Diario de una buena vecina (16 page)

BOOK: Diario de una buena vecina
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Una época bonita.

Maudie trabajaba para una actriz del Lyric Theatre, de Hammersmith. No le importaba el trayecto de una hora hasta allí, y otra hora de regreso, porque aquella mujer era tan alegre, siempre reía y contaba chistes.

—Vivía sola, ningún hombre, nada de hijos, y trabajaba. Ah, trabajan tanto estas pobres actrices, y yo solía prepararle la cena para meterla en el horno, o una gran ensalada en una fuente, le encendía la chimenea y volvía a casa con el pensamiento de que ella llegaría y lo vería todo tan bonito. A veces, después de una función de tarde, decía: Siéntate, Maudie, cena conmigo, no sé cómo me las arreglaría sin ti. Y me contaba cosas del teatro. No era una estrella, era lo que se llama una actriz de carácter. Era un personaje estupendo. Y luego se murió. ¿De qué? Estaba tan conmovida que no quise saberlo. Fue una muerte repentina. Recibí una carta un día, y era eso, había muerto, de repente. Por lo tanto, no volví a su casa, a pesar de que me debía quince días.

—¿ Cuándo fue esto ?

Constantemente intento situar su vida, poder fecharla.

—¿Cuándo? Ah, antes de la guerra. No, la otra guerra, la segunda guerra.

Maudie no se refiere a la primera guerra como a una guerra.

Estaba enferma de dolor por Johnnie, porque pensaba que su marido estaría en el ejército y, ¿dónde estaba Johnnie?

Se dirigió «al ejército» y preguntó, no sabían nada de un tal Laurie Fowler, y le dijeron: ¿De qué parte del país procede?

—Estaba tan desesperada, me arrodillé. No sabía lo que hacía, pero allí estaba yo, con todos aquellos oficiales que me rodeaban. Por favor, por favor, les dije. Estaban molestos, y no los critico. Yo lloraba a moco tendido. Dijeron: Veremos qué podemos hacer. Se lo comunicaremos.

»Mucho tiempo más tarde, y yo esperaba cada día al cartero, una tarjeta: No hemos encontrado el paradero de Laurence Fowler. La razón era que se había enrolado en Escocia, no en Inglaterra, porque había una mujer en Escocia con la que vivía y de la que quería escapar.

¡Así suena un mes de visitas a Maudie, por escrito!

Pero ¿qué decir de la tarde en que me dije, estoy tan cansada,
no puedo
, y fui? Llegué una hora más tarde de lo habitual. Me planté delante de aquella puerta desvencijada, tac tac, luego bam bam. Rostros en las ventanas superiores. Finalmente, allí estaba ella, una pequeña furia de brillantes ojos azules.

—¿Qué quiere?

—Paso a visitarla.

—No tengo tiempo, arrastrarme por este pasillo, coger el carbón ya es bastante malo —dijo a gritos.

Le dije y me escuchaba a mí misma sorprendida:

—Vayase al cuerno, Maudie —y salí sin mirar atrás. No estaba realmente furiosa, era como si interpretara un papel teatral. Ni estaba realmente preocupada aquella noche, por lo que aproveché el tiempo libre para tomarme un buen baño.

Al día siguiente, me abrió la puerta a la segunda llamada y me dijo:

—Pase —haciéndose a un lado con la cara desviada. Luego dijo—: No tome en cuenta mis tonterías.

—Sí, me importan, Maudie, me importan mucho. Si me dice algo, tengo que creerle.

Unos días más tarde, estaba rígida y silenciosa.

—¿Qué le pasa, Maudie?

—No voy a hacerlo, no me iré de aquí, no pueden obligarme.

—¿Quién ha sido en esta ocasión?


Ella
.

—¿Quién es
ella?

—Como si no lo supiera.

—Ah, ya volvemos con eso. ¡Estoy conspirando contra usted!

—Claro, como todo el mundo.

Nos chillábamos mutuamente. No me avergüenzo, pero nunca, por lo menos desde que era una niña, me había peleado de esta manera: pelearme sin rencor ni pasión, incluso divirtiéndome un poco. A pesar de saber que a Maudie no le divierte. Sufre luego.

—¿Tuvo alguna visita?

—Sí.

—¿Cómo se llama?

Con una mirada brillante y azul, me dijo:

—Rogers, Bodgers, Plodgers, algo por el estilo —y, más tarde—: No me pueden mover, ¿no? Esta casa ¿es de propiedad privada?

Hice que buscaran información. Si la casa está condenada, tendrá que irse. Según las normas de habitabilidad en vigor, se debe declarar insalubre. Desde el punto de vista humano, ella debería quedarse donde está. Quiero ver a esta señora Rogers. Sé que puedo llamar a la «asistencia social» y preguntar, pero las cosas no van así... ¡Oh, no! Hay que dejar que las cosas sigan su curso, hay que aprovechar el momento oportuno.

De nuevo me encontré con las ancianitas que me esperaban. La señora Boles y la señora Bates. Fardos de abrigos y bufandas, pero con sombreros floreados y cintas brillantes. La primavera.

—Oh, usted no para —dice la señora Bates—. ¿Cómo está Maudie Fowler?

—Como siempre.

—La señora Rogers preguntaba por usted —me dijo.

—¿Sabe para qué?

—Oh, es siempre tan buena, la señora Rogers, de aquí para allá, como usted.

Así son las cosas
. Ahora espero tropezarme con la señora Rogers en alguna parte.

Han pasado cinco semanas. Nada ha cambiado... y, no obstante, debe de haber cambiado. Lo de siempre en la oficina, con Joyce, lo de siempre con Maudie. Pero he conocido a Vera Rogers. En la acera, hablaba con las dos ancianas. Me llamaron, ella se volvió, una sonrisa amiga y ansiosa, estaba al otro lado de la calle y conmigo. Es una muchacha más bien menuda. En realidad, estaba a punto de escribir:
una talla cuarenta
. ¿Cuándo voy a dejar de pensar en la gente en términos de cómo visten? Hace muy poco, Phyllis me preguntó cómo era mi hermana y le dije: Lleva buenos vestidos de punto, buenos zapatos y cachemir. Phyllis se rió de la manera en que yo hubiera querido, hace sólo un año.

Vera se quedó en la acera, azotada por el viento, sondándome con una sonrisa ansiosa, cálida, llena de disculpas. Ojos marrones amables. Esmalte de uñas rosa, pero descascarillado. Sí, claro, esto habla de su persona: trabaja demasiado. Ropa Jaeger rebajada, agradable, nada extraordinario. Supe que era la «persona determinada». No había necesidad de protocolo. Le dije:

—Deseaba que coincidiéramos.

—Sí, pero, de momento, podemos darle largas al asunto —dijo.

—Está horrorizada pensando que le darán otra vivienda obligatoriamente –le dije.

—Sí, pero, de momento, podemos darle largas al asunto —dijo.

—Mientras, le ayudaría mucho el servicio de «Comidas a domicilio» —le dije.

—Puede andar, se puede desplazar, en realidad no tiene derecho a... pero si usted cree...

—Ya no puede prepararse la comida, sabe, vive de menudencias.

Empezó a reírse. Me dijo:

—Le contaré algo muy divertido que me sucedió la semana pasada. Visité a uno de mis casos, una mujer de noventa y cuatro años. Sorda, artrítica, pero se las arregla sola, cocina, limpia, hace la compra. Allí me planté, contemplando cómo se preparaba la comida. Un pastel de carne, col cocida y luego pastel de crema. Le dije: ¿No come nunca productos naturales, fruta o ensalada? ¿Qué?, respondió a gritos.

A Vera le encantaba contarme esto, pero, al mismo tiempo, se mostraba ansiosa, caso de que no me pareciera divertido, por lo que me tocó el brazo un par de veces, como para decir: Oh, confío en que se reirá.

—«Debe comer fruta y verdura —le dije a gritos—. Necesita vitaminas. Cuando la visito, no veo rastro de verde, o de una manzana o de una naranja.» Y me dijo: ¿Qué? ¿Qué?, a pesar de que yo sabía que podía oírme; y cuando se lo repetí ella me dijo, ¿Qué edad dijiste que tenías

, querida? Y recordé todas mis dolencias y males, y siempre he comido lo adecuado desde que era una niña.

Nos reímos y se mostró aliviada.

—Debo visitar al anciano —dijo—. Arreglaré lo de las «Comidas». Pero si tiene un rato, podríamos conversar de verdad.

Y avanzó por la calle corriendo hasta un Volkswagen amarillo y se metió, con elegancia, en el tráfico.

Maudie está muy contenta con la comida que le llega cada mediodía, a pesar de que no es demasiado buena. Pesada y mal cocinada.

He advertido que todo resulta muy
pesado
para ella. Sí, ya lo sabía, pero no verdaderamente, hasta ver su contento ante el anuncio de que estaba en la lista de «Comidas». Me lo agradeció repetidamente.

—Ve, lo consiguió,
usted
lo consiguió, ¡oh no, no ella!

—¿Se lo pidió?

—De qué serviría, ya lo había pedido demasiadas veces, pero me decían que lo que necesitaba era el servicio de ayuda domiciliaria.

—Y lo necesita.

—Ah, bien, si es así, ¡dígalo! Me he cuidado a mí misma antes y puedo pasarme sin usted.

—Qué difícil es, Maudie. ¿Qué problema hay con la ayuda domiciliaria?

—¿La ha tenido alguna vez?

Ante esto, me reí y, luego, ella se rió.

Ahora ya casi estamos en verano.

¿Qué ha pasado desde la última vez que me dediqué a este desgraciado diario mío? Pero no quiero abandonarlo.

He visto a Vera Rogers en varias ocasiones, hablamos... en la acera, en una ocasión durante una media hora robada en un café. Hablamos telegráficamente, porque ambas no tenemos tiempo.

En una ocasión, me preguntó cómo me relacioné con Maudie y, al oírlo, dijo, con un suspiro:

—Confiaba en que fuera una verdadera Buena Vecina, porque conozco a alguien que aceptaría los servicios de una Buena Vecina. Es una mujer difícil, pero está sola.

Esta era su petición, expresada con delicadeza y con sofoco, pero le dije que con Maudie era suficiente.

—Sí, claro —dijo enseguida.

Le he hablado del trabajo que llevo a cabo y, luego, le he tenido que contar
por qué
. ¡Como si yo misma lo comprendiera! ¿Por qué estoy atada a esta Maudie Fowler como es el caso? Le dije:

—La aprecio, de verdad.

—Ah, sí, es estupenda, ¿no? —dijo Vera calurosamente—. Hay algunos a los que estrangularías. Solía sentirme una malvada cuando empecé este trabajo, porque creía que debía quererlos a todos. Pero cuando llevaba una hora con algún gato difícil y no llegaba a parte alguna, me encontraba pensando: Dios mío, le pegaré un día de éstos, lo haré.

—Me he sentido así con Maudie en más de una ocasión.

—Sí, pero hay algo más.

—Sí, lo hay.

Le conté a Maudie que Vera la aprecia mucho, pero se refugió en una máscara llena de furia.

—Pero, ¿
por qué
, Maudie?

—No movió un dedo para ayudarme.

—Pero, ¿cómo podía hacerlo si no le decía lo que quería?

—Todo cuanto quiero es que me dejen sola.

—Así está, ya lo ve.

—Sí, aquí estoy, sola, excepto por usted.

—Vera Rogers debe visitar a más de una persona, a veces a diez o más en un día, y debe llamar por teléfono para arreglar y solucionar cosas. Yo la veo a diario, por eso sé lo que desea.

—Lo que desearían es sacarme a rastras y a gritos —dijo ella.

—Ella está de su parte, intenta evitar que la muden de casa.

—Eso es lo que le dice. Hoy han merodeado por aquí.

—¿Quiénes?

—¿Sabe lo que dijo, aquel griego?: Puede quedarse en una habitación y arreglaremos la otra, dijo. Y cuando hayamos acabado, puede mudarse allí. Yo, con todo el polvo y la porquería. Y les lleva meses arreglar un espacio.

—Entonces, se trataría del administrador, ¿no?

—Sí, eso es lo que dije. Están todos metidos en esto.

En el colmado hindú merodeo hasta que el propietario, el señor Patel, dice:

—La señora Fowler salió ayer a la calle, chillando y gritando.

—Ah, sí, ¿qué decía?

—Decía a gritos: Nadie de vosotros me ayudó a tener agua caliente y un baño cuando tuve un hijo, a nadie le importó que no tuviera comida que darle. He vivido toda mi vida sin agua caliente y sin un baño y, si volvéis, avisaré a la policía.

El señor Patel me lo cuenta lentamente, con ojos graves y preocupados fijos en mi cara, no me atrevo a sonreír. Mantiene los ojos en mi cara, llenos de reproches y serios, me dice:

—En Kenya, antes de que tuviéramos que partir, pensaba que todo el mundo en este país era rico.

—Entonces, ahora lo conoce mejor.

Pero quiere decirme algo más, algo distinto. Esperé, cogí unas galletas, las dejé en su sitio, examiné una lata de comida de gato.

Al final me dice, en voz baja:

—Antes, entre nosotros, no hubiéramos permitido que un anciano de los nuestros llegara a este tipo de vida. Pero ahora... las cosas cambian entre nosotros.

Personalmente, me siento en la obligación de disculparme. Finalmente, le digo:

—Señor Patel, no puede quedar mucha gente como la señora Fowler.

—Cada día tengo a seis, siete, en mi tienda. Todos como ella, sin nadie que los cuide. Y la mía es sólo una tienda.

Parece como si me acusara. Acusa mi ropa, mi estilo. Estoy fuera de lugar en esta tiendecita de barrio. Y, luego, al sentir que quizá me haya ofendido, coge un pastel de un estante, uno de los que le gustan a Maudie, y me dice:

—Déselo a ella.

Nuestras miradas se vuelven a encontrar y, en esta ocasión, de manera distinta: estamos horrorizados, asustados, es demasiado para ambos.

Hace ocho días.

Al final, puede que Joyce se vaya a Estados Unidos. La amiga del marido ha tenido un aborto. Jack, el marido, se lo tomó muy mal: quería que tuviera el hijo. Ha tenido una especie de depresión y Joyce lo consuela. Hace semanas que esto dura.

Cuando me lo contó:

—Según parece, deseaba que tuviéramos otro hijo.

—¿Lo sabías?

—Bien, sabía que no le importaba si llegaba, pero no que fuera tan importante.

—¿Si lo hubieras sabido?

—Sí, creo que lo hubiera tenido.

—Por lo tanto, ¿ ahora os culpáis mutuamente ?

—Sí.

Joyce con un cigarrillo colgando, los ojos entornados, fotografías que elegir, una tras otra. Sí, a ésta. No, a aquélla. Se ha vuelto a teñir el pelo, pero de un tono polvoriento. Las uñas sin esmaltar.
Parece
de cincuenta años. Hay un algo de extrañeza y de bruja en ella. Le he dicho:

—Joyce, debes cambiar tu estilo, es demasiado juvenil.

—Cuando sepa si me voy o no, sabré cuál elegir, ¿no te parece? —me ha respondido.

Joyce está siempre a punto de llorar. Una palabra, una broma, un tono de voz... gira la cabeza con brusquedad, entorna los ojos, me mira, a Phyllis, a cualquiera, las lágrimas asomando. Pero se las traga, pretende que no pase nada. Con Phyllis tenemos esta cosa inexpresada: cuidamos cada sílaba, palabra, sugerencia, para que Joyce, de repente, no se traicione y empiece a llorar.

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