Días de amor y engaños (32 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Tags: #Narrativa

BOOK: Días de amor y engaños
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Su aura era muy distinta de la que revoloteaba alrededor de la cabeza de Paula. Y, sin embargo, también se la estaba pegando a su marido. ¿Qué ocurría en su caso, también su matrimonio fallaba? Extraño, porque Ramón parecía un hombre fiable, extremadamente reservado y trabajador hasta el exceso. Hubiera jurado que no guardaba vicios ocultos: ni pendenciero, ni jugador ni donjuán, todas aquellas cosas que eran tradicionalmente veneno masculino para la relación. Aunque, sin embargo, ¿quién sabía, quién sabe nunca lo que ocurre entre los miembros de una pareja? Muchos hubieran pensado que él y Susy formaban una maravillosa familia llena de ilusión y juventud, y sin embargo... La vida de casados es difícil: viejas rencillas, heridas no cicatrizadas que se reabren con el tiempo... Pensó que si Victoria estaba actuando como lo hacía sólo por el aburrimiento y el cansancio que generan las largas relaciones... si lo hacía sólo por eso merecía que la abofetearan. Porque es sabido que ese hastío de las convivencias prolongadas, esa falta de alicientes galantes pueden superarse con comprensión y tolerancia mutuas. Sobrellevar eso es la clave de los matrimonios longevos y felices. Sus padres eran católicos en un barrio en el que casi todas las familias tenían orígenes protestantes. Llevaban un montón de años casados, toda la vida.

Siempre los había visto en armonía absoluta, siempre dedicados en cuerpo y alma el uno al otro y ambos a sus hijos. En su casa se consideraba el divorcio como una terrible fatalidad. Recordaba haber regresado del colegio contando cómo los padres de algún compañero se habían separado. Su madre siempre se tomaba muy a pecho aquella información y solía decirles a él y a sus hermanos: «Rezad esta noche para que Dios acompañe a ese chico en su camino y dadle gracias por haber tenido una familia como la que tenéis.» Sonrió levemente al representarse a su madre con su pinta anticuada, sus anticuados valores, sus limpios ojos azules y su olor a colonia de lavanda. Era una imagen tranquila a la que retroceder cuando su vida se hacía abrumadora. Aunque probablemente el mundo al que pertenecían sus padres había dejado de existir. En ocasiones sólo era posible el divorcio, volver a empezar junto a otra persona o en solitario. Lo contrario era negar la libertad del individuo, restarle la ocasión de enmendar sus errores.

¡Ojalá que Susy mantuviera la boca cerrada, que lo que debía ocultarse permaneciera oculto y sólo saliera a la luz aquello que sus protagonistas desearan! ¡Detestaba las tensiones, las disputas, los escándalos! Le hubiera resultado muy difícil seguir trabajando en un ambiente enrarecido desde el punto de vista humano. Lo malo era que, sabiendo lo que sabía, aquel ambiente ya había empezado a enrarecerse para él.

Después de hacer el amor se refugiaba en su pecho velludo. Era lo único que lograba calmar la inquietud que había empezado a sentir casi continuamente. Aun segura de que nadie conocía su secreto, se sentía juzgada.

—Marchémonos a España, Santiago, ahora mismo. No esperemos más.

—Ten un poco de paciencia. Me han contestado de una de las empresas a las que escribí. Estoy seguro de que muy pronto llegaremos a un acuerdo.

—Puedes resolver eso cuando estemos ya en España. Si necesitamos dinero podemos contar con mis ingresos.

Se incorporó y, sosteniendo la cabeza en el brazo acodado, la miró con una mezcla de preocupación y regocijo.

—¿Quieres que te rapte como en las novelas antiguas? No podemos largarnos por las buenas. Habrá que hablar con nuestras parejas, y cuando ya lo hayamos hecho, tendremos que aguantar aún un poco porque vendrán unos días complicados: explicaciones, enfados y, por último, llegaremos a algunos compromisos sobre nuestras separaciones, algo mínimo, una base sobre la que más tarde podemos tratar. Pero marcharse sin más es impensable, ¿no te das cuenta?

—Sí, me doy cuenta, pero no sé, tengo miedo, estoy cada día más histérica. Me ha dado por pensar que algo puede salir mal.

—Todo saldrá bien.

—Entonces, ¿por qué no hablar ahora mismo con Ramón y Paula?, ¿a qué esperamos? Cuanto antes, mejor.

—Para que salgan bien las cosas hay que obrar con prudencia, con previsión. En cualquier caso, es cuestión de una semana, Victoria; estoy convencido de que me darán ese trabajo.

—¿Cómo puedes tener tanta sangre fría?

—Tengo sangre fría porque yo vivo en nuestra vida futura, mientras tú todavía estás viviendo en la anterior. Me preocupo por nuestra nueva organización, le doy forma para que no falle. Es la única manera que conozco para que no se tuerzan las cosas.

—Esta situación me hace sentirme muy culpable.

—Ya lo sé, es incómodo, es desasosegante, pero hay que mantener la cabeza completamente fría. Vamos muy de prisa, no te quepa la menor duda. En unos días nos hemos enamorado y hemos tomado la decisión de romper nuestros matrimonios, de vivir juntos los dos. Hay gente que tarda años en llegar hasta ahí.

—¡Justo!, que hayamos ido tan de prisa también me da miedo.

—Vamos a ver... por un lado quieres acelerar el proceso, y por otro te da miedo lo mucho que hemos corrido hasta aquí. ¿Puedes explicarme eso?, aparentemente es muy contradictorio.

—Estoy histérica, ya te lo he dicho.

—Pues contra la histeria conozco un viejo remedio. Verás, todo consiste en asestar unos buenos bocados en el cogote de la histérica en cuestión. Algo así.

Se abalanzó sobre ella y empezó a morderle la nuca. Victoria ni se molestó en protestar, reía, intentando zafarse de su fuerza. Huyendo de él se bajó de la cama al suelo, pero sufrió un placaje instantáneo. Allí, sobre aquellas losetas mil veces fregadas que olían a refrescante tierra húmeda, hicieron el amor. Allí llegaron hasta el fondo de sus sentimientos. Ella no recordaba haber experimentado antes nada parecido. Los registros de su propio cuerpo la sorprendieron. Después se sintió felizmente cansada, quiso dormir.

Habían cenado solos en el club. Eso no resultaba extraño, era viernes y la mayor parte de las familias acudían el sábado. La noche del viernes, con los hombres recién llegados de la obra, todos preferían dedicarla a la intimidad. Pero él no se sentía con ánimos para aguantar una velada cara a cara en su casa. Aunque frente a Victoria procuraba que no se notara, lo cierto es que aquella situación también hacía mella en él. Cenar en el club era escoger un punto neutro en el que nada pesaba tanto. Además, había encontrado a Paula especialmente lúcida y serena.

Comieron intercambiando frases intrascendentes sobre las incidencias en la vida de la colonia y la obra. Paula estaba tan relajada que por un momento él pensó que era una buena ocasión para contarle la verdad. Aunque se le antojaba imposible que fuera a tomarlo de modo razonable; tendría a buen seguro una reacción imprevista, algo aparatoso y fuera de lo común. Temía los primeros instantes tras saberlo, la irrupción de su personalidad extrema. Difícilmente recibiría la confesión de una manera discreta y adulta. No, organizaría una auténtica función teatral, y aun eso podía considerarse como un mal menor. El grado de histrionismo dependería de cuánto bebiera. Él sabía que en ningún caso se comportaría como una mujer normal: escuchando, discutiendo, llorando o enfureciéndose. Paula, no. Se quitó de la cabeza la idea de sincerarse, aunque hubiera sido la ocasión ideal, aún resultaba prematuro, había que esperar un poco más. Estaba preocupado; pensaba que si no obtenía el trabajo al que optaba se vería obligado a cambiar a una ciudad distinta de aquella en la que Victoria había vivido, quizá a otro país. Si eso ocurría, temía que ella, lejos de su trabajo y su ambiente, no se adaptase a la nueva situación. Por eso pensaba que era preciso caminar con pies de plomo, no librar nada a la improvisación.

Volvieron a casa sin encontrarse con nadie en los jardines. Sorprendentemente, ella no le pidió que tomaran una copa en el bar del club ni, como hacía otras veces, se quedó allí para tomarla sola. Tampoco al llegar sacó una botella de whisky al porche, donde se instalaron para leer, ni se dirigió a su estudio para, presuntamente, trabajar en su traducción. La noche era tranquila, perfumada como sólo pueden serlo las noches de México. Lo que resultaba en teoría un cuadro ideal al que no estaba acostumbrado, lo desazonaba especialmente. ¡Cuánto hubiera dado tiempo atrás por disfrutar de unas circunstancias parecidas! Nunca había pedido demasiado: una velada leyendo junto a su mujer sin tensiones ni recelos. Una noche de la que se conociera de antemano cuál iba a ser el final: notando cómo la brisa entra por la ventana hasta despertar a un día nuevo. Pero ya era demasiado tarde, ya no habría más intentos de enderezar las cosas. Ya no había futuro para los dos. Cerró el libro de golpe.

—Me voy a dormir, Paula, tengo sueño.

—¿Tan pronto?

—Mañana he quedado con Henry a las nueve para un partido de tenis. Quiero estar descansado.

—Lástima, hace una noche tan agradable...

—Hasta mañana.

Subió a la habitación y entró en el baño para darse una ducha. El agua tibia le hizo relajarse, pero cuando salió, se dio cuenta con sorpresa de que Paula ya estaba en la cama, leyendo. Hacía mucho tiempo que no se acostaban a la vez, aunque siguieran durmiendo juntos. Uno de los dos se quedaba en el salón y no acudía hasta que calculaba que el otro ya estaba dormido.

—He cambiado de idea. Yo también quiero levantarme temprano.

Santiago asintió, tomó su libro e intentó leer, aunque todo aquello le hacía presagiar algo imprevisto. Al cabo de un instante notó cómo, bajo las sábanas, la mano de Paula se posaba en su sexo. Se quedó quieto, luego le cogió la mano y, procurando no ser brusco, la apartó. Había pasado más de un año desde la última vez que hicieron el amor. Le sonrió con tristeza.

—Déjalo, Paula, por favor.

Ella se tensó visiblemente, se incorporó en la cama:

—¿Qué pasa, es que nuestro maravilloso matrimonio ya no sirve ni para esto?

Santiago se sintió exasperado, harto de ironías, de dobles sentidos, de inútiles batallas dialécticas:

—Creí que habíamos llegado a un acuerdo tácito, que la época de las broncas ya había quedado atrás.

—¡Yo no pretendo tener ninguna bronca, sólo pretendo follar!, ¿o es que follar conmigo es una agresión para ti?

Santiago echó la ropa de la cama a un lado, se levantó con ímpetu, empezó a vestirse. Paula lo observaba.

—¿Qué estás haciendo?

—Me voy a la obra. Pasaré el fin de semana allí. No me siento con ganas de discusiones. No puedo más, en serio.

—¿Y qué les dirás a tus ilustres colegas?

—Nada, no les diré nada. No creo que necesiten ninguna explicación. Te conocen ya, ven cómo te comportas, cómo has llegado a ser, y eso es suficiente para que comprendan que alguien ya no pueda soportar más seguir a tu lado. Nos veremos la semana que viene. Adiós.

Salió del dormitorio caminando a grandes zancadas. Estaba furioso, más furioso de lo que correspondía a lo acontecido. Poco a poco fue dándose cuenta de que, aun de modo inconsciente, había sentido auténticos deseos de ser cruel con Paula, de devolverle una a una todas sus ofensas. Le guardaba rencor por aquellos años, y aunque no había querido admitirlo frente a sí mismo, había en su actitud una clara aspiración de venganza. Intentó calmarse, aquello no lo llevaría a ninguna parte. Si quería romper su silencio lo haría, pero sólo en el momento en que se sintiera tranquilo y dueño de sí mismo.

Arrancó el motor, y el hecho de conducir, junto al aire fresco que le daba en la cara, empezó a apaciguarlo. Había sido juguete demasiados años de los conflictos internos de su mujer, de su descontento, de su crisis perpetua. Pero aquello había acabado, debía esforzarse por dirigir sus sentimientos hacia el futuro, por no dejarse atrapar en la ira que provoca el resentimiento. Era imprescindible acabar con su matrimonio lo antes posible, Victoria llevaba razón. Aquel mismo lunes volvería a llamar a la empresa contactada para urgirles una respuesta. Les diría que tenía problemas humanos con el equipo de trabajo, eso era algo que se entendía con facilidad. Todo el mundo lo conocía en el sector, tenía un prestigio profesional probado que bien podía sustentar una excusa así. También debía acordarse de telefonear a Henry para anular la cita del día siguiente. Dejando así la colonia, permaneciendo en la obra todo el fin de semana, se condenaba a no ver a Victoria ni de pasada, pero necesitaba alejarse de una Paula de nuevo en pie de guerra, jugando un estéril juego de desgaste que ya no correspondía, que ni siquiera comprendía qué lo había llevado a revivir. Estaba demasiado harto, demasiado, y no se veía con arrestos de controlar su furia, una furia que ni siquiera sabía que moraba dentro de él.

Paula sonrió en la soledad de su dormitorio. Flotando en el ambiente quedaba el olor de la colonia que él había utilizado después de ducharse. Probablemente aquella fragancia imprecisa sería la última cosa íntima que conservaría de su marido. La prueba realizada había dado positivo: lo que le había contado la estúpida americana era cierto. También era cierto lo que ella había deducido a partir de aquel dato: Santiago se había enamorado. La virulencia de su reacción lo confirmaba. Nunca antes había decidido ausentarse todo el fin de semana. Por muy impertinente que ella se hubiera mostrado, por mucho que hubiera bebido. Y bien, toda una novedad, como en los viejos folletines, «otra ocupaba ahora su corazón». Después de tantos años manteniendo la ficción matrimonial, ahora Santiago pasaba a la acción y probablemente se largaría con su nuevo amor. ¿Aquello la afectaba? Más de lo que nunca hubiera pensado. Ninguno de los dos había tenido la valentía de enfrentarse al otro y decirle: «Ya no te quiero.» Incluso seguían durmiendo en la misma cama. Era como si, habiéndose hecho tanto daño en lo fundamental, quisieran conservar intacto lo aparente. Suponía que, en el fondo, había sido miedo. Miedo a la soledad, a la ruptura, a reconocer el fracaso abiertamente, miedo al futuro. Pero ahora él había encontrado el coraje suficiente gracias a otra mujer. Era la solución más corriente en casos como el suyo, convivencias enquistadas en la nada. Lo sorprendente residía en que no hubiera sucedido antes. A partir de ahora todo sería muy previsible, muy vulgar. Al menos había que agradecerle a Santiago que no se hubiera prendado de una jovenzuela descerebrada, sino de una mujer hecha y derecha, con hijos, con una profesión juiciosa y un temperamento equilibrado. Perfecto, muy buena elección, aunque un poco comprometida en aquel marco tan cerrado, tan familiar. Nada, sin embargo, que el amor no pueda vencer. Santiago ya nunca podría decir que la vida lo había tratado mal. El destino siempre acaba por compensar a aquellos que tienen la valentía de quemar sus naves. Bajó al salón y se sirvió un whisky largo.

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