Creyó que había llegado el momento de servirse una copita de tequila, un dedito nomás, como ellos decían, un sorbito que la librara de este encierro de México, que era como la gran clínica universal de las mentes perdidas. Una clientela selecta de histéricos, neuróticos y descontentadizos que han perdido el norte y la razón y los estribos y el oremus, pero que siempre lo recuperan en este país. «Este país te pone frente a ti mismo», pensó.
Notó la lava incandescente descender por el esófago. La onda expansiva del fuego eterno. Tomó también una rayita de coca. Se tumbó sobre la alfombra y miró la reproducción de un cuadro de Frida Kahlo que algún decorador descerebrado había puesto en la pared. Se levantó porque quedarse allí equivalía a la desesperación. Salió a los jardines de la colonia. Otra copa estaría bien, pero no en el club. Se dirigió caminando a San Miguel, pero de pronto alguien se puso a su altura. Vio con disgusto quién era.
—Susan,
honey,
querida, hoy no estoy de humor. Quiero estar sola.
—Si quisieras estar sola te hubieras quedado en casa. ¿Adónde vas?
—A embrutecer mi alma.
—¡Vaya, hoy estás inspirada, qué bien! Voy contigo.
—Con la poca cortesía que me queda te pido que me dejes.
—Me arriesgaré a que se te acabe la cortesía.
—¡Lárgate de una puta vez y déjame en paz!
—¡Bah, creí que podías ser más grosera!
Paula se volvió por primera vez a mirarla, sorprendida por su tono indiferente y festivo.
—Nunca acabo de entender qué quieres de mí, Susy.
—Ser tu amiga.
—Hay muchas mujeres en la colonia.
—Me aburren. Tú te mueves en terrenos que yo no he pisado.
—Ni los pisarás.
—¿Qué te hace pensar eso, piensas que soy la típica niña boba sin problemas?
—No tengo tiempo para pensar en ti, querida.
—También crees que una réplica tuya me puede destrozar, pero no es así.
Paula la miró fijamente. Bien, bien, de acuerdo, por qué no, por qué no tomar una copa con alguien en vez de beber en soledad. Llegaron hasta San Miguel sin volver a dirigirse la palabra. Aquella niña sin problemas, o con problemas ocultos, le daba igual, quería dotarse de algunas experiencias gracias a ella. Bien, muy bien, ¿por qué no? La condujo al bar miserable que ambas habían descubierto. Paula preguntó al hombre de la barra, siempre serio, siempre sucio, dónde podían encontrar al guía.
—Tiene una casita en la calle que sigue para abajo, la única que es azul.
Muy fácil, mejor así. Una calle estrecha. Una casa medio ruinosa. Llamaron a la puerta, no había nadie. Paula se sentó en el suelo, en pleno camino polvoriento, pues no había aceras. Se quedó mirando un punto en el aire. Susy se sentó a su lado. Había que reconocer que la niña tonta tenía cierto coraje.
—¿Qué crees que pasará si alguien nos reconoce sentadas aquí, americanita?
—Pensarán que somos dos turistas que han salido a pasear.
—Nada más falso, sin embargo. Yo soy una artista inmortal disfrazada de traductora que anda buscando materiales para su nuevo libro, inmortal también. Y tú... tú eres mi escudera.
—Eso me gusta. ¿Te has metido algo?
—Un par de tequilas y una línea. Nada como para derrumbar las murallas de Jericó.
—¿Llevas algo encima?
—Sí.
—¿Puedes pasarme un poco?
—Sí, pero vete a la esquina y escóndete un poco. Una cosa es que nos sentemos en el suelo y otra que te pesquen esnifando y tengamos que pagar la mordida.
Susy hizo lo que Paula le decía y luego regresó a sentarse de nuevo.
—¿Para qué esperamos al guía, Paula?
—Obviamente para follárnoslo.
—¿Las dos a la vez?
—Me escandalizas, niña, de verdad. Nos lo follaremos por riguroso turno de antigüedad. España no trajo aquí la evangelización para andar ahora echando polvos comunitarios que harían enrojecer a Isabel la Católica.
—¿Podrá con las dos?
—Le va en ello el honor de los pueblos indígenas.
Susy empezó a reírse. Sus carcajadas rebotaron en las paredes de las casas, pobres y despintadas. Pasó otra hora sin que el guía apareciera. Siguieron tomando coca. Susy había entrado en un estado de euforia y lucidez, enlazaba un parlamento con otro. Paula la escuchaba sin responder. Por fin apareció el guía balanceando sus caderas como un cowboy de película barata. Llevaba puestas sus sempiternas gafas de sol, de modo que Paula no pudo descubrir si su expresión denotaba sorpresa al verlas. Llegó hasta donde estaban siempre al mismo paso y se plantó frente a ellas. Enseñó sus dientes muy blancos en una sonrisa sin filiación.
—¡Vaya!, ¿cómo están?
Paula se levantó perezosamente y lo miró con desprecio.
—Nos han dicho que vives aquí.
—Pasen, las invito a una copita de pulque.
—Sólo un momento. Vamos de compras y hemos pensado que tú quizá tienes algo que vender.
Fijó los ojos en el suelo, evaluando la situación, y guardó silencio un momento.
—¿Alguien se lo dijo o lo imaginaron nomás?
—Pura intuición.
—Pasen, veremos qué hay.
Susy se puso en pie y los siguió hasta el interior. Había enmudecido. La casa estaba compuesta de una sola estancia con el suelo de hormigón y las paredes encaladas. A un lado, una cocina de gas, una mesa y una alacena con utensilios. Al otro, un catre, un armario ropero y un arcón con herrajes de hierro. En el fondo había una puerta que debía de conducir a un patio trasero. El guía cogió tres vasos y los puso sobre la mesa. Cuando les sirvió la bebida, Paula se dio cuenta de que el tipo llevaba una pistola en el cinturón, oculta bajo la cazadora. «Nada especial —pensó—, en México todo el mundo debe de llevar una arma.»
—Vamos a tomar un pulquecito.
—Oye, ya te he dicho que venimos a comprar. Dejemos la copa para otra ocasión.
—No todo es comprar y vender. Se tiene que hacer un trato, y yo no hago tratos sin beber una copa.
—¡Me encantan los mexicanos, siempre tan ceremoniosos! —dijo Susy estúpidamente.
—Está bien, bebamos, pero después el trato.
Fue hasta el arcón y sacó un manojo de llaves del bolsillo. Lo abrió y volvió hasta ellas con una bolsita blanca en la mano.
—Supongo que es esto lo que quieren, pero tengo otras cosas, más flojas y también más fuertes.
Paula hizo ademán de coger la bolsa, pero él se la hurtó.
—¿Cuánto pides por eso?
—Se lo escribo en un papel. No hay que hablar de dinero, trae mala suerte.
Escribió una cantidad en un trozo de papel de envolver y se lo pasó. Paula asintió tras leerlo. Le dio lo que pedía. Entonces bebieron. Susy sonreía, encantada.
—Nos vamos.
—¿No quieren tomar asiento?
—No, pero a lo mejor otro día queremos volver a comprar.
—Siempre tengo buen material para los buenos clientes.
—¿Y si queremos algo que no está en ese arcón?
—Si es algo que yo les pueda dar...
—Espero que sí.
—Ustedes ya saben que yo siempre puedo hacer un trato con gente decente.
Salieron sin añadir ni una palabra más. Cuando se habían alejado bastante, Susy se puso a aplaudir.
—¡Bravo, me encanta tu estilo! Parecía que estaba viendo una de esas películas de cine independiente americano.
Paula se paró en seco, la miró con desdén:
—Para ti todo es un juego, ¿verdad?, incluso la vida. No hay nada que no pueda convertirse en un alegre pasatiempo.
Susy torció el gesto, los ojos se le llenaron de lágrimas de rabia. Apretó las mandíbulas. Su ánimo experimentaba una brusca bajada tras la euforia.
—Por el contrario, tú eres una mujer experimentada que todo lo sabe y todo lo valora en su justa medida.
—¡Vaya!, ¿qué te parece? El cachorrito encantador va sacando el carácter. No te parezco una mujer experimentada, más bien debo parecerte una bruja terrible, ¿no?
Estaban frente a frente, paradas en medio de la calle. Paula miraba a la americana con una sonrisa irónica pintada en la boca. Susy también sonrió del mismo modo.
—No tienes ni idea de nada, Paula.
—¿Eso crees?, puede que lleves razón, no saber nada es privilegio de sabios.
—Estoy hablando en serio, muy en serio. Andas por ahí montando números de mujer fatal mientras Victoria está tirándose a tu marido. ¿Sabías eso, lo sabías?
Paula no la entendió en un primer momento. Tuvo que reflexionar sobre lo que acababa de oír. Sin intentar disimular su desconcierto, preguntó:
—¿De qué estás hablando?
—Estoy hablando de algo que sé muy bien. Santiago y Victoria son amantes.
—¿Es verdad lo que dices?
Susy seguía sonriendo, paladeaba los resultados de su directo al estómago.
—¡Contéstame!, ¿es verdad lo que dices?
—Los vi besándose apasionadamente en el jardín durante la cena de Navidad. Todos estabais en la fiesta, yo salí un momento a tomar el aire y allí estaban. No se dieron cuenta de mi presencia, pero estaba cerca, te lo aseguro, lo suficientemente cerca como para contemplar la escena con toda claridad.
Se asustó al comprobar la expresión enajenada de Paula. Su enfado empezó a perder fuerza.
—Bueno, eso es lo que vi; si se acuestan juntos o no...
Paula habló en un susurro, como para sí misma:
—Por supuesto, por supuesto que se acostarán. No somos adolescentes en el instituto.
Susy estaba ya seriamente alarmada. Por primera vez calibraba el alcance de su confesión. Intentó dar marcha atrás con torpeza:
—Yo que tú no me preocuparía demasiado ni le daría demasiada importancia. Todos habíamos bebido bastante, y esas cosas...
—Ahórrate los consuelos, querida, Santiago y yo hace tiempo que llevamos vidas separadas.
Susy se preguntó si aquello era verdad. Se dio cuenta en seguida de que no lo era. Simplemente Paula había retomado el control de la situación. Volvía a su papel habitual, se ponía su máscara de siempre. Bien, podía disimular cuanto quisiera, ella estaba segura de haberle propinado un buen golpe, justo el que estaba necesitando desde hacía tiempo. Ya era suficiente, estaba cansada de ser la niña buena de aquella función. Todo el mundo tiene un flanco débil, una parte de sí mismo expuesta a los vientos y las tempestades. No sólo ella era frágil. De hecho, a partir de ese momento se volvería más fuerte. Hasta allí había llegado su intento de buscar apoyos, referencias, amistad y amor. Ahora ella también entraría en la categoría de los hijos de puta, como todo el mundo, porque para andar solo por la vida es necesario serlo. Hay que acotar el territorio, negar el pan aunque no vayas a comértelo, desconfiar, traicionar. Se sintió satisfecha de sí misma. La próxima vez que su madre la llamara por teléfono se atrevería al fin a decirle todo lo que pensaba: «Mamá, he venido a México para huir de ti. Te detesto. No vuelvas a llamarme. Y si llamas a Henry suplicándole que interceda por ti, que estás al borde del suicidio, tampoco te servirá de nada. Tampoco a él le haré el menor caso. En realidad, ni tú ni él me necesitáis para nada; y me he dado cuenta de que yo ya no os necesito a vosotros.» Después de articular mentalmente todos aquellos propósitos, cayó en la cuenta de que no era la primera vez que los hacía. Sólo que, analizando los matices de su estado de ánimo, se sentía más firme y con más pujanza que en el pasado. Aquel tiempo en la colonia, conviviendo con gente diversa, separada parcialmente de su marido, había sido beneficioso para ella. Había aprendido que los hechos diarios precipitaban reacciones, que las personas no pueden enquistarse eternamente en sus problemas. Había descubierto sobre todo que siempre se está solo, de modo que resulta imprescindible evolucionar, aunque sea permitiendo que la pérdida de la esperanza nos lleve por derroteros desconocidos.
Manuela se probó el vestido típico mexicano y concluyó que, lucido por ella, parecía un disfraz. Además, ya no tenía el talle fino y la falda ajustada a la cintura resaltaba aquel defecto propio de la edad. Estaba planeando la organización de un baile de carácter autóctono a beneficio de los huérfanos de la región. Aquella idea le rondaba por la cabeza desde tiempo atrás. Se trataba de hacer algo que pudiera paliar el sufrimiento local. Y los huérfanos le parecían un objetivo perfecto; porque bien habría huérfanos allí. Huérfanos los hay en todas partes, y si el lugar es pobre, muchos más. Incluso los huérfanos ricos necesitan cariño y comprensión. No tener padres es lo peor que le puede pasar a un niño. Los padres son quienes realmente velan por nosotros, de modo que si algún niño carece de ellos alguna persona de buen corazón está obligada moralmente a echarles una mano. Y cuando decía alguna persona estaba pensando en una mujer, naturalmente, no es ningún secreto que son las mujeres quienes se ocupan de que el mundo sea un lugar un poco menos inhóspito sin esperar nada a cambio. Ella siempre había tenido una tendencia innata a practicar la caridad, que se manifestó desde bien pequeña. Recogía perros abandonados y sucios que hacían poner el grito en el cielo a su madre, y se apuntaba a todas las campañas benéficas que se organizaban en su colegio de monjas: «Ningún niño sin juguetes en Navidad», «Canastillas del recién nacido», etc. Había pensado muchas veces que, de no haber sido una ocupada madre de familia, su ilusión hubiera consistido en dirigir una ONG. Ni siquiera instalarse a vivir temporalmente en países africanos la hubiera asustado. Tenía cualidades para la organización, eso nadie podía negarlo, y era capaz de aguantar el tirón aunque fuera necesario trabajar muchas horas. Pero su camino no había ido por ahí. Al formar su propia familia, había adquirido una responsabilidad tan importante para ella que anulaba cualquier otra opción. Claro que ahora, cuando todos los miembros de su clan habían encontrado acomodo en la vida, bien podía dedicarse un poco a los demás. Estaba en el lugar indicado, un país donde mucha gente aún sufría necesidad. Cuando recapacitaba y se daba cuenta de que llevaba más de dos años allí sin haber hecho nada, sufría un ataque de mala conciencia. Sin contar con que sus dotes estaban desperdiciándose. Decidió que llamaría a aquella trabajadora social española que había cenado con ellos tiempo atrás y le ofrecería sus servicios como cooperante. Si bien un ofrecimiento no específico resultaba peligroso. Aquella chica podía responderle que sólo necesitaban dinero o darle órdenes concretas sobre menesteres que no eran los más indicados para ella. Y Dios sabía que su vocación no era obedecer, si lo hubiera sido, si su carácter la hubiera llevado a acatar órdenes sin rechistar, se habría metido a monja. En cualquier caso, la fiesta folclórica quedaba descartada. No se presentaría en público vestida como una Adelita entrada en carnes. Buscaría otra solución, hablaría con Adolfo.