Días de amor y engaños (38 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Tags: #Narrativa

BOOK: Días de amor y engaños
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¿Se lo contaría a Manuela cuando llegara a casa? Acabaría contándoselo, por supuesto, pero aquella noche no, aquella noche quería compartir el secreto con los amantes. De ese modo, tenía la sensación de estar haciendo algo prohibido y agradable, como si fuera él mismo quien estuviera a punto de fugarse e iniciar un vuelo sin control.

Tal y como ella esperaba, Ramón volvió. Eran las siete de la mañana del domingo cuando oyó abrirse la puerta de la calle, cerrarse después. Ramón entró en el dormitorio donde ella yacía sobre la cama, vestida aún.

—¿No has dormido? —le preguntó.

—A ratos.

—Voy a preparar café. Si te parece, bajas a desayunar y charlamos un rato.

—En seguida voy.

Se lavó la cara con abundante agua. Hubiera querido ducharse, pero no le pareció pertinente hacerlo esperar. Se miró en el espejo del lavabo y no se reconoció. La sorprendió la decisión de su mirada, que se imponía sobre los estragos del cansancio.

En la claridad de la cocina pudo comprobar que Ramón también estaba pálido y ojeroso. Lo miró mientras él se afanaba con los preparativos del desayuno y sintió una tristeza infinita. ¿Por qué, por qué era necesario hacerlo sufrir? Su esposo puso todo cuanto había preparado sobre la mesa y se sentó frente a ella.

—Bien cargado, como siempre, ¿verdad?

—Sí —musitó Victoria con miedo de echarse a llorar.

Él empezó a hablar con una inesperada animación.

—Bueno, querida, creo que, en primer lugar, te debo una disculpa. Mi reacción y mi salida de ayer fueron... impresentables, ¿para qué nos vamos a engañar?

Ella deseó con fuerza que no siguiera con aquel tono conciliador, tan impostado. Quiso que todo pasara pronto. Se imaginó a sí misma junto a Santiago, los dos muy lejos de allí. Ramón continuó:

—Además, he estado toda la noche pensando y, en fin, Victoria, creo que llevas razón. He pasado mucho tiempo como levitando por encima de nuestra realidad, sin darme cuenta de que esa realidad es lo único que vale. Me he dejado llevar por el trabajo, por la rutina, y sé que soy un hombre que no destaca precisamente por su originalidad o por su animación y...

Victoria intentó atajarlo débilmente:

—Ramón, no digas eso, no se trata de...

—No, déjame acabar. Lo cierto es que soy un pasmarote de hombre, ¿para qué emplear otras palabras si éstas se me ajustan bien? A veces no veo la necesidad de expresarme, de hablarte y decirte que... bueno, que todo está bien, que te quiero con toda mi alma. Pues bueno, pues no se me ocurre abrir la boca, y, sin embargo, hay que hacerlo, hay que esforzarse por que la convivencia se renueve, para que sea incitadora, divertida.

Ella no pudo contenerse por más tiempo y las lágrimas empezaron a rodarle por la cara, sigilosamente.

—Encima, últimamente, todo está peor si cabe. Esta obra de la presa es difícil, absorbente. Para colmo, vivimos toda la semana separados, y cuando yo vengo sigo pensando en los malditos problemas del trabajo. Y este país... tan distinto de nuestras costumbres, tan hostil para los españoles... Mira, ¿sabes qué he pensado?, que le pueden dar morcilla a la obra y a la madre de la obra. Voy a plantarme delante de Adolfo y a decirle que nos volvemos a España. Mi puesto en la empresa está asegurado. De hecho, me dijeron que cuando me cansara podía volver. Bueno, pues ya me he cansado.

Se calló de pronto, la miró:

—¿Por qué lloras, Victoria?

Negaba con la cabeza, sin que la congoja le permitiera articular palabra.

—¿Por qué lloras así? Contéstame.

—Me voy a marchar, Ramón, me voy a marchar —dijo en voz muy baja.

Él se levantó, se puso a su lado, le cogió la mano:

—Pero, Victoria, ¿qué haces tú con ese desconocido? Tú eres mi niña, ¿no te das cuenta?, ¡mi niña! Venga, sécate los ojos y hagamos planes de futuro. ¿De acuerdo?

Ella sintió de repente un ramalazo de rabia. Pero ¿no se daba cuenta?, ¿no comprendía que era inútil darle unos golpecitos en la espalda y prometerle que todo volvería a empezar? ¿Es que no la tomaba en serio, no era capaz de advertir la magnitud de lo que ella sentía por otro hombre, de la gravedad de la situación? Se desasió bruscamente y gritó:

—¡No!

Ramón se apartó dos pasos, la miró con una frialdad llena de odio y dijo:

—Muy bien, tú te vas, pero yo voy a llamar inmediatamente a los chicos para decirles que su querida mamá se larga con otro. Adiós.

Desapareció a toda velocidad. La embargó una enorme desesperación. ¿Qué iba a hacer, correr al teléfono en una enloquecida carrera por ser la primera? No, se quedó sentada, llorando sin consuelo. ¿Aquello era todo lo que Ramón quería hablar con ella? ¿Aquél era su único análisis de la situación? ¡Y aquel cambio tan brusco de actitud! Estaba claro que no tenía mucha fe en su propia estrategia de un nuevo acercamiento. Empezó a secarse los ojos. Estaba desquiciado y, además, nunca llegaría a enterarse de por qué había fracasado su matrimonio. Se sonó la nariz. Estaba segura de que cumpliría su amenaza de llamar a los chicos. Daba igual, ella les daría su versión cuando llegara el momento. Poco a poco, la compasión que sentía hacia su marido fue disminuyendo. Se dio cuenta de que, a partir de entonces, su pasado en común y los buenos momentos vividos contarían mucho menos. Comprendió que, dentro de muy poco tiempo, habrían pasado a ser adversarios.

Aquel lunes, tanto Adolfo como Henry tenían los nervios a flor de piel. A primera hora de la mañana solía celebrarse una reunión en la que se planificaba el trabajo de la semana. Adolfo la desconvocó. Luego se preguntó si había hecho bien. Quizá la sistemática de las reuniones, los temas estrictamente laborales, hubieran hecho el primer encuentro de Ramón y Santiago menos violento. Sin duda, ese momento difícil podía posponerse, pero tarde o temprano acabaría produciéndose. Por tanto, era mejor escoger una ocasión propicia que dejarlo al azar. Claro que si se desentendía y permitía que se encontraran por su cuenta, se evitaba un trance desagradable. ¿Por qué tenía que apechugar él con eso? No se había comprometido a ocuparse también de las puestas en escena psicológicas, sino sólo de propiciar una distancia de los dos hombres en la obra.

La medida de suspender la reunión sin aviso previo ni explicación alguna sorprendió a todos menos a Henry. Él en seguida dedujo que su jefe ya había sido informado de la historia, y no le cupo ninguna duda cuando comprobó en la distribución de personal que Santiago había sido situado en el tajo norte y Ramón en el sur. No era una organización habitual.

Ramón llegó a la misma conclusión. Bien, de modo que Adolfo ya había sido alertado y su decisión consistía en no dar ocasión al escándalo. Una actitud conservadora y prudente, muy propia de su jefe. Pronto lo sabría todo el mundo, pero eso había dejado de importarle. En un principio le horrorizó pensar en todos los comentarios que suscitaría el
affaire,
pero ya le daba lo mismo. La monótona vida del campamento y la colonia se vería animada por los cotilleos. Tendrían que darle un sobresueldo por elevar la moral de los residentes. Desde luego no sería él quien se escondiera como si fuera culpable de algo. Se mantendría en su lugar y haría gala de dignidad, en ningún caso se retiraría a un rincón oscuro. Eran Victoria y Santiago quienes deberían sentirse avergonzados. ¿Tan urgente era su enamoramiento que no habían podido esperar a que la obra terminara? Sonrió amargamente. Victoria, su casta esposa, bien se la había jugado cuando menos lo esperaba. Y encima, intentaba justificar la traición con la falacia de que su relación matrimonial estaba muerta. Como si el matrimonio fuera necesariamente una fiesta continua, un baile alegre, una celebración, una película romántica de la época dorada de Hollywood. Pero no conseguiría engañarlo por ese camino. Él sabía que había sido un buen marido. La había querido y respetado todos los días de su vida. A otro perro con el hueso del desamor. Todo era una cuestión de sexo. Si eso había conseguido sorprenderlo, le sorprendía mucho más que el elegido fuera Santiago. ¿Qué tenía de especial? Parecía bastante evidente que había sido él quien la había estado acosando hasta lograr seducirla. Debía de haberla convencido con cuatro tópicos manidos sobre la pasión incontenible, la fuerza del amor maduro... las mujeres son especialmente sensibles a toda esa basura. Y aunque Victoria siempre le había parecido inmune a semejante farfolla vacía, más equilibrada y sensata que el resto, al final se había dejado engañar. Santiago, el hombre impasible, ¡menudo cabrón había resultado ser! Por supuesto él no tenía nada que perder, con aquella esposa impresentable. Suponía que al encontrarse con Victoria había visto el cielo abierto: una mujer serena, reflexiva, adaptada con normalidad a la vida, y no aquella alcohólica enloquecida que lo dejaba en ridículo sistemáticamente. Su matrimonio era sin duda un infierno, porque el modo en que Paula se comportaba no debía de haber surgido anteayer. No, se trataba de una degeneración progresiva. Ni siquiera comprendía cómo habían venido juntos a México. Y en medio de aquella crisis galopante que debía de alcanzar ya lo intolerable, pasaba por allí una blanca paloma. Encima, no se trataba de una estúpida palomita joven a la que hay que enseñar a convivir, sino de una mujer hecha y derecha con las mismas costumbres, la misma cultura y el mismo nivel social. Cómodo. Entonces, aquel cabrón se enamora de ella de modo poco casual y le susurra palabras hermosas. Lo extraño, lo incomprensible era que su esposa se hubiera dejado atrapar en una trampa tan burda y tan evidente. ¿No era capaz de ver la realidad? Porque, claro, a saber cómo sería el tal Santiago, una mujer tampoco se vuelve alcohólica así como así. ¡Habría que ver lo que había tenido que soportar Paula en los años con su marido! Quizá infidelidades de todo tipo, desprecios. Parecía el típico perdonavidas que pasa por estar siempre seguro de sí mismo, y eso gusta a las mujeres. Pero, a la larga, Victoria se arrepentiría, si es que no se arrepentía a los tres meses, a los seis como máximo. Entonces Santiago no habría perdido gran cosa, ni un matrimonio estable ni hijos. Pero Victoria, sí, Victoria lo perdería todo. Dudaba que sus hijos entendieran jamás su decisión, que volvieran a dirigirle la palabra. Aún no los había llamado. No sabía si dejar que fuera ella quien tuviera que enfrentar la confesión, decirles fríamente por teléfono que pensaba marcharse, abandonar la casa, la familia. ¿Cuándo tenían decidido largarse aquellos dos? Pronto, suponía, no creía que fueran capaces de aguantar por mucho tiempo aquella situación ambigua. Además, estaban separados, sin poder follar. ¿Dónde debían de haberse encontrado durante aquella época del enamoramiento, y cuánto había durado ésta? ¿Cuánto tiempo llevaban acostándose juntos? Imaginó a su esposa desnuda en la cama con Santiago y no lo pudo soportar. Debía borrar aquella imagen de modo rápido, instantáneo, no volvérsela a representar. Era intolerable, terrible, excesivo, demasiado doloroso.

Abandonó bruscamente el barracón en el que trabajaba y fue en busca de Adolfo. Lo encontró en su despacho, con un montón de papeles sobre la mesa. Entró sin llamar, sin saludar.

—Adolfo, por lo que se ve ya estás enterado de la movida, así que no hace falta que disimulemos, ¿de acuerdo?

El tono era tan agresivo que Adolfo se asustó. Bien, se dijo, era inevitable, debía bregar con aquello. Intentó que su voz se oyera serena:

—Siéntate, Ramón, por favor.

—No hace falta. Dime cómo te has enterado.

—Santiago vino a verme. Dejará la obra dentro de quince días.

—¡Vaya, ya sabes más que yo! Dicen que el marido es siempre el último en tener noticias.

—No lo sabe nadie más.

—Pues que se enteren, que se enteren de cómo las gasta ese hijo de puta seduciendo a la mujer de un compañero.

—Ramón, siéntate y tranquilízate un poco, te lo ruego.

Se sentó con violencia. Adolfo no recordaba haberlo visto nunca tan alterado.

—Ya has visto qué mujer tiene, una especie de borracha crónica que no lo deja en paz. Se ve que la mía le pareció mejor. Así son las cosas.

—Mira, Ramón, el trago es duro, nadie lo duda. Y todo lo que yo te diga no te va a servir de mucho. Pero me gustaría que tuvieras presente una cosa: todos somos gente civilizada. Por eso, para que nunca tengas que arrepentirte de alguna acción irreflexiva o alguna palabra mal dicha, lo mejor es conservar el control de ti mismo.

—No te preocupes, no voy a manchar la reputación de nuestra magnífica empresa con escándalos.

—No lo digo por eso, Ramón, la empresa me importa tres cojones en estos momentos. Pero no quiero que te precipites actuando o hablando mientras estás tan dolido. Lo más razonable es intentar serenarse, afrontar todo esto con la mayor frialdad posible. Y te aseguro que comprendo muy bien lo que sientes.

—¡Ah, no, eso no, es el último lugar común que esperaba oír de ti! ¿Es que Manuela va a abandonarte, te ha amenazado siquiera alguna vez con hacerlo? Nunca, ¿verdad? ¿Te has visto alguna vez en la tesitura de aparecer ante tus compañeros de trabajo como un gilipollas a quien le birlan la mujer en sus propios morros? Bueno, pues no me digas que sabes cómo me siento, porque no es verdad. Tú no sabes qué es sentirse como una mierda, Adolfo, y así es como me siento yo.

Se levantó bruscamente y salió. Adolfo no intentó retenerlo, era inútil. Suspiró profundamente y se pasó las manos por la cara en un gesto de desolada preocupación. «Los hombres tranquilos es lo que tienen —pensó—, van callando, van callando y al final las tensiones acumuladas los hacen saltar con más violencia que al resto. Y no hay nadie inmune a la tensión, nadie. Todos somos más parecidos de lo que creemos. Somos todos prácticamente iguales.» Ramón se equivocaba al pensar que él no imaginaba cómo debía de sentirse. Era muy consciente del viacrucis por el que debía de estar pasando. Todos somos iguales, un sueco y un italiano, un chino y un senegalés. Reaccionaba igual un peón que un ingeniero. Claro que la base cultural del ingeniero acabaría por hacer su aparición y moderaría sus reacciones. Si bien en el caso del peón sería el sentido común lo que se manifestaría, haciéndole también rebajar la fuerza del incendio interior. Nunca llegaba la sangre al río entre gente normal. Él esperaba que la sangre se quedara bien lejos en aquella ocasión.

Miró los papeles que tenía delante, llenos de cálculos, los planos, el ordenador encendido que palpitaba, con un salvapantallas de pececitos expuesto. Trabajar se iba a hacer complicado durante unos días. Confiaba en que la obra no se resintiera demasiado. Era verdad que la empresa le importaba tres cojones en aquel momento, pero no tanto como para poder permitirse aguantar que le pegaran una bronca desde España cuando enviara los resultados de aquel último mes.

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