Don Alfredo (34 page)

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Authors: Miguel Bonasso

Tags: #Relato, #Intriga

BOOK: Don Alfredo
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Cuando Don Alfredo supo que el periodismo tan temido rondaba su Mansión del Águila, se movió de inmediato para tratar de paliar el "exceso" de sus guardianes e impedir la publicación del artículo. Puso en juego todos sus recursos. OCA (la empresa que no era suya) era un importante anunciante de la revista y eso debía permitirle acceso a sus editores, que se vieron presionados, además, por una pléyade de legisladores, sindicalistas y altos funcionarios del gobierno de Menem, para que no publicaran su informe. La periodista Teresa Pacitti, que entonces dirigía la revista, fue la encargada de encontrarse
—off the
record—
con Yabrán en una casa de la calle Venezuela, donde el funcionario menemista Hugo Franco hacía sus negocios bajo un pabellón apostólico: el Arzobispado de Córdoba. Dos meses más tarde, Yabrán envió una tarjeta a Teresa Pacitti: un breve saludo para las fiestas navideñas que alcanzaría peligrosa notoriedad cuando estalló el caso Cabezas. La tarjeta llevaba su firma y un seudónimo inolvidable: "el Hombre Invicible" (sic). La nota, aparecida en octubre de 1991, causó conmoción murallas adentro de La Fortaleza. Aunque
Noticias
no le dio continuidad al asunto (el segundo artículo recién apareció el 15 de marzo de 1992) y algunos miembros de la familia hicieron trascender que el semanario había sido silenciado con el dinero también purpurado de OCA, Don Alfredo entró en pánico y decidió que había que poner distancia entre la Sagrada Familia y los indiscretos. Hizo algunos viajes al exterior con su esposa María Cristina y mandó a sus hijos a viajar por el mundo durante casi un año.

Mariano, el rebelde recuperado, quedó maravillado con la extensa gira y con la facilidad con que pasaron al regreso sus carritos cargados por la aduana de Ezeiza. Papá no sólo era un ídolo y un maestro. También era dueño del aeropuerto.

20

— ¿Qué es un país?

—...

Garganta Tres agarra un marcador de su poblada mesa de trabajo y dibuja en una hoja de bloc. Un país, aparentemente, es un círculo rojo con una pequeña puerta en la parte superior y otra en la parte inferior. Entre una y otra, dentro del círculo, Garganta Tres traza líneas semicurvas que van y vienen de una puerta a la otra, graneando la idea de la circulación de mercancías.
De toda clase de mercancías.

—Un país es esto, mi estimado amigo, una superficie donde las mercancías entran, circulan y salen. Quien controla las dos puertas y el movimiento en el interior es el dueño del país. Con OCA y OCASA Yabrán controlaba la circulación interna. Sus camionetas buscaban sobres y paquetitos en la bodega de los aviones y los movían
a piacere
por todo el territorio nacional sin molestas intercepciones, porque la ley protege la inviolabilidad de la correspondencia y porque aceitados contactos políticos le permitían el acceso, sin molestas inspecciones, a la panza misma de los aviones. Sólo le faltaba dar un paso más: el control de las puertas. Y lo consiguió con la entonces ignota y ahora famosa Empresa de Cargas del Atlántico Sur Sociedad Anónima, más conocida como EDCADASSA, que, por supuesto, no figuraba a su nombre. Y lo consiguió, fíjese usted cómo son las cosas, en el momento oportuno: a fines de la década del ochenta, cuando comenzó a expandirse, de manera espectacular, el lavado de dinero en la Argentina. A comienzos de los noventa perfeccionó el sistema apoderándose de las tiendas libres de impuestos, los famosos
duty free shops,
y
del servicio de rampa a los aviones. ¿Cómo? En sociedad con la fuerza que lo había protegido desde mediados de los setenta y a la que aportaba datos vitales de inteligencia. ¿O usted no sabe que el correo y el
clearing
bancario constituyen fuentes vitales de inteligencia? Y, además, fíjese lo que son las cosas, también son instrumentos idóneos para el lavado de dinero. Porque si usted tiene una máquina franqueadora de correspondencia puede falsificar el conteo y hacer figurar que mandó muchos más sobres de los que en realidad mandó. Aunque eso le suponga pagar más dinero en concepto de canon al Correo y, obviamente, mayores impuestos. De ese modo usted justifica, blanquea, la entrada "legal" de un dinero que originalmente era negro. Por otra parte, si eso le supone un egreso fiscal alto, siempre lo puede compensar con facturas falsas que equilibren las cargas. ¿Me sigue?

—Yabrán se jactaba ante sus íntimos de
ser como un país,
porque al ser dueño de las estampillas, era como si emitiera su propio papel moneda...

—Y tenía razón. De ahí su obsesión por no poner la cara, de que no se la vieran ni la fotografiaran. Si ese poder gigantesco, disimulado en una trama compleja de
holdings,
empresas fantasmas y testaferros, llegaba a encarnarse y tener nombre y apellido, se volvía automáticamente vulnerable. Un blanco relativamente fácil para esos enemigos que crecían de manera directamente proporcional a las conquistas que iba logrando al calor de una creciente privatización del Estado de la que podía beneficiarse,
hasta un punto
(que es lo que este hombre tan astuto no supo ver), hasta el punto de no interferir con la privatización total del Correo o de los mismos aeropuertos que planeaba Cavallo, hasta el punto de no interferir con la entrada de otros grupos poderosos, nacionales y extranjeros, que no se resignaban a quedar afuera o a ser socios menores del
Cartero,
y que tenían poderosos abogados de sus intereses, como el embajador de los Estados Unidos, Terence Todman. Él fue más intervencionista que Spruille Braden y acabó integrando el directorio de algunas empresas nacionales privatizadas, como Aerolíneas Argentinas (del cual se fue, por cierto, en estos días), además de ser el artífice, por supuesto, de la venta de varias empresas de Yabrán al Exxel Group. Esto constituyó, usted estará de acuerdo, un intento desesperado del
Amarillo
de negociar y salvarse, pero no fue suficiente para detener su caída.

—Entonces usted suscribe la tesis de Bunge de que Yabrán fue el "capital insolente".

—(Se ríe.) En rigor, fue un emir insolente. El último exponente de una alta burguesía autóctona nacida al calor del Estado y su agonía; que tenía gente a sueldo en el radicalismo, en el menemismo (político y sindical) y en las Fuerzas Armadas, para no mencionar a la Iglesia y el caso más que conocido de monseñor Martorell y el cardenal Primatesta. Yabrán fue un emperador que, como Napoleón, y perdone la grosera comparación, había conquistado mucho más territorio del que podía controlar, y varias cosas más, que lo hacían candidato a un final tan vertiginoso como su ascenso.

—¿Como cuáles? ¿Fue narcotraficante como sospechaban la DEA, la SIDE y los servicios de inteligencia de la Bonaerense y la Gendarmería?

—Personalmente, puedo equivocarme, pero no creo que él, directamente, fuera narcotraficante ni traficante de armas. Era demasiado inteligente para involucrarse de manera directa en el tráfico internacional como han sugerido Caviglia, el pícaro de José Luis Manzano o Cavallo. Era un gran cobrador de peaje. Recuerde el croquis que acabo de hacerle: las dos puertitas, donde había colocado las correspondientes casillas para cobrarles a todos, sin excepción. Y era, además, un excepcional lavandero. De todo lo que hubiera que lavar.

—Pero las dos puertitas sugieren otras cosas: contrabando, por ejemplo.

—Ah, bueno... El contrabando forma parte del "ser nacional". Desde los tiempos de la Colonia. La historia de este país es la historia del contrabando. Y el contrabando sigue instalado en nuestra cultura política. Vea el caso de la "Aduana paralela", o las subfacturaciones de IBM detectadas por el brigadier Echegoyen, que no hablan muy bien de los amigos extranjeros de Cavallo, para no mencionar a varios de sus funcionarios. O vea la historia de ese otro gran Padrino, mucho menos poderoso que el
Amarillo,
que fue hace treinta años el
Cacho
Otero. Otro gran nombre olvidado por las actuales generaciones, que ya no leen.

Las últimas palabras de Garganta Tres rebotan contra los estantes de su inabarcable biblioteca, convocando a un espectro legendario: Don Ángel Vicente Otero. El
Cacho.
O
el Cabeza,
en la novela de Juan Carlos Martelli. El hombre que durante los cincuenta, los sesenta y parte de los setenta manejó —a través de selvas y ríos o en los meandros secretos del Delta— el trasiego de bagayos y personas que se deslizaban entre las fluidas fronteras con Brasil, Uruguay y Paraguay. El aventurero solitario que cayó en la cordillera de los Andes mientras piloteaba un Cessna demasiado cargado y sobrevivió al impacto y al certificado de defunción que le extendían la soledad y la nieve, caminando con instinto y tesón en el rumbo correcto. El humorista que una vez fue sorprendido por la policía mientras retozaba en la cama con una rubia y preguntó sonriente quién era "el jefe de la patota" para "arreglarlo" con un maletín lleno de billetes. El navegante nocturno que cruzó al Uruguay a varios jefes militares que se habían alzado contra Perón y recibió luego protección de esos mismos oficiales cuando derrocaron a Perón y vinieron los tiempos de la "Libertadora". El zar de las carreras de caballos, que tenía un departamento justo enfrente del hipódromo de San Isidro para seguir con sus binoculares la
performance
de sus
pingos
y editar una revista que, además de publicar "fijas" para los apostadores consuetudinarios, servía también como cobertura de sus otros negocios. Como ese último
business
desdichado que le cortó de una vez la buena racha, los aceitados contactos con algunos milicos... y la vida, cuando se le dio por venderles fierros a los Montoneros. Ya no hubo maletín que le evitara ser incorporado por sus antiguos amigos a la lista de los desaparecidos.

—¿Usted los compara?

—Y... en algún sentido. Con grandes diferencias, por supuesto. Porque usted sabe quién le pergeñó el proyecto EDCADASSA a Yabrán, ¿no es cierto?

—¿El
Oreja
Fernández?

—Exacto. Don Roberto
Oreja
Fernández, que en tiempos del procesado Delconte reinaba en Ezeiza y a quien, según dice Franco Caviglia en su libro sobre Yabrán, los mismos gerentes de Villalonga Furlong consideraban un hombre clave en las principales plazas exportadoras del mundo. Especialmente Miami, la estratégica Miami, que une y separa a Manzano y sus patrones anticastristas, a Yabrán y su socio De Cabo, al gobernador Jeb Bush, amigo de Menem, a
Palito
Ortega. A tanta gente importante de aquí y de allá. A veces me pregunto qué tendrá Miami, que atrae tanto a la gente del poder. Bueno... la cosa es que el
Oreja,
usted recordará, estuvo vinculado con un tal Carlos Segura, dueño del Circo Rodas, a quien procesaron en una causa por drogas, luego del famoso operativo "Viento Norte". El
Oreja,
a mi modo de ver, es un puente entre dos épocas y dos estilos dentro de una misma actividad.

Se conocieron a fines de los ochenta, en las postrimerías del gobierno de Raúl Alfonsín, en un restaurante que confirmaba la irrefrenable tendencia de Don Alfredo por los nombres que caricaturizaban la actividad mafiosa que le atribuían: el Cosa Nostra, de la calle Cabrera, en el viejo Palermo de las esquinas borgeanas. "¡Qué nombrecito!", murmuró el hombre canoso y bigotudo que se aprestaba a conocer a un poderoso comprovinciano que, a diferencia de él, procedía de la cepa árabe y no de "los gauchos judíos" descritos por Gerchunoff. Don César
Chacho
Jaroslavsky, jefe de la bancada radical, todavía en el gobierno, llegaba al encuentro con el misterioso Alfredo Yabrán de la mano de su colega y adversario, el sindicalista petrolero Diego Ibáñez, que había sido jefe del bloque justicialista, entonces en la oposición. La renacida democracia, como se ve, permitía que los contendientes del recinto pudieran cenar como amigos a pesar de sus diferencias políticas y aun culturales, sobre todo si había un próspero empresario de por medio. Ibáñez era un hombre duro, al que se le atribuían nexos con el general Carlos Guillermo Suárez Mason, en los tiempos en que éste conducía la todavía estatal YPF, y con el almirante Emilio Eduardo Massera, en la época en que éste coqueteaba con el sindicalismo peronista y había formado su Partido de la Democracia Social, con el que aspiraba llegar a la Presidencia cuando se agotara la dictadura.

Esas dos amistades confluían en un punto: la logia Propaganda 2 de Licio Gelli, que había intentado conseguirle misiles Exocet a la Junta Militar cuando la guerra de Malvinas. YPF, se decía, había servido de cobertura en la importación de armamentos. Se hablaba, incluso, de una reunión secreta en el hotel Excelsior de Roma, a la que habían asistido Don Licio y el dirigente petrolero. Ibáñez, íntimo de Yabrán desde comienzos de los ochenta, era —junto con Lorenzo Miguel de la UOM y Jorge Triaca de Plásticos— uno de los tres capos de la "burocracia sindical". Era un típico sindicalista-empresario, dueño de la empresa de transporte El Trébol, al que se le atribuían también otras propiedades, como el hotel Costa Galana de Mar del Plata, acciones en la petrolera privada Bridas, ciento cincuenta hectáreas cercadas del golf Los Acantilados y algunos miles de hectáreas en Santa Fe. Amigo de andar con armas y con pesados como el
Coco
Mouriño, que en la cárcel —decían algunos de sus compañeros— se habían mostrado bastante dóciles con los agentes del servicio penitenciario, especialmente con un "candado" llamado Víctor Hugo Dinamarca. Ibáñez, además, había sido compañero de prisión de Carlos Menem, y desde aquellos días había trabado una sólida amistad con el riojano, que iba abriéndose camino en la interna justicialista en su afán, largamente anunciado, de llegar a la Presidencia. El dirigente de los petroleros también había conectado al gobernador de La Rioja con su amigo Yabrán. Al parecer hicieron buenas migas: Alfredo solía caer por el departamento porteño de Carlos, en la calle Cochabamba, llevando unos dátiles deliciosos que comían, sin formalismos, sentados en la cama de ese bulín que al
Cartero
le parecía muy modesto para un hombre con aspiraciones presidenciales.

Evidentemente, Ibáñez tenía buen tino para conectar a la gente, porque la cena en el Cosa Nostra fue un éxito. Los dos entrerrianos se habían olfateado con astucia provinciana y habían acabado por moverse la cola ante la mirada enternecida del restaurantero Carlos Piégari, que un tiempo después daría un salto importante al fundar Cosa Nostra Sociedad Anónima para explotar un nuevo restaurante en un lugar de moda: debajo de la autopista que enlaza con la 9 de Julio. Un lugar de encuentros estratégicos que, por imperativo de las circunstancias, pasaría a llamarse más discretamente Piégari. Allí el portador del apellido tendría como socia a una mujer muy agraciada y afortunada: la ex secretaria de Alfredo Yabrán en Lanolec, Ada Fonre, cuyo hermano Néstor, por una de esas felices casualidades que tiene la vida, sería después accionista de Interbaires SA, la empresa que manejaría los
duty free shops
de Ezeiza y con la que Yabrán decía que no tenía nada que ver. Igual que con Ada Fonre.

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