Tras los postres, la cooperante se relajó y sorbió el café como si fuera un elixir de vida. Entonces Manuela le preguntó si estaba casada, si tenía hijos.
—No, y no creo que me case nunca. Este trabajo es difícil de compatibilizar, comporta demasiadas obligaciones.
—Seguro que te escandaliza un poco vernos aquí, metidas en esta colonia sin preocuparnos de nada más —dijo Victoria.
—No, ¿por qué? Vuestros maridos están haciendo un buen trabajo aquí, y vosotras los acompañáis. Es como una prolongación de vuestra vida en España.
—Dicho así, aún suena peor.
Rieron todos. La cooperante encendió un cigarrillo, se echó hacia atrás en la silla y lanzó el humo al aire con gesto satisfecho.
—Tampoco es que yo renunciara a cosas maravillosas para hacer lo que hago. La verdad es que llevaba una vida bastante absurda.
—Si todo el que lleva una vida absurda escogiera tu opción, las ONG estarían llenas de voluntarios.
—Cada vez lo están más. Nadie les pregunta cuáles son sus motivos para estar ahí.
Manuela exclamó, cargada de ímpetu:
—Adolfo, ¿por qué no hacemos nada por ayudar a los campesinos de la región?
—Hemos creado muchos puestos de trabajo en la presa.
—Me refiero a algo más concreto.
—¿Obras de caridad?
Manuela dio un cariñoso manotazo en el brazo de su marido a modo de protesta y se dirigió a la cooperante:
—No le hagas caso, los hombres siempre van a lo suyo. Pero haremos algo, ya verás, una fiesta benéfica en la embajada, un té con donativos... no sé, algo se me ocurrirá.
—No he aceptado tu invitación para pediros nada.
—Ya lo sé, pero tengo ganas de que colaboremos en tu organización. Estaremos en contacto.
La chica sonrió. Salieron al porche para tomar una copa. El sol proyectaba una luz especial sobre el verde intenso de las plantas. Victoria se había entristecido. Quizá lo que debía hacer para no traicionar a nadie era convertirse en voluntaria, vivir una vida ajena a sí misma, libre de aquel pequeño círculo donde moraba la culpa.
Mientras atravesaban los jardines de la colonia para regresar a su casa, Ramón le preguntó:
—De modo que todo el mundo lleva vidas absurdas, ¿es eso lo que piensas?
—No hablaba por mí.
—¿Echas de menos tus clases?
—¡No hablaba por mí, Ramón!
—De acuerdo, pero ¿las echas de menos?
—Te aseguro que ni un solo día he pensado en mis alumnos o en el departamento. A veces hasta tengo la sensación de que no he dado clases nunca.
—Eso está bien.
Acabaron de hacer el amor. Henry se tumbó y dio un ruidoso último suspiro. Susy se incorporó, reprendiéndolo.
—Te van a oír.
—Hay mucha distancia entre las casas.
—Pero en el silencio de la noche...
—Bueno, ¿y qué? Soy un marido que después de una semana de duro trabajo vuelve a encontrarse con su mujer. A nadie le extrañará.
—No seas primario.
—¿Primario? A eso se le llama amor.
Susy se levantó y cerró la ventana. Empezaba a hacer fresco. Se puso una bata ligera y fue hasta la cocina. Estaba sirviéndose un vaso de leche en la penumbra cuando entró Henry y encendió la luz. Se volvió, deslumbrada.
—¿Por qué enciendes?
—Tengo hambre.
—¿A estas horas?
—He sufrido un gran desgaste, tú deberías saberlo —bromeó.
Desnudo, empezó a rebuscar por los armarios. Sacó una sartén y abrió la nevera.
—Creo que me prepararé una tortilla.
Susy veía con desagrado cómo el pene de su marido rozaba las encimeras de la cocina, agitándose con cada uno de sus movimientos.
—¿Vas a cocinar desnudo?
—¿Por qué no?
—Queda raro. Además, te puedes lastimar.
El soltó un pequeño aullido jocoso y siguió tranquilamente con sus preparativos.
—Tampoco voy a hacer un soufflé. ¿No será que estás escandalizada?
—La cocina no es un lugar para andar desnudo.
—¡Te has vuelto pudorosa! Creo que es la influencia de tus amigas españolas. Los españoles son muy religiosos.
—¿Lo son tus colegas?
—No especialmente.
—Entonces no sé por qué iban a serlo sus esposas.
—¿Por qué te enfadas? Sólo estaba bromeando. ¿Se puede saber qué demonios te pasa?
—Nada, a veces tengo la sensación de que lo único serio para ti es tu trabajo. El mundo de la colonia siempre te parece algo sin importancia, pura risa. Pero te recuerdo que en este mundo es donde yo vivo todo el tiempo.
—¡Eh!, ¿adónde vas?
Dio media vuelta y salió. Henry se quedó de pie en medio de la cocina, con la sartén vacía en una mano, sin comprender. Cambió de opinión, no se prepararía una tortilla, sino que se bebería una copa de vino tinto. Se sirvió y salió a la terraza. El aire de la noche hizo que se le erizara la piel, pero le daba igual. Tomó uno de los cojines que descansaba sobre el sofá y lo tiró al suelo. Allí se instaló con su copa de vino. ¡Ah, las mujeres!, uno nunca podía estar seguro de qué les sucedía. Había creído que Susy estaría bien en México, lejos de su ambiente demasiado refinado, fuera del alcance de la influencia de su madre, siempre tan negativa para ella. Y de hecho, así había sido durante mucho tiempo, pero ahora de nuevo estaba nerviosa. Probablemente necesitaba algo que le perteneciera en exclusiva, algo propio real e importante. Quizá había llegado el momento de que tuvieran un hijo. Bebió un largo sorbo. Las mujeres eran raras. Pensó que se había equivocado, un whisky le hubiera apetecido más.
Lupe estaba haciéndole una mamada, lenta, caliente, profunda. Mientras tanto, Rosita le masajeaba las tetillas con la lengua. Había estado tranquilo durante mucho rato, pero de pronto no pudo aguantar más. Sofocó un alarido que salía del centro de su cuerpo, del mismo lugar del que brotó un chorro de su semen ardiente. Lupe se abrazó a sus caderas poniendo la cara sobre el pene palpitante y mojado. Lo acunó.
—Ya, mi niño, ya.
Entre las dos lo secaron y limpiaron como se hace con un recién nacido. Él se dejaba hacer, ronroneando como un gato medio dormido.
—Y ahora nuestro niño se queda aquí, bien relajado, y nosotras volvemos a bajar, que hay muchos clientes en la sala. Es sábado, mi amor, y tenemos que apurarnos. Luego, cuando todos se marchen, volvemos a subir y dormimos contigo, ¿sí?
—No tengo sueño aún.
—Pues entonces te bajas y tomas unas cervezas nomás.
—Sí, eso haré.
Las vio salir de la habitación, morenas, dulces, atentas y suaves como madres. Empezó a vestirse despacio. Sólo con la camisa y los pantalones estaría bien, podía ir descalzo. Los sábados no aparecía por allí ninguno de los ingenieros, debían ocuparse de sus locas esposas.
En el inmenso y destartalado bar El Cielito todo era animación. Las chicas bailaban y charlaban con los clientes. El aire olía a alcohol y a reconfortante comida. Pensó que tenía hambre. Se sentó a la barra y pidió un plato de frijoles acompañados con cerveza. Rosita y Lupe atendían a los hombres: braceros, trabajadores y campesinos de todas las edades. Las oía reír. Aquellas chicas eran oro puro, un auténtico sol, las mujeres más cariñosas con las que había tratado jamás, y proliferaban otras igual de encantadoras en aquel local. Cuando le pusieron delante su plato y aspiró el cálido aroma de los frijoles se sintió bien. No necesitaba más para ser feliz. Acometió aquel banquete con auténtica disposición, pero entonces una mano le dio una palmada en la espalda, interrumpiéndolo. Santiago Herrera se sentó junto a él. ¡Dios, no podía ser, se trataba de una alucinación! ¿Es que nunca iban a dejarlo en paz? ¿Qué pintaba allí uno de los ingenieros un sábado por la noche? ¿Había tenido una bronca con su mujer? ¿Y por qué se sentaba a su lado en vez de saludarlo desde lejos?
—¿Reponiendo fuerzas?
Casi se atragantó:
—Pues sí, ya ve, pasando la noche del sábado.
Santiago pidió una cerveza, dio un primer sorbo prolongado, suspiró:
—Haces muy bien, éste es el mejor sitio que se puede escoger.
—Sí, pero...
—Pero ¿qué hago yo aquí?
—No iba a preguntarle eso, señor Herrera.
Santiago rió un poco y volvió a dar una palmada ligera en el hombro del joven.
—Llámame Santiago. Vamos a ser compañeros de juerga, ¿no?
Se le cayó el alma a los pies, el ingeniero pensaba quedarse allí. Compañeros de juerga, ¿qué querría decir eso?
—¿No crees que las mujeres son complicadas, Darío?
—Más que nada en el mundo, señor.
Había deducido bien. Paula y él debían de haber tenido una discusión, ella lo había echado de casa... no estaba seguro de por qué, pero había sido sin duda un jaleo conyugal.
—Y, sin embargo, los hombres huimos de ellas para volver a caer en sus manos poco después.
Darío se animó un poco. Hablaría si era eso lo que se esperaba de él. Finalmente no tenía nada que recelar, aquél era un sitio público y estaba fuera de su horario laboral.
—Está en nuestra naturaleza, ya lo ve, no podemos pasar sin una mujer. Lo que ocurre es que hay muchas maneras de estar con una mujer. Yo aquí estoy contento, porque me dejan en paz.
—Sí, venir aquí es una opción, pero uno tiene siempre la tentación de amarlas, de guardarlas en el corazón.
El ingeniero había llegado ya medio borracho, no comprendía cómo no se había dado cuenta desde el primer momento. Mejor, así sería más fácil capear el temporal.
—Ya sé lo que quiere decir, pero a veces uno debe pensar en sí mismo nada más.
—Tú aún no te has casado. ¿Verdad?
—Tengo novia en España, y en cuanto acabemos aquí la presa y volvamos, me casaré.
—¿Ves? Y, sin embargo, tienes tus dudas sobre el amor.
—Es que las mujeres son exigentes, nunca están contentas.
—Nunca, es verdad.
Ambos dieron un trago a sus cervezas. Habían llegado pronto a un acuerdo. Finalmente no había sido tan terrible encontrarse allí.
—¿Le parece que tomemos otra cerveza, Santiago?
Santiago apuró la suya. Brindaron en silencio con la nueva jarra. Darío se atrevió a preguntar:
—¿Le ha pasado algo con su esposa?
—Había bebido bastante. Insistió en dormir sola.
—Ya.
Se arrepintió inmediatamente de haber demostrado su curiosidad, debería habérsela guardado. Aquél debía de ser un matrimonio en el que explotaban cargas de fondo cada dos por tres. Lo que dijo Santiago a continuación le demostró que estaba en lo cierto.
—¿Sabes desde cuándo no hago el amor, Darío?
Aquello tomaba un cariz que no le gustaba nada. ¿Con qué cara iba a mirar al ingeniero cuando hubieran pasado los efectos del alcohol? Pero era demasiado tarde para lamentarse, él había iniciado aquel camino en la conversación.
—¿Por qué no sube con una de las chicas?
—No es solución.
—¿Por qué?
—Porque estoy enamorándome de una mujer y pienso en ella todo el tiempo; es como una enfermedad.
La confesión sonó como un trallazo en la mente de Darío, que empezó a trabajar a toda velocidad. Enamorándose de una mujer. ¿De dónde podía salir allí una mujer? De la colonia, naturalmente, el ingeniero no estaba hablando de una campesina mexicana, ni de un amor por correspondencia. Y si se trataba de una mujer de la colonia, como parecía probable, había lío seguro, porque la característica general de todas las mujeres de la colonia era que estaban casadas. ¿Estaba enamorándose de la mujer de un compañero?
—Aun así, debería usted subir, mientras acaba de enamorarse.
Santiago se echó a reír. Darío no recordaba haberlo visto reír antes.
—Sí, llevas razón, debería subir, divertirme, dejar que una de esas chicas se me comiera vivo. Pero ya es tarde para aprender a hacer las cosas que me convienen. Estoy estropeado para la vida, a fuerza de vivir.
No supo qué contestar. Sin duda le llevaba más de veinte años y había tenido experiencias que él ni siquiera imaginaba.
—¿Cambiamos a tequila?
—Yo, si no le importa, prefiero seguir con cerveza.
Vio cómo, con gesto amargo, tomaba el primer sorbo de tequila. Era evidente que su plan para aquella noche consistía sólo en emborracharse. Su bronca conyugal habría sido de campeonato. No le extrañaba conociendo a su mujer «Recomiéndame un bar, muchacho»; a ninguna mujer normal se le ocurría decir algo así.
—Se avecinan tiempos duros para mí —dijo de improviso Santiago.
—Si yo puedo ayudarlo...
El ingeniero lo miró con simpatía, volvió a servirse tequila.
—¿Qué pasa en la colonia cuando los hombres no estamos? Cuéntame.
—¡Esa pregunta sí es difícil de contestar! Y no lo digo porque las señoras... las señoras son encantadoras y todas me caen muy bien, pero...
—¡Habla, seré una tumba!
—La verdad es que a veces me vuelven loco. Darío por aquí, Darío por allá... y es que las mujeres tienen una habilidad especial para... no sé si la expresión...
—¡Adelante!, ¿para qué tienen una habilidad especial?
—Pues para tocar los cojones, se lo confieso con sinceridad. Cuando te piden algo lo hacen de manera que te sientes como si ya debieras haberlo hecho antes de que ellas te lo pidieran. Es como si siempre te hubieran cogido en falta, aunque no hayas cometido ningún error. De acuerdo que nosotros somos bastante desastres, pero ellas se aprovechan, la verdad.
Santiago reía por lo bajo, los ojos entornados levemente, aligerado de su zozobra por la charla y el alcohol. A Darío aquella buena reacción lo animó a seguir, cada vez más seguro de sí mismo, más desbocado, más guasón.
—Al final, uno se dice: puede que lleven razón y yo sea un desastre, pero no les voy a dar la satisfacción de cambiar, porque si cambio encontrarán otro lado débil por el que puedan atacarme. Así que me quedo como soy y si les gusta bien y si no... Oiga, Santiago, ¿por qué no me hace caso y sube con una de las chicas? Puedo recomendarle un par que son de miedo. Y no sólo me refiero a sexo, sino a dulzura y cariño. Total, por mucho que esté enamorado, eso no lo compromete a nada.
Pero su interlocutor se había puesto serio de pronto y musitó dos palabras mirando fijamente el interior de su vaso:
—Dulzura y cariño.
Darío añadió:
—Y también un poco de comprensión. Nosotros no pedimos más, ¿verdad, Santiago?
—¿Eso crees? Yo esta vez voy a pedirlo todo.