Igual que en el caso de EDCADASSA, el Grupo operó a través del
holding
Inversiones y Servicios, que era el principal accionista de Villalonga Furlong. Pero en esta oportunidad utilizó dos empresas que debieron reformar sus estatutos para hacerse cargo de las concesiones: Intercargo e Interbaires. La primera cubría en Ezeiza, Aeroparque y el aeropuerto de Córdoba los variados servicios que se brindan a una aeronave en tierra (rampa) y la segunda, las tiendas libres de impuestos. Esta vez la participación societaria del Estado a través de la Fuerza Aérea se había reducido a poco más del 20 por ciento. Inversiones y Servicios, conducida por el astuto Gigena, detentaba el 79,2 por ciento de las acciones. Tanto en el directorio de Intercargo como en el de Interbaires figuraban, en puestos clave, dos hombres del riñón de Yabrán: Carlos María
Yeyé
Cabrera y el paisano de Entre Ríos Hugo Alberto Malespina. Cabrera era brigadier retirado y en su momento se lo había considerado "el intelectual de la Fuerza". El canon para la Aeronáutica fue de trescientos mil dólares en el caso de Interbaires y de quinientos mil en el de Intercargo. Nuevamente, como había ocurrido con EDCADASSA, la contratación se hizo de manera directa, sin llamado a licitación. La concesión también fue por veinte años, renovable por otros diez.
Según denunció Caviglia, "en lo que se refiere al contrato de cesión de acciones, resulta manifiesta la subvaluación de las mismas, a punto tal que el precio total convenido fue de 20 mil australes y se retuvo como impuesto a las ganancias 540 australes en la primera operación y 6 en la segunda, cuando la rentabilidad anual de dicho negocio ronda los 60 millones de dólares". No era un cálculo exagerado: en apenas siete meses de 1991, Interbaires e Intercargo ya habían facturado 47 millones de dólares. En 1994, EDCADASSA sola facturó más de 54 millones de dólares, que treparon a 113 millones en 1997 y que deben sumarse a los 260 millones que dejaron ese año los
free shops.
También en 1994, Intercargo tuvo ingresos por 57 millones. En la alta rentabilidad pesaban, sin duda, algunas picardías que recordaban las hazañas iniciales del joven
Quico
en el juego de cartas, como el arreglo con las autoridades aeroportuarias para que se demorase la salida de los aviones a fin de que los aburridos pasajeros pasearan largamente por las tiendas libres de impuestos.
Podrá opinarse cualquier cosa sobre el brigadier Juliá, y, de hecho, él mismo admitiría mucho después que se sentía "sospechado", pero nadie podrá acusarlo de lento y burocrático: los contratos para la formación de Interbaires e Intercargo fueron preparados en veinticuatro horas y se firmaron el 24 de abril de 1990, a pesar de las resistencias externas e internas que, al igual que su antecesor, había debido sortear. Así como Crespo había tropezado con la resistencia de Corino, Juliá debió enfrentar al brigadier mayor David Eduardo Giosa, presidente de la Comisión de Contratación de la Fuerza Aérea, que insistió en llamar a licitación y fue separado por su comandante de la Comisión. Esta vez el decreto que autorizó los contratos llevaba la firma de Carlos Saúl Menem. Yabrán se había comido los aeropuertos en un santiamén y empezó a pensar seriamente que no había poder terreno capaz de ponerle límites a su voracidad.
En el vertiginoso ascenso habían quedado hombres e intereses dañados, como el brigadier Echegoyen, que ya se había retirado de la Fuerza Aérea y un día le reprochó al
Cartero
haberlo marginado de las negociaciones con Crespo. Tan luego a él, que se lo había presentado y había sido el promotor de la asociación entre la Fuerza Aérea y el Grupo. Don Alfredo asimiló el reproche y concibió una idea, que le propondría sin perder tiempo a sus amigos Aldo Elías y Erman González: había que hablar con Menem para ponerlo a Rodolfo al frente de la Aduana. Es probable que haya pensado que así reparaba el agravio y reforzaba el control de las puertas; pero seguramente no imaginó que esas puertas conducían al
Indio
Echegoyen a un balazo en la cabeza.
Con la conquista de los aeropuertos cambió cualitativamente la Guardia Imperial y nacieron los Tres Círculos. Y las tres Zapram. Dinamarca fue perdiendo peso y tuvo que ceder el primer puesto en el aparato a
Palito
Donda, que era más feroz y astuto que él y tenía por detrás a alguien todavía mucho más inteligente: el
Ratón
Laurenzano.
AGENCIA DE CONTACTOS
REQUIERE ACOMPAÑANTE MASCULINO
Imprescindible buena presencia. Presentarse con foto.
LF releyó el aviso de Clarín con una sonrisa. Se dijo que para estar a fines de los ochenta él podía parecer un poco "hippy" con la barba y la melena, pero era alto, delgado y cargaba su pinta. ¿Por qué no presentarse? Total, ¿qué se perdía? Podía llegar a ser muy divertido. Subrayó la dirección de la agencia —Suipacha al 1100— y arrancó del diario la hoja de los avisos. Se levantó con un súbito entusiasmo adolescente y volcó el café sobre las anotaciones para un artículo bastante plomardo que le habían enchufado. Atravesó la redacción con la hoja de diario en la mano y entró en el cubículo del jefe enarbolando el recorte como si fuera el Pulitzer. Al jefe de redacción le gustó la idea. En aquella época, no estaba todavía de moda el famoso Rubro 59 ofreciendo una multitud de hetairas. Y mucho menos pidiendo hombres. Apenas asomaba la cola alguna sospechosa "masajista" y los consabidos "saunas". Los dos periodistas pensaron que era un material muy adecuado para la línea de la revista y decidieron que LF se convirtiera en "acompañante masculino" y explorase el mundo poco conocido de las "agencias de contactos".
LF se vistió lo mejor que pudo, sacó pecho frente al fotógrafo de la revista y se descolgó por la agencia de la calle Suipacha, que estaba conducida por un matrimonio. Ella —según LF— era psicóloga y "estaba fuertísima". Él era arquitecto y, paradójicamente, estaba emparentado con uno de los fundadores del grupo ultramontano Tradición, Familia y Propiedad. Le hicieron varios test y le formularon toda clase de preguntas, que abarcaban desde su formación educativa hasta sus gustos. Toda clase de gustos. Con tono aséptico, profesional, la inquietante psicóloga le preguntó si tenía inhibiciones y si sólo se ofrecía como acompañante de mujeres o, llegado el caso, también de hombres.
—Si se tratara de hombres, como activo —dijo muy suelto de cuerpo el periodista, mirando las pantorrillas de la psicóloga.
Ella tomó nota sin parpadear. Terminó la entrevista y le dijeron que recibiría noticias. Más tarde supo que lo habían evaluado "de buen nivel" y lo habían incorporado a un álbum frondoso, donde —según la expresión de LF— "había chicos muy jóvenes, pero morochitos".
Al cabo de quince días lo llamó una señorita, que era "la secretaria de la Secretaria del Jefe" y lo citó en un edificio de oficinas de la calle Viamonte que LF recordaría como "un verdadero búnker", "donde había cámaras de circuito cerrado que no eran tan usuales en aquella época" y en el que fue minuciosamente identificado y acompañado al ascensor. Así llegó a una oficina bastante anodina, austeramente decorada, "con mucha madera moderna, tipo empresa americana de los años setenta". Allí funcionaba un
pool
de secretarias, que tenían los escritorios demasiado limpios y huérfanos de papeles. Una de ellas lo condujo a un privado y allí se topó con la diosa que lo había citado. Era alta, pulposa y demasiado rubia para ser cierto. Pero el teñido combinaba muy bien con su piel trigueña, bronceada y el ritmo caribeño de sus curvas. Se dijo que irradiaba progesterona y que era idéntica a Susana Giménez. A la mejor Susana Giménez. Por algunos instantes fantaseó con la idea de que le hiciera "¡shock!".
La diosa, que no parecía muy culta pero sí extremadamente astuta, lo relojeó con cancha y volvió a someterlo a un interrogatorio, mucho menos indiscreto que el de la psicóloga. Aunque pareció complacida con las respuestas del candidato, le dijo, con el tono seco de una ejecutiva, que si quería el trabajo tendría que cortarse el pelo y la barba. LF se negó en redondo y ella, seductora, negoció que aceptara al menos un recorte que lo transmutara de "hippy" en "yuppie".
—Mirá que te vamos a pagar muy bien —dijo, como
ultima
ratio.
LF quiso saber entonces en qué consistía esa tarea tan bien remunerada. Ella lo miró, preguntándose si podía confiar en semejante barbudo, y le contó la historia que había detrás del aviso de
Clarín,
sin dar nombres ni mayores precisiones. Su jefe era un hombre muy importante y exigente, con el cual solía quedarse trabajando hasta altas horas. A veces, también, debía acompañarlo en viajes que duraban dos o tres días. Esa convivencia permanente había comenzado a inquietar a la señora del Jefe, que se preguntaba, y le preguntaba al marido, cómo era posible que una chica tan linda no tuviera esposo, novio o pretendiente, porque en los dos últimos años —precisó la Susana Giménez mejorada— siempre la había visto sola en las frecuentes reuniones sociales que organizaba el empresario. Para disipar esas suspicacias, ella debía presentarle a "su pareja" lo antes posible. La ocasión para hacerlo estaba cercana: dentro de pocos días el Jefe se proponía festejar la compra de dos nuevos campos en la provincia de Entre Ríos con un gigantesco asado al que concurrirían "importantes personalidades"; allí debía estar ella con su novio para tranquilizar las suspicacias conyugales. La tarea era fácil. Debía viajar solo a Gualeguaychú, esperarla en un bar, acompañarla al asado, saludar a la señora, permanecer un rato en la fiesta vernácula como
chevalier servant
y
salir con ella de la estancia rumbo a Gualeguaychú, para regresar después, sin ella, a Buenos Aires. LF lamentó que no regresaran juntos para darle mayor realismo a la ficción de la pareja, pero obviamente no dijo nada. Por ese simple viaje, sencillo y placentero, le pagarían mil dólares. LF pensó que se pinchaba la nota de las agencias, pero la paga triplicaba el sueldo de un mes en la revista y aceptó ser pareja virtual de la dama.
—Eso sí, no te ofendas... —advirtió la diosa—, vamos a tener que comprarte buena ropa. Además —se rió— de recomendarte un buen peluquero.
LF enriqueció su vestuario con un saco inglés
cuadrillé
de James Smart, con camisa, pantalón y pañuelo de cuello haciendo juego. Unos mocasines de Botticelli reemplazaron las milanesas agujereadas que solía calzar. El recorte de pelo y barba se lo hicieron en la peluquería Adán, donde en otras épocas retocaba sus patillas Carlos Menem. Todo sufragado por la diosa.
Cuando se encontraron en un bar de la plaza principal de Gualeguaychú, la falsa Susana sonrió complacida. A su lado había un hombre alto, robusto y canoso que tenía cara de ser el Jefe. "Estos vienen de pasar la noche en el telo", se dijo LF y estiró una mano cordial hacia ese Jefe que había empezado a envidiar con toda su alma. El mandamás habló poquito y se fue enseguida. Debía hacerse cargo de los preparativos. La rubia se retocó la pintura de los labios y le dijo:
—Tenemos tiempo para charlar y para que te cuente algunas cosas mías que es imprescindible que sepas para no meter la pata en las conversaciones. Tenemos como una hora y media por delante, porque Alfredo maneja muy ligero y va a llegar mucho antes de que todo empiece.
Ella le habló vagamente del trabajo que hacía, le dio a entender que estaba separada, le contó que tenía una hija chiquita, que iba al colegio. Y, como era previsible, se extendió de manera especial en el tema de la nena. Él, por su parte, se vio en figurillas para contarle lo que hacía. Pero no importó demasiado, porque ella le inventó una nueva vida, con ocupaciones correspondientes a un hombre de cierto
status.
También establecieron cuándo y cómo se habían conocido, sin entrar en demasiados detalles "para no pisarse". Seguros de sus papeles, emprendieron la marcha rumbo al campo.
La estancia estaba a unos ochenta kilómetros de Gualeguaychú y era realmente magnífica. Paisanos de camisa blanca y faca en la rastra se ocupaban del pantagruélico asado con cuero, mientras un ejército de mozos con chaquetilla blanca no paraban de servir empanadas, saladitos y toda clase de bebidas importadas. Las mesas habían sido tendidas bajo una carpa que hubiera envidiado el Circo de Moscú y había música en vivo, con animadores. LF, que al cabo era periodista, además de actor, calculó que habría unos trescientos comensales, entre los que registró la presencia de senadores y diputados peronistas y radicales, de almirantes, generales y brigadieres, de conocidos sindicalistas, de dos gobernadores y hasta de algunos prelados, que le daban un toque cinematográfico al ágape. Todos alegres, dicharacheros, disfrutando de las generosas viandas con que los abrumaba el Jefe. Vio abrazos cálidos y fraternales entre parlamentarios que se echaban chispas en el recinto. Y vio también a la pareja real, ubicada todavía de pie, en el punto cenital del espacio, recibiendo el besamanos. El Jefe lo miró de reojo a la distancia y, cuando llegó hasta ellos, volvió a saludarlo como si recién lo conociera, con absoluta naturalidad. La mujer para la cual estaba representando esa comedia le pareció agradable, "prolija", "con un aire distinguido de provincia". La diosa lo presentó como su "novio" y la reina lo saludó con fría cortesía. A decir verdad, no le dio mucha pelota. "Tal vez pensó que yo era un pobre cornudo", reflexionaría después LF, rememorando el momento crucial de su aventura. Después del besamanos se ubicaron a distancia prudencial de la cabecera, para evitar preguntas y contradicciones. Y allí estuvieron hasta las cuatro y media o cinco de la tarde, cuando la rubia le dio un discreto codazo para partir.
Volvieron a Gualeguaychú y recalaron en el mismo boliche de la plaza donde se habían citado por la mañana. A la hora u hora y media reapareció, sonriente, el Jefe, que esta vez le apretó calurosamente la mano con una diestra que hacía juego con su corpulencia. LF se despidió cortésmente de la pareja, que también abandonó el café con rumbo desconocido. En un bolsillo del saco inglés tenía diez billetes de cien dólares que ella le había dado un rato antes.
Pasaron los años y se olvidó de la anécdota hasta agosto de 1995, cuando se produjo aquella maratónica sesión del Congreso en la que Domingo Cavallo se pasó doce horas seguidas denunciando al empresario Alfredo Enrique Nallib Yabrán como "el jefe de una mafia enquistada en el poder". El Jefe, se dijo luego LF al ver las fotos tomadas por José Luis Cabezas, estaba más gordo y encanecido, pero era el mismo que le había agradecido "su colaboración" en el bar de Gualeguaychú.