El milagro se produjo y Mariano "nació de nuevo" quince días más tarde. Su juventud, su buen estado general y los cuidados que le prodigaron lo ayudaron a restablecerse bastante rápido, de manera tan auspiciosa en el aspecto físico que quienes lo conocían bien tardaron un tiempo en percibir las secuelas mentales del trauma. Al principio, sus compañeros de colegio sólo advirtieron "la ventanita esa" sobre la oreja derecha. Pero cuando intentaron hacerle las bromas de costumbre, que él antes devolvía con otras más divertidas o pesadas, descubrieron que Mariano ya no era el rey de la chacota, que su personalidad había cambiado y que no tenía la velocidad mental que antes lo había distinguido. Su razonamiento era lento y pesado, trabado por una invencible torpeza. Por piedad, dejaron de hacerle bromas sobre la cicatriz del parietal, pero también dejaron de convocarlo a las jodas que antes del accidente lo tenían como protagonista. El progresivo aislamiento lo afectó y alimentó las tendencias conflictivas de su personalidad. En el colegio había dejado de ser el centro de atención y en casa sentía celos del hermano mayor, que había conquistado nuevas cuotas de poder y gozaba de crecientes privilegios que exhibía ante todos los que lo rodeaban. Un día, entre amigos, habían ponderado lo "buena" que estaba la modelo que hacía la propaganda televisiva del Ford Escort, y a la semana Pablo apareció con ella del brazo.
Mientras Mariano volvía lentamente a "ser persona", se operaban otras mutaciones que tardarían en ser descifradas. Hasta que Mariano cumplió su tercer año de secundario, Don Alfredo participó activamente de las fiestas escolares y fue fotografiado varias veces en aquellas celebraciones. Incluso hizo aportes que fueron comentados por padres, profesores y alumnos. Cuando Argentina salió campeón mundial en México '86, Don Alfredo envió al colegio una réplica de la Copa y varias pancartas alusivas que sirvieron para montar una exposición. El premio original estaba celosamente custodiado por los expertos de Juncadella, igual que la copa del Mundial '78 en la Argentina y la del '82 en España que habían protegido los hombres de Prosegur, la empresa del otro pichón de Don Amadeo, Herberto Gut Beltramo. Pero a partir del cuarto año del secundario de Mariano, el Hombre Invisible ya no fue visto ni fotografiado en los encuentros escolares.
Yabrán no se olvidó del médico marplatense que le devolvió a ese hijo que parecía desahuciado y que fue tan decente a la hora de facturar sus honorarios. A la distancia, sin hacerse ver, el enigmático millonario, al que los Mendiondo y sus seis hijos comenzaron a llamar "el Tío", inundó de presentes al cirujano, a su familia y al equipo que salvó la vida de Mariano. Viajes a Brasil y Europa y autos cero kilómetro fueron el prólogo del premio mayor. Un buen día, Marta, una de las hijas de Mendiondo, recibió una llamada del "Tío" en persona.
—Quiero que usted y su mamá elijan para el doctor una casa que le guste mucho y me lo hagan saber, pero sin decirle una palabra a él. Quiero que sea una sorpresa y que no se pueda negar. Que no tenga más remedio que ocuparla.
La madre y la hija se pusieron en campaña y, una tarde, Eulogio Mendiondo descubrió que era propietario de un chalet magnífico en el cruce de las calles Viamonte y Alvarado, en el barrio residencial de Los Troncos. Algunos años después, la generosidad volvería a rendirle frutos a Don Alfredo, cuando el médico marplatense, conmovido por la caída en desgracia de su benefactor, publicara una solicitada en los diarios ponderando las virtudes del presunto asesino de José Luis Cabezas. "Todo es inversión", solía ser una de las muletillas de Yabrán y, en este caso, como en el del peón Gervasoni, había resultado rigurosamente cierto.
Algunos hábitos de Mariano permanecieron invariables: le seguían gustando las fiestas y, a pesar del golpe, los motores rugientes. Como mamá María Cristina había dicho, tajante: "En esta casa se acabaron las motos", el hijo del medio tuvo que resignarse a romper autos. En menos de tres años destrozó completamente tres Fiat Uno y llevó a Don Alfredo a la conclusión de que también debían acabarse los autos, aunque más no fuera los de carrocería chica. Entonces le regaló un Renault 21 que tenía los papeles a nombre de Yabito SA. Pero no logró ablandar el corazón del accidentado, que día a día se iba volviendo más indomable, en notable contrapunto con otras facultades más aletargadas, como la capacidad para el estudio. A Mariano se le empezó a volver cuesta arriba su bachillerato bilingüe y hubo que ponerle muletas para que cruzara el Rubicon. Los ricos, por suerte, siempre encuentran gente dispuesta a colaborar y Mariano gozó de una comprensión especial para aprobar sus materias. Don Alfredo, fiel a sus códigos, volvió a mostrarse generoso con la gente amable y, tiempo después, le dio trabajo al rector del colegio en OCA.
Mariano era violento y el accidente no mejoró su carácter. En el colegio había sido amonestado alguna vez por agarrarse a trompadas con otro chico y esa propensión a pelearse se fue acentuando con los años, creándole más de un problema. Con el tiempo, también, fueron creciendo su vulnerabilidad y la inestabilidad emocional que lo llevaba a querer u odiar súbitamente a una persona, aunque esa persona fuera su padre, que pasaba alternativamente de ser "una porquería" a ser "ídolo" y "divino". A medida que crecía se tornaba más inmaduro y algunas conciencias alertas no tardaron en descubrir que continuamente elegía sustitutos de la figura paterna. El sustituto podía ser un tío, un amigo de la familia o un simple profesor, del que solía decir —a menudo de manera abrupta— "lo quiero como a un padre" o "es como si fuera mi padre".
Los conflictos, lejos de atenuarse, se acentuaron cuando la familia se mudó a la Mansión del Águila. Entre otras cosas, porque la nueva casa significó nueva gente, nueva vida. Ya antes de la mudanza tenían chofer y una discreta custodia, pero ahora la escolta era al por mayor y establecía rigurosos hábitos de seguridad que, poco a poco, separaban a todos y en particular a Mariano de los amigos de otra época. Cuando llegaban visitas, aunque fueran familiares o amigos, tenían que identificarse y los guardias llamaban por teléfono a los patrones antes de franquearles la entrada. Aun así, debían transitar los cincuenta metros que los separaban de la casa principal acompañados por un "vigilador". A veces algunos chicos, espontáneamente, encaraban con el auto hacia la subida de la entrada para ingresar con el vehículo, entonces venían los gordos de los anteojos negros, les hacían sacar el coche y hasta que no comprobaban que eran amigos no los dejaban entrar. De noche los controles alcanzaban rigores de cuartel: si algún ingenuo estacionaba el auto sobre la vereda no tardaba en ser iluminado por un poderoso reflector, que no se apagaba hasta que el intruso no estuviera debidamente identificado.
Mariano a veces resentía y malinterpretaba la seguridad obsesiva que su padre había montado para protegerlos de un posible secuestro. A veces, el muchacho se escapaba solo y no tardaba en divisar por el retrovisor un auto que venía detrás. "Mi viejo me vigila", solía comentar, "me hace seguir". Y cuando su interlocutor intentaba argumentar que lo hacía por su seguridad, replicaba, furioso: "No, me vigila. Mi viejo me quiere controlar, ¿qué hago?". Detestaba los nuevos rostros que veía alrededor y se refugiaba en la certidumbre de las escasas presencias cotidianas que venían del pasado, como la jefa de mucamas, el chofer Fernando y Anke, el viejo boxer con cistitis que se meaba encima al caminar. Pero él mismo, al poco tiempo, reemplazó a los viejos amigos que habían empezado a considerarlo un pesado imposible de bancar, por los vivillos, por los trepadores natos que medran a la sombra del poder. Y en ese palacio de leyenda, al que puntualmente llegaban la carne fresca y la leña que producían las estancias de Entre Ríos, el príncipe segundón completó su metamorfosis haciéndose
heavy
metal
con fervor, hasta el punto de tajearse la palabra
metal
en el antebrazo con un
cutter.
Luego, la desesperación le hizo avanzar en las tinieblas y se hizo, sucesivamente, anticristiano y
skinhead.
Llevaba al Anticristo colgado del cuello y merodeaba por los cónclaves del Parque Rivadavia con el cráneo afeitado (en el que destacaba, prestigioso, el tajo sobre la oreja derecha), vistiendo un buzo con la esvástica y sacudido hasta los cimientos por la percusión cardíaca de las bandas musicales de los cabezas rapadas como Comando Suicida y Doble Fuerssa. Vivía rodeado de tipos pesados y obtusos, que calzaban borceguíes, vestían ropas oscuras y alimentaban con cerveza el instinto de la cacería que pronto estallaría en batallas callejeras contra
rastas,
mestizos,
punks
y homosexuales.
Las broncas con el padre iban
in
crescendo.
Don Alfredo trató de encarrilarlo enviándolo por cortas temporadas a Entre Ríos, pero eso no dio resultado. Mariano estaba tan resentido que llegó a violar la regla de oro de Don Alfredo ("dentro de la familia, todo, fuera de ella, nada") y comentó con algunos amigos las trampas y chanchullos que perpetraba su padre para escalar más. Al llegar al quinto año del bachillerato, se fue de su casa. Se llevó el Renault 21, vendió unos equipos de audio para sobrevivir y montar un negocio y se refugió en un departamento que había dejado su abuela materna en Puente Saavedra. Para Yabrán, el desaire filial fue casi peor que el accidente. A su amigo Aldo Elías le comentó: "Nadie nos puede provocar más dolor que un hijo". El pródigo se recibió de bachiller bilingüe fuera de la tutela familiar y el patriarca, ofendido, no quiso asistir a la ceremonia de graduación. Con parte de la plata que obtuvo por la venta de los equipos, Mariano vivió sin tener que trabajar durante varios meses. Con la otra parte intentó hacer algo productivo, pero sus buenas intenciones naufragaron en aventuras con oportunistas que pretendían explotar sus afanes de independizarse del Patriarca y (en el fondo) llegar a ser como esa figura amada y odiada que había levantado un imperio de la nada.
Un buen día, uno de esos pillos se le acercó y le propuso: "Este es el negocio de tu vida". Se trataba de una famosa cadena para vender artículos de limpieza. La idea era simple y parecía muy atractiva: uno compraba la mercadería y se la daba a otro para que la vendiera, quedándose con un porcentaje; luego, ese primer vendedor traía otros cinco y así sucesivamente. El de arriba, sin moverse, iba multiplicando sus porcentajes. Mariano se entusiasmó y compró una camioneta y la mercadería para comprobar, al cabo de poco tiempo, que tenía arena entre las manos.
Como las desgracias nunca vienen solas, una noche descubrió, aterrado, que le habían robado el Renault 21. Al pensarlo mejor, cayó en la cuenta de lo que había pasado: su padre se lo había hecho robar por sus propios pesados para evitar que lo vendiera y obligarlo a volver al redil. Esta vez no era paranoia. Pocos días después del robo, llamaron a su puerta y se encontró frente a frente con su viejo, que sonreía, pero estaba muy emocionado. Se abrazaron, discutieron a los gritos y volvieron a abrazarse. Esa noche, Mariano durmió en la Mansión del Águila, en cuyo gigantesco garaje también dormía el Renault 21.
Con la misma seguridad con que antes lo había denostado, Mariano hizo la apología de su padre y negó, ante todo el mundo, haber dicho que estaba en chanchullos y cosas raras. "Mi viejo es un maestro", dijo entonces y nadie se atrevió a recordarle lo que decía de él unos meses antes. Cuando cumplió dieciocho años tuvo su premio: el padre le regaló un Renault 18 especialmente preparado para correr por el antiguo mago del equipo Torino, Oreste Berta. La vida fluía de nuevo, dentro de los canales prefijados. Cuando Mariano comenzó sus estudios de Derecho tuvo como profesor a uno de los jueces amigos de su padre, que también se hizo amigo del joven príncipe.
Entonces sonó un nuevo aldabonazo del destino en la puerta de la calle Pueyrredón. Alfredo Yabrán, el zar del correo privado, había logrado en 1989 apoderarse —en sociedad con la Fuerza Aérea— de los depósitos fiscales de Ezeiza, a través de la empresa mixta EDCADASSA y su poder —que empezaba a ser el de un Estado dentro del Estado— le había tirado encima demasiados enemigos poderosos. Circulaban
papers
—sin membrete— de la SIDE y de otros servicios, donde eran puestas bajo la lupa las empresas del Grupo (en particular, el sofisticado aparato de seguridad e inteligencia que se había desarrollado a partir de la Guardia Imperial). Franco Caviglia, un joven diputado del Grupo de los Ocho, había empezado a meter las narices en sus asuntos (con el apoyo reservado de algunos hombres de la DGI) y pronto algunos periodistas, todavía escasos y aislados, habían decidido retomar los olvidados artículos de Alberto Ferrari y Alberto Ronzoni en
El Porteño
para tratar de echar luz sobre el enigmático empresario, totalmente desconocido por la opinión pública. Y esa luz pública era para Yabrán lo mismo que la luz solar para Drácula.
"El primer disparo fue al aire. El segundo pasó demasiado cerca de donde nacen las ideas como para no sentirse aludidos. 'Un paso más y les vuelo la cabeza', anunció convincente la voz morena, antes de apretar el gatillo por tercera vez. Y nada hacía suponer que bromeaba. Tanto el fotógrafo como el cronista de
Noticias
comprendieron entonces que ya habían jugado con su suerte más de lo razonable y optaron por desistir en su intento de hablar con Alfredo Enrique Nallib Yabrán (52), el hombre más enigmático de la Argentina, uno de los accionistas privilegiados del poder."
Así comenzaba la primera de las doce notas que el semanario
Noticias
dedicó a Yabrán entre el 15 de octubre de 1991 y el 21 de diciembre de 1996, un mes antes del asesinato de José Luis Cabezas. La nota, titulada "Un pacto de silencio", estaba firmada por el joven periodista Fernando Amato y ocupaba seis páginas de la revista que había suplantado a
La Semana
en editorial Perfil. Un antetítulo anunciaba: "El enigmático señor Yabrán y el caso Ezeiza", y el copete introductorio ampliaba la información sobre el desconocido: "Acusado de diversos delitos económicos, su solo nombre genera temor y misterio". Una foto de Yabrán, con el pelo negro, conseguida trabajosamente en Larroque, completaba el destape. En aquel momento todavía no se hablaba de aduanas paralelas y muy pocos sabían lo que significaba EDCADASSA, Interbaires e InterCargo, las tres empresas del
holding
Inversiones y Servicios que cubrían todos los servicios aeroportuarios. Menos aún se sabía lo que eran las tres Zapram, encargadas de brindar seguridad a las anteriores.