ojos en toda la noche.
—Pero ¿quién, quién se atreverá?...
—Vamos —exclamó Licurgo con ardor—, que yo, viejo y enfermo, seré capaz de batirme con todo el ejército español si tocan el pelo de la ropa a la señora...
—Con el señor Caballuco —dijo Frasquito González—, basta y sobra.
—¡Oh!, no —repuso doña Perfecta con cruel sarcasmo—. ¿No ven ustedes que Ramos ha dado su palabra al gobernador?...
Caballuco se volvió a sentar; y poniendo una pierna sobre otra, cruzó las manos sobreellas.
—Me basta un cobarde —añadió implacablemente el ama —, con tal que no haya dado palabras. Quizás pase yo por el trance de ver asaltada mi casa, de ver que me arrancan de los brazos a mi querida hija, de verme atropellada e insultada del modo más infame...
No pudo continuar. La voz se ahogó en su garganta, y rompió a llorar desconsoladamente.
—¡Señora, por Dios, cálmese usted!... Vamos... no hay motivo todavía... —dijo precipitadamente y con semblante y voz de aflicción suma don Inocencio — . También es preciso un poquito de resignación para soportar las calamidades que Dios nos envía.
—Pero ¿quién... señora? ¿Quién se atreverá a tales vituperios? —preguntó uno de los cuatro.
—Orbajosa entera se pondría sobre un pie para defender a la señora.
—Pero ¿quién, quién?... —repitieron todos.
—Vaya, no la molesten ustedes con preguntas importunas —dijo con oficiosidad el Penitenciario—. Pueden retirarse.
—No, no, que se queden —manifestó vivamente la señora secando sus lágrimas—. La compañía de mis buenos servidores es para mí un gran consuelo.
—Maldita sea mi casta —dijo el tío Lucas dándose un puñetazo en la rodilla—, si todos estos gatuperios no son obra del mismísimo sobrino de la señora.
—¿Del hijo de don Juan Rey?
—Desde que le vi en la estación de Villahorrenda y me habló con su voz melosilla y sus mimos de hombre cortesano —manifestó Licurgo—, le tuve por un grandísimo... no quiero acabar por respeto a la señora... Pero yo le conocí... le señalé desde aquel día, y yo no me equivoco. Sé muy bien, como dijo el otro, que por el hilo se saca el ovillo, por la muestra se conoce el paño y por la uña el león.
—No se hable mal en mi presencia de ese desdichado joven —dijo la de Polentinos severamente—. Por grandes que sean sus faltas, la caridad nos prohíbe hablar de ellas y darles publicidad.
—Pero la caridad —manifestó don Inocencio, con cierta energía— no nos impide precavernos contra los malos; y de eso se trata. Ya que han decaído tanto los caracteres y el valor en la desdichada Orbajosa; ya que este pueblo parece dispuesto a poner la cara para que escupan en ella cuatro soldados y un cabo, busquemos alguna defensa uniéndonos.
—Yo me defenderé como pueda —dijo con resignación y cruzando las manos doña Perfecta—. ¡Hágase la voluntad del Señor!
—Tanto ruido para nada... ¡Por vida de...! ¡En esta casa son de la piel del miedo!... — exclamó Caballuco entre serio y festivo — . No parece sino que el tal don Pepito es una
región
(léase legión) de demonios. No se asuste usted, señora mía. Mi sobrinillo Juan, que tiene trece años, guardará la casa, y veremos, sobrino por sobrino, quién puede más.
—Ya sabemos todos lo que significan tus guapezas y valentías — replicó la dama—. ¡Pobre Ramos, quieres echártela de bravucón cuando ya se ha visto que no sirves para nada!
Ramos palideció ligeramente, fijando en la señora una mirada singular en que se confundía con el espanto el respeto.
—Sí, hombre, no me mires así. Ya sabes que no me asusto de fantasmones. ¿Quieres que te hable de una vez con claridad? Pues eres un cobarde.
Ramos, moviéndose como el que siente en diversas partes de su cuerpo molestas picazones, demostraba gran desasosiego. Su nariz expelía y recogía el aire como la de un caballo. Dentro de aquel corpachón combatía consigo misma por echarse fuera rugiendo y destrozando una tormenta, una pasión, una barbaridad. Después de modular a medias algunas palabras, mascando otras, levantóse y bramó de esta manera:
—¡Le cortaré la cabeza al señor de Rey!!
—¡Qué desatino! Eres tan bruto como cobarde —dijo la señora palideciendo—. ¿Qué hablas ahí de matar, si yo no quiero me maten a nadie y mucho menos a mi sobrino, persona a quien amo a pesar de sus maldades?
—¡El homicidio! ¡Qué atrocidad! —exclamó el señor don Inocencio escandalizado—. Ese hombre está loco.
—¡Matar!... La idea tan sólo de un homicidio me horroriza, Caballuco —dijo la señora cerrando los dulces ojos—. ¡Pobre hombre! Desde que has querido mostrar valentía, has aullado como un lobo carnicero. Vete de aquí Ramos; me causas espanto.
—¿No dice la señora que tiene miedo? ¿No dice que atropellarán la casa, que robarán a la niña?
—Sí, lo temo.
—Y eso ha de hacerlo un solo hombre —indicó Ramos con desprecio, volviendo a sentarse—. Eso lo ha de hacer el don Pepe Poquita Cosa con sus matemáticas. Hice mal en decirle que le rebanaría el pescuezo. A un muñeco de ese estambre se le coge de una oreja y se le echa de remojo en el río.
—Sí, ríete ahora, bestia. No es mi sobrino solo quien ha de cometer todos esos desafueros que has mencionado y que yo temo; pues si fuese él solo no le temería. Con mandar a Librada que se ponga en la puerta con una escoba... bastaría... No es él solo, no.
—¿Pues quién...?
—Hazte el borrico. ¡No sabes tú que mi sobrino y el brigadier que manda esa condenada tropa se han confabulado...!
—¡Confabulado! —exclamó Caballuco demostrando no entender la palabra.
—Que están de compinche —dijo el tío Licurgo—. Fabulearse quiere decir estar de
compinche. Ya me barruntaba yo lo que dice la señora.
—Todo se reduce a que el brigadier y los oficiales son uña y carne de don José, y lo que él quiera lo quieren esos soldadotes, y esos soldadotes harán toda clase de atropellos y barbaridades, porque ése es su oficio.
—Y ahora no tenemos alcalde que nos ampare.
—Ni juez.
—Ni gobernador. Es decir, que estamos a merced de esa infame gentuza.
—Ayer —dijo Vejarruco— unos soldados se llevaron engañada a la hija más chica del tío Julián, y la pobre no se atrevió a volver a su casa; mas la encontraron llorando y descalza junto a la fuentecilla vieja, recogiendo los pedazos de la cántara rota.
—¡Pobre don Gregorio Palomeque, el escribano de Naharilla Alta! —dijo Frasquito González—. Estos tunantes le robaron todo el dinero que tenía en su casa. Pero el brigadier, cuando se lo contaron, contestó que era mentira.
—Tiranos, más tiranos no nacieron de madre —manifestó el otro—. ¡Cuando digo que por punto no estoy yo también con los Aceros...!
—¿Y qué se sabe de Francisco Acero? —preguntó mansamente doña Perfecta—. Sentiría que le ocurriera algún percance. Dígame usted, don Inocencio: ¿Francisco Acero, no nació en Orbajosa?
—No señora: él y su hermano son de Villajuán.
—Lo siento por Orbajosa —dijo doña Perfecta—. Esta pobre ciudad ha entrado en desgracia. ¿Sabe usted si Francisco Acero dio palabra al gobernador de no molestar a los pobres soldaditos en sus robos de doncellas, en sus irreligiosidades, en sus sacrilegios, en sus infames felonías?
Caballuco dio un salto. Ya no se sentía punzado, sino herido por feroz sablazo. Encendido el rostro y con los ojos llenos de fuego, gritó de este modo:
—¡Yo di mi palabra al gobernador, porque el gobernador me dijo que venían con buenfin!
—Bárbaro, no grites. Habla como la gente y te escucharemos.
—Le prometí que ni yo ni ninguno de mis amigos levantaríamos partidas en tierra de Orbajosa... A todo el que ha querido salir porque le retozaba la guerra en el cuerpo, le he dicho: «Vete con los Aceros, que aquí no nos movemos...» Pero tengo mucha gente honrada, sí, señora, y buena, sí, señora, y valiente, sí, señora, que está desperdigada por los caseríos y las aldeas y los arrabales y los montes, cada uno en su casa, ¿eh? Y en cuanto yo les diga la mitad de media palabra, ¿eh?, ya están todos descolgando las escopetas, ¿eh?, y echando a correr a caballo o a pie para ir a donde yo les mande... Y no me anden con gramáticas, que yo si di mi palabra, fue porque la di, y si no salgo es porque no quiero salir, y si quiero que haya partidas las habrá; y si no quiero, no: porque yo soy quien soy, el mismo hombre de siempre, bien lo saben todos... Y digo otra vez que no vengan con gramáticas ¿estamos...?, y que no me digan las cosas al revés ¿estamos...?, y si quieren que salga me lo declaren con toda la boca abierta ¿estamos...?, porque para eso nos ha dado Dios la lengua, para decir esto y aquello. Bien sabe la señora quién soy, así como bien sé yo que le debo la camisa que me pongo, y el pan que como hoy, y el primer garbanzo que chupé cuando me despecharon, y la caja en que enterraron a mi padre cuando murió, y las medicinas y el médico que me sanaron cuando estuve enfermo; y bien sabe la señora que si ella me dice: «Caballuco, rómpete la cabeza», voy a aquel rincón y contra la pared me la rompo; bien sabe la señora que si ahora dice ella que es de día, yo, aunque vea la noche, creeré que me equivoco y que es claro día; bien sabe la señora queella y su hacienda son antes que mi vida, y que si delante de mí la pica un mosquito, le perdono porque es mosquito; bien sabe la señora que la quiero más que a cuanto hay debajo del sol... A un hombre de tanto corazón se le dice: «Caballuco, so animal, haz esto o lo otro», y basta de ritólicas y mete y saca de palabrejas y sermoncillos al revés y pincha por aquí y pellizca por allá.
—Vamos, hombre, sosiégate —dijo doña Perfecta con bondad—. Te has sofocado como aquellos oradores republicanos que venían a predicar aquí la religión libre, el amor libre y no sé cuántas cosas libres... Que te traigan un vaso de agua.
Caballuco hizo con el pañuelo una especie de rodilla, apretado envoltorio o más bien pelota, y se lo paseó por la ancha frente y cogote para limpiarse ambas partes, cubiertas de sudor. Trajéronle un vaso de agua, y el señor Canónigo con una mansedumbre que cuadraba perfectamente a su carácter sacerdotal, lo tomó de manos de la criada para presentárselo y sostener el plato mientras bebía. El agua se escurría por el gaznate de Caballuco, produciendo un claqueteo sonoro.
—Ahora tráeme otro a mí, Libradita —dijo don Inocencio—. También tengo un poco de fuego dentro.
—
R
especto a lo de las partidas —dijo doña Perfecta cuando concluyeron de beber—, sólo te digo que hagas lo que tu conciencia te dicte.
—Yo no entiendo de dictados —repuso el centauro—. Haré lo que sea del gusto de la señora.
—Pues yo no te aconsejaré nada en asunto tan grave —repuso ella con la circunspección y comedimiento que tan bien le sentaban—. Eso es muy grave, gravísimo, y yo no puedo aconsejarte nada.
—Pero el parecer de usted...
—Mi parecer es que abras los ojos y veas, que abras los oídos y oigas... Consulta tu corazón... yo te concedo que tienes un gran corazón... Consulta a ese juez, a ese consejero que tanto sabe, y haz lo que él te mande.
Caballuco meditó, pensó todo lo que puede pensar una espada.
—Los de Naharilla Ata —dijo Vejarruco— nos contamos ayer y éramos trece, propios para cualquier cosita mayor... Pero como temíamos que la señora se enfadara, no hicimos nada. Es tiempo ya de trasquilar.
—No te preocupes de la trasquila —dijo la señora—. Tiempo hay. No se dejará de hacer por eso.
—Mis dos muchachos —manifestó Licurgo— riñeron ayer el uno con el otro, porque uno quería irse con Francisco Acero y el otro no. Yo les dije: «Despacio, hijos míos, que todo se andará. Esperad, que tan buen pan hacen aquí como en Francia».
—Anoche me dijo Roque Pelomalo —manifestó el tío Pasolargo — , que en cuanto el señor Ramos dijera tanto así, ya estaban todos con las armas en la mano. ¡Qué lástima que los dos hermanos Burguillos se hayan ido a labrar las tierras de Lugarnoble!
—Vaya usted a buscarlos —dijo el ama vivamente—. Lucas, proporciónale usted un caballo al tío Pasolargo.
—Yo, si la señora me lo manda, y el señor Ramos también —dijo Frasquito González—, iré a Villahorrenda a ver si Robustiano, el guarda de montes, y su hermano Pedro quieren también...
—Me parece buena idea. Robustiano no se atreve a venir a Orbajosa porque me debe un piquillo. Puedes decirle que le perdono los seis duros y medio... Esta pobre gente, que tan generosamente sabe sacrificarse por una buena idea, se contenta con tan poco... ¿No es verdad, señor don Inocencio?