Días de amor y engaños (34 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Tags: #Narrativa

BOOK: Días de amor y engaños
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La encontró más bonita de lo que recordaba cuando le abrió la puerta. O no se había fijado bien, o tener un amante la hacía resplandecer. Creyó percibir un cierto temor en su mirada, pero podían tratarse de figuraciones suyas, de un exceso de atención.

—Te he traído un artículo que a lo mejor te gusta leer. Estaba en el dominical de esta semana.

—¡Ah, gracias, qué detalle! Pasa, acabo de hacer café.

Se sentaron en la cocina y después de servir las tazas Victoria ojeó el recorte. Cabeceó apreciativamente:

—Interesante, lo leeré. Me alegro de que te hayas acordado de mi faceta profesional. Aquí acaba teniendo una la sensación de que es una ama de casa de lo más tradicional. Tú con tus traducciones no debes de sufrir ese síndrome...

—¡Mis traducciones! —exclamó con deje irónico—. Cualquier día me llamará el editor para decirme que no es necesario que continúe.

—¿Por qué?

—Porque mi traducción de Tolstoi no avanza. No me preguntes el motivo, ni yo misma me lo explico. Supongo que es algo que está sucediéndome con el autor.

—¿No habías traducido nada suyo con anterioridad?

—Nunca sus diarios. Ése es el problema, cada vez voy conociéndolo mejor como persona y lo que veo no me gusta demasiado. No sé, es un tipo muy loco. En el fondo le interesaba más la religión que la literatura. ¡Y ese odio cerval a su esposa pero sin querer separarse de ella! Traducir sus diarios ha sido contraproducente. Si descubrimos el auténtico trasfondo de la gente las cosas cambian, ¿no?

—Supongo.

—Todos tendemos a ocultar los aspectos más desagradables de nuestra personalidad, los más turbios.

Victoria sonrió con un rictus tenso:

—Afortunadamente, no soy una gran psicóloga. No suelo conocer a la gente en profundidad.

—A mí también pueden engañarme.

—Pues es obvio que Tolstoi no lo ha conseguido.

—¿Por qué estudiaste química?

—¡Hace tanto tiempo de eso! La verdad es que en un principio decidí estudiar medicina, pero me dio miedo. No tengo un carácter muy fuerte, y pensé que tratar siempre con gente enferma acabaría por deprimirme.

—¡Te comprendo muy bien! A mí me deprime incluso tratar con gente sana.

Parecía desconcertada, pero no tenía ganas de hablar. La miró y sonrió aun a riesgo de parecer enigmática.

—¿Quieres más café? —le ofreció Victoria precipitadamente.

—No, no, gracias. Me voy. Aunque nadie lo diría, tengo muchas cosas que hacer.

En ningún momento se le ocurrió insistir. Victoria sólo quería a aquellas alturas verla desaparecer cuanto antes. Era evidente que sabía o al menos sospechaba algo. ¿A santo de qué aquella visita imprevista con el absurdo subterfugio del artículo periodístico? Pero lo más llamativo habían sido sus palabras, cargadas de doble intención, llenas de significados ocultos. También su sonrisa irónica, la mirada inquisitiva de sus ojos. Un poco de calma, podía estar imaginándolo. ¿Eran apreciaciones sin fundamento? Intentó serenarse. Cogió un libro y procuró concentrarse en la lectura, pero saltaba de un párrafo a otro sin enterarse de nada. Mandó un mensaje al móvil de Santiago: «Llámame en cuanto puedas.» En algún momento tendría cobertura y podría leerlo. Tras haberlo escrito se intranquilizó, era una frase demasiado contundente para algo que sólo estaba basado en conjeturas. Él podría interpretarla pensando que había sucedido algo peor. Pasaría un mal rato. Tomó de nuevo el teléfono y escribió esta vez: «No es nada grave.» Así estaba mejor. Se dio cuenta de que le temblaban las manos. Era presa de una gran agitación. No debía permitirse perder los nervios. Lo más terrible que podía pasar era que Paula se hubiera enterado de algún modo y que quisiera jugar un rato. Era una reacción que estaría de acuerdo con su personalidad. Quizá se proponía dar el golpe final más adelante. Pero todo el mundo acabaría enterándose de la verdad; de manera que el riesgo radicaría en que las cosas sufrirían un adelanto, nada más. Fue relajándose poco a poco. Debía confiar en Santiago. Él era un hombre con los pies bien anclados en la realidad. En todo momento sabría qué hacer. Tomó el libro y consiguió leer. Al cabo de un rato se durmió.

La sobresaltó el timbre del teléfono. La voz de Santiago la llenó de alegría. Estaba confusa, recién salida del sueño.

—Victoria, he podido leer tus mensajes. ¿Ocurre algo?

—No sé, lo más probable es que se trate de figuraciones mías. Debo de estar más nerviosa de lo que creo.

—¿Y bien?

—Paula vino a verme. Me trajo un artículo de periódico para que lo leyera. Tomamos un café y... en fin, tuve la sensación de que sabe algo, de que estaba jugando al ratón y al gato conmigo.

—No, no creo que fueran figuraciones tuyas. Yo tuve la misma sensación este fin de semana, por eso me vine al campamento. Alguien se lo ha dicho.

—Pero ¿quién?, ¿Darío?

—Da igual, eso no es lo importante. De cualquier modo, no te angusties, parece necesario que tomemos una determinación. No podemos seguir así. Este fin de semana debemos hablar con ellos, contarles que estamos enamorados y que tenemos intención de marcharnos. Después nos quedaremos un tiempo hasta que se produzcan las reacciones, las explicaciones, lo que sea necesario. Y más tarde nos iremos, tenga yo o no tenga ese nuevo trabajo. Piensa en este plan y dime si estás de acuerdo.

Victoria se quedó callada, había llegado el momento de la verdad. Oyó la voz firme de Santiago:

—¿Me has oído, Victoria?

—Sí, te he oído. No es necesario pensar demasiado, no creo que tengamos otra alternativa.

Pensar, pensar... ¿qué significaba pensar, qué podía pensar sobre aquello que no la llevara siempre a la misma conclusión? El dolor. El dolor puro ante la perspectiva de tener que decirle a Ramón algo tan enorme como que ya no lo amaba. El pánico frío al momento en que tuviera que confesarle que se había enamorado de otro hombre y que se iba con él dejándolo todo: su matrimonio, sus hijos, su casa... todo. Le parecía imposible llegar a pronunciar esas palabras. El no comprendería nada, no podía comprender, puesto que no habían existido indicios previos, crisis anteriores, ninguna transición hacia la ruptura. El lento deterioro, casi imperceptible, de su relación no era antesala suficiente para aquella resolución tan brutal. Pero aquella entrevista era insoslayable. No podía huir dejándole una nota en el imán de la nevera. Debía hacerle entender a su marido que entre ellos hacía tiempo que no había amor, sino comprensión, ternura, camaradería, nada parecido al arrastre tempestuoso de la pasión. Aquella conversación podía dar pie a análisis posteriores sobre la situación. Ramón se daría cuenta de que aquélla no era una decisión tomada con ligereza, sino una consecuencia del vacío que reinaba entre los dos. Todo saldría bien, debía animarse. Santiago lo había previsto todo. Era un hombre fiable, sólido, seguro de sí mismo. Sin duda obraba siempre así frente a todas las cosas. Nunca más se sentiría sola. ¿O quizá al cabo de los años se produciría también un distanciamiento? No, esta vez no. Esta vez todo sería perfecto.

Susy no descolgó el teléfono porque sabía que era su madre quien lo hacía sonar. Había decidido no responder a sus llamadas durante un tiempo. Esa sería la primera parte de su «reeducación». La segunda consistiría en coger el auricular y decirle: «Déjame en paz. No quiero hablar contigo. No hay nada que tratar. Ya te llamaré yo más adelante.» De momento no tenía coraje para enfrentarse a ella de esa manera, y no respondiendo a sus llamadas lo único que había conseguido era que dejara mensajes a Henry preguntándole qué era lo que ocurría. Finalmente su marido se enfureció con ella.

—Cariño, ¿no podrías evitar que tu madre me diese la lata de este modo? ¿Dónde te metes, por qué no le contestas? Ponte en contacto con ella de una vez, yo tengo mucho trabajo.

—He decidido cortar nuestras conversaciones telefónicas. Más adelante, cuando lo tenga bien asumido, le diré que no quiero volver a verla.

—Crees que es así como se arreglan las cosas, ¿verdad?, eso es lo que crees. ¿Cuándo dejarás de comportarte como una niña, Susan, cuándo? Te advierto que mi paciencia tiene un límite.

—Déjame en paz.

Colgó con brusquedad y se sintió feliz por haberse atrevido a hacerlo. Rebelarse era más fácil de lo que parecía, más satisfactorio también. Henry se sentía con autoridad para llamarla y pegarle una bronca, exactamente como si fuera una estudiante de secundaria. Pero las cosas estaban cambiando, México la estaba cambiando. ¡Viva México libre!, gritó mentalmente, y casi se echó a reír. Obrar por sí misma, según sus auténticas inclinaciones, no iba a resultar tan complicado finalmente. Todo consistía en no tener miedo a lo que pudiera descubrir en su interior. Adiós al miedo, adiós.

Victoria no había podido dormir bien ninguna de aquellas noches. Veía acercarse el fin de semana como si fuera una fecha fatídica en vez del inicio de su nueva vida. El viernes a mediodía no consiguió probar bocado. Tenía un nudo en el estómago que incluso le impedía respirar bien. Sus intentos de serenarse eran inútiles. Le costaba controlarse, nunca antes había estado tan nerviosa. Le hubiera gustado tener a mano alguna píldora tranquilizante, pero eso no era algo que figurara entre sus necesidades habituales. De hecho, no recordaba haber tomado jamás. Solía ser una mujer tranquila, si bien en esta ocasión la inquietud estaba ganándole la partida. Pensó que no podía enfrentarse así a Ramón, ni abordar la conversación más trascendente de su vida en un estado semejante. No, no lo haría, no hablaría con él ese fin de semana, lo dejaría para más adelante. Pero ¿qué estaba diciendo?, ya no había vuelta atrás. En aquella historia estaban todos implicados. Ya no había vuelta atrás.

A las siete de la tarde llegó Ramón desde la obra. Le dio un beso en la mejilla, sin fijarse en que estaba pálida y desencajada. Preguntó si cenaban con alguien aquella noche. Comentó que se encontraba muy cansado. Fue a ducharse. Ella preparó maquinalmente un aperitivo y lo sirvió en el porche, donde ya esperaban los periódicos del día. Era la rutina de todos los viernes, que ahora le pareció un rito pavoroso. Se bebió el primer martini de un solo trago, como una medicina. Su mente seguía luchando, intentando encontrar una coartada moral: su matrimonio parecía perfecto, pero ¿acaso la frialdad de su marido era normal? Si todo era tan impecable, ¿por qué hacía tiempo que se sentía tan sola?, ¿por qué se supone que es posible vivir sin amor? En cualquier caso, su deseo de encontrar últimas excusas le pareció patético a ella misma. Se disponía a ser injusta, tremendamente injusta. De un momento a otro le causaría un daño inmenso a Ramón. De acuerdo, debía asumirlo, así es la vida. La vida no es un regalo, unas veces da y otras quita, es así.

Ramón se había puesto un short y una camisa limpia, tenía el pelo húmedo. Le sonrió al salir al porche. Se caló las gafas, se sirvió un martini.

—Veo que tú ya has empezado a darle al alcohol. ¿Qué tal la semana?

—Bien, todo bien.

—¿Manuela no os ha organizado fiestas ni visitas turísticas?

—Afortunadamente, no.

—Entonces es que se ha portado bien.

Abrió el periódico por las páginas dedicadas a los deportes, bebió un sorbo y se enfrascó en la lectura. Ella se quedó quieta. Al cabo de un momento Ramón levantó la vista y preguntó:

—¿Tú no lees?

—Quiero hablar contigo, Ramón.

Bajó el periódico, algo sorprendido por el tono grave de su mujer.

—Bien, adelante.

—Quítate las gafas y escúchame.

Victoria se sentía fuerte y tranquila de repente, dueña de sí misma y de la situación. Todo su nerviosismo anterior había desaparecido. La invadió una gran paz, incluso una sensación física agradable.

—Es muy doloroso lo que voy a decirte. Para ti, pero también para mí.

La observaba con una gran extrañeza, como si no acabara de creer por completo lo que oía.

—Bueno, ¿qué pasa?; me estás alarmando.

—Ramón, estoy enamorada de otro hombre.

Cortó ahí la frase con plena conciencia de lo que hacía.

Notó el impacto reflejado en la cara de él. En décimas de segundo fue advirtiendo su esfuerzo por entender sus palabras, su sorpresa, su intento de recomponerse tras el golpe.

—¡Vaya, eso sí que es una novedad! ¿Y puedo saber de quién?

—Santiago Herrera.

Ahí el cambio de su rostro fue mucho más marcado. Enrojeció hasta la raíz del pelo y sus rasgos se tensaron.

—¿Qué dices? ¿Te has vuelto loca?

—No estoy loca. Nos hemos enamorado. Lo siento, Ramón, de verdad.

Se quedó un buen rato callado. Luego levantó la cara hacia ella, furioso:

—Magnífico, te has enamorado de un compañero de trabajo, y aquí, en un lugar como éste, en una colonia cerrada. Me parece algo... rastrero, inconcebible... no sé cómo calificarlo, en serio.

—La historia ha sido corta. Hemos preferido contarlo para no prolongar una situación de engaño.

Se levantó, tiró las gafas sobre la mesa y empezó a dar paseos por la terraza, cada vez más colérico.

—¡Muy bien, qué considerados! Hay que felicitaros, desde luego. ¿Y dónde habéis estado follando? Porque, naturalmente, habéis estado follando. Habrá sido en esta casa, supongo, porque en la suya estaba su mujer.

—Si es eso lo que te preocupa, tranquilízate, no ha sido aquí.

—¡Oh, gracias, gracias, cuánta delicadeza! ¿Habéis pedido la casa a un amigo mexicano, ha sido en un hotel?

—¿De verdad es eso lo único que te inquieta? ¿No crees que deberías pensar en por qué ha sucedido todo esto, en qué estaba pasando en nuestro matrimonio, en cómo se ha dado lugar a esta situación?

—¡Ah, no, querida mía, tú te has enamorado y tú cargas con la responsabilidad! A mí no me metas en el fregado, no busques tranquilizar tu conciencia. ¿Cómo has podido...?

Un sollozo le cortó la palabra. Para atajarlo, se apretó los ojos con ambas manos. Dio media vuelta y salió precipitadamente.

—Ramón, ¿adónde vas?

—¡Déjame!

Se quedó sola, descargada de cualquier tensión, tranquila. Había creído que sentiría en su propia piel todas las sensaciones por las que su marido pasara; pero no había sucedido así. Al contrario, lo contemplaba con una distancia absoluta, como si fuera un extraño. Estaba tan relajada que podría haberse dormido. De pronto tenía mucho sueño, un cansancio agradable se apoderó de sus músculos, aflojándolos. Un momento después volvió Ramón.

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