Día de perros (25 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

BOOK: Día de perros
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—Aus!
—Luego repitió con menor aire imperativo—:
Aus!
—El perro, como un león de circo romano frente a cristianos en gracia divina, bajó la testuz, perdió la mirada en varios puntos diferentes, se movió sin rumbo como intentando disimular las terribles intenciones que un segundo antes había albergado.

—Pero ¿quién
coño
son ustedes?

Un hombre alto, fuerte, de unos cincuenta y tantos, con la piel tostada por el sol, estaba en jarras frente a nosotros, que aún no habíamos podido reaccionar.

—Somos policías —logró articular Garzón con una voz multitonal.

—¿Y cómo demonios...?

—Deje en paz a los demonios y saque a este perro de aquí —ordené al recuperar el habla.

Augusto Ribas Solé nos ratificó que habíamos corrido un riesgo serio. Nunca hubiéramos debido entrar. Había faltado cinco minutos del recinto y no se le ocurrió que nadie se presentara a media mañana. Pero era inútil discernir por parte de quién se había cometido la mayor imprudencia. Estábamos a salvo y el criador nos invitó a tomar algo fuerte en la parte de atrás de su establecimiento. Había organizado allí una pequeña terraza muy agradable. Creo que, por primera vez en mi vida, tomé whisky de un trago a las once de la mañana.

—Está usted muy bien instalado —dijo Garzón.

—Me gusta recibir bien a quien me visita.

—Después de someterlo a la tortura de sus perros.

Se echó a reír.

—¿Se imaginan los titulares de los periódicos? «Policías destrozados por perro asesino.» ¡Hasta hubieran hecho una película!, es el tipo de cosa que le gusta a la gente.

—¿Y por qué diantre cría usted perros asesinos?

—¡Vamos, inspectora!, no existen perros asesinos, son los hombres quienes crean perros asesinos en los entrenamientos.

—Entonces ¿no hemos estado en peligro de muerte?

—Me temo que sí, cualquier perro defiende su territorio. Supongo que si yo no hubiera llegado... Creo que les he salvado la vida.

—Es lo menos que podía hacer, contando con que los perros son suyos.

Rió de nuevo.

—¿No nos pregunta qué queremos, señor Ribas?

—Ya lo sé. Tienen ustedes revolucionada a toda la profesión. Mis colegas están deseando que les toque el turno de visita para contarles sus robos. Todos nos conocemos.

—¿Y qué puede contarnos usted?

—Poca cosa. Me han faltado un par de perros y di aviso a la policía. No hicieron nada, por supuesto.

—¿Dejaron los ladrones alguna señal?

—Nada, son profesionales.

—¿Por qué piensa que son profesionales?

—¿Y qué otra cosa pueden ser? Vienen, roban y se van sin dejar rastro. Se llevan animales sanos y fuertes, los mejores.

—¿A usted también le han faltado machos jóvenes?

—Sí, y no entiendo por qué eso les extraña tanto a otros criadores. Los venden a gente inexperta diciéndoles que ya están entrenados, que son fierísimos. Ejercen como ladrones y estafadores al mismo tiempo.

—¿Y por qué se llevan sólo uno o dos cada vez?

—Se llevan los que necesitan. ¿Para qué quieren estar cuidando a más perros? ¿Dónde los tendrían sin levantar sospechas? Además, con lo fácil que les resulta robarlos...

—Es como si estuvieran ustedes resignados a sufrir esos atropellos.

—¡Eso mismo pienso yo, y se lo he dicho cien veces a mis compañeros! Yo tengo muy claro lo que hay que hacer. Si la policía no hace caso tenemos que ser nosotros quienes solucionemos el problema. Nos reunimos, se forma un grupo de vigilancia y al primer tío que cacemos robando, ¡zas!, un tiro y al carajo. Luego echamos el cuerpo a un vertedero y vamos a ver quién es el guapo que sigue robando.

—¡Bueno, señor Ribas!, entonces puede que tuviéramos que intervenir nosotros.

—Nada, inspectora, nada. Hay un vacío legal en el mundo del perro, de modo que tenemos que organizamos nuestra propia ley. Quizás un par de perros no sea mucho, pero fastidia. Somos gente trabajadora, que gana su dinero con mucho esfuerzo, ¿por qué aguantar a esos cabrones?

Eché otro sorbo de whisky antes de agitar la cabeza con rechazo.

—De todos modos... —continuó— no se preocupe demasiado. Parece que no hay arrestos suficientes, seguiremos aguantando.

—Comprendo. Y a este hombre, ¿conoce usted a este hombre?

Miró la foto de Lucena con cara de asco.

—No, no lo conozco. ¿Es un ladrón de perros?

—Eso creemos.

—Entonces se tiene merecido lo que haya podido pasarle.

Un justiciero. Un bravo justiciero que nos despidió en la puerta tras asegurarme que, gracias a la sangre fría de Garzón, habíamos salvado el pellejo frente a su perro. Fantástico, tiempo perdido y riesgo corrido inútilmente. A Garzón aquel tipo le había caído bien.

—Este tío sabe lo que dice —dijo en el coche—. Todo me ha parecido lógico. Naturalmente, los culpables son ladrones y estafadores, y nosotros tenemos enchironados a dos ladrones y estafadores. ¿Para qué buscar más? Estoy seguro de que Pavía y Puig también son culpables de esto.

—Nunca pidieron rescate por estos perros.

—Inspectora, en este caso, simplemente los robaban y los vendían después. Los delincuentes cometen miles de delitos diferentes al mismo tiempo, no son licenciados en alguna especialidad. Roban lo que tienen ocasión de robar.

—No me convence.

—Puede que no la convenza, pero ya verá cómo esos dos cantan ante el juez haber matado a Lucena. Igual que cantarán haber robado perros en criaderos. Las cosas irán saliendo.

—¿Cree que estamos perdiendo el tiempo?

—Creo que es usted cabezota, que el caso está ya concluido.

—Y yo creo que usted es frívolo.

—¡Vaya, ya salió otra vez!

—¿A qué se refiere?

—¿Soy frívolo porque también soy frívolo en el amor?

—¡Olvídeme, Fermín!

—Quizás cambie de opinión si le digo que ya he tomado una decisión.

Giré en mi asiento para poder verlo más claramente.

—¿Una decisión?

—Sí, inspectora. Lo que acaba de suceder me ha abierto los ojos. Cuando estábamos allí, delante de aquellos perros que hubieran podido matarnos, se me representó la realidad de mis sentimientos con toda nitidez. Ya sé de quién estoy enamorado y de quién debo despedirme definitivamente.

—¿De quién?

—De Ángela.

—¿De Ángela qué, está enamorado o se despide?

—Me despido, Petra, me despido con gran pesar. Ángela es encantadora pero estoy enamorado de Valentina. A ella es a quien hubiera querido ver por última vez antes de ser devorado por un perro.

—A lo mejor deseaba inconscientemente que le librara con una orden en alemán.

—No, inspectora, no bromee, estoy seguro de lo que digo.

—Discúlpeme. ¿De verdad está completamente seguro?

—Sí, Ángela es demasiado culta, demasiado refinada, pertenece a otra clase social. Acabaría por pensar que soy un patán. Valentina está siempre contenta, me alegra la vida.

Permanecimos un momento callados.

—Bueno, Fermín, usted sabe que Valentina no era mi candidata, pero... de cualquier manera, me alegro de que se haya decidido de una vez.

—Llevaba usted razón, no puedo seguir jugueteando.

—¿Cuándo va a decírselo?

—Esta misma noche.

—No es un plato de gusto, ¿verdad?

—No. Espero saber hacerlo con delicadeza.

—Yo también lo espero, Ángela es una mujer extraordinaria.

—Lo sé muy bien.

Imaginaba con disgusto la reacción de Ángela. Una ilusión que se desvanecía, a su edad, quizás la última que iba a permitirse. Pero comprendía a Garzón. Estaba deseoso de gozar de la vida que al fin y al cabo acababa de descubrir. Una viuda enamorada de un inmaduro emocional. Aquello no hacía más que corroborarme hasta qué punto destila mala leche todo lo relacionado con el amor. Una peste que el género humano tiene que soportar, diezmando su coherencia y sus capacidades, siglo tras siglo.

Pasé la tarde encerrada en mi despacho de comisaría, intentando olvidar aquel asunto y centrarme en el caso. Ojeé las pesquisas obtenidas en los criaderos. ¿Estaba oculto allí el último año de Lucena? Machos jóvenes, ladrones expertos en perros que no dañaban las instalaciones. Robos selectivos, no masivos. Necesidad de dos personas para llevar a cabo la fechoría. Sin huellas. Mundo paradójico, el acto físico de robar no deja huellas mientras que sí las deja el amor. Era inútil, no podía pensar en el caso sin interferencias. Decidí marcharme a casa.

Sentada en un sillón y con un periódico en la mano no me fue mucho mejor. Le daba vueltas y más vueltas, ¿cómo se sentirá Ángela?, ¿qué pensará a partir de ahora sobre la vida? Puse música de Mozart; había observado que era la favorita de
Espanto.
Cuando sonaba, erizaba el lomo de una manera especial, se relajaba. Abrí la puerta del patio y dejé entrar el aire cálido del atardecer. Me relajé yo también. Me puse un camisón suave y anticuado. Aquello estaba mejor. Yo no era responsable de los desastres amorosos que la existencia impone. No podía hacer gran cosa por Ángela, ni por nadie, tan sólo estaba en mi mano evitarme a mí misma el sufrimiento, poco más. Suspiré aliviada.
Espanto
también suspiró.

Después de un par de horas de haber hallado la conformidad pacífica sonó el teléfono. El reloj marcaba la una de la mañana.

—Petra.

Mi nombre no fue pronunciado con interrogación, sino con resonancias patéticas.

—¿Subinspector?

—Necesito verla.

—¿Sucede algo?

—Es estrictamente personal.

—Comprendo. ¿Por qué no viene a mi casa?, aún estoy despierta.

—No, tiene que ser en un bar.

—¿En un bar?

—Perdóneme, inspectora. Esto es lo último que le pido.

—Está bien, Garzón, está bien. Creo que hay una champañería abierta cerca de mi casa, ¿la recuerda?

—Ahora mismo estaré allí.

Me daba una pereza mortal vestirme de nuevo, de modo que me puse una gabardina sobre el camisón. Enganché a
Espanto
a su correa y salí a la calle, desierta a aquellas horas. Tras diez minutos de pasear frente a la champañería, vi llegar el coche de Garzón.
Espanto
se puso contento, pero él no hizo ademán de acariciarlo, ni se fijó en su presencia. Tampoco lo hubiera hecho de haber llevado conmigo una jirafa. Venía absorto, desencajado, con la cara pálida y las ojeras al carboncillo. Nos sentamos en las mesitas que el buen tiempo había colocado en el exterior. Pidió whisky con un ademán autoritario. Se trincó medio vaso en cuanto el camarero nos lo sirvió.

—¡Caray, subinspector, empieza usted con buen ánimo!

—Llámeme Fermín esta noche, por favor. Además, quiero advertirle que pienso emborracharme. El que avisa no es traidor.

—¿Por eso nos vemos en un bar?

—Por eso y porque no quiero controlarme, Petra. Si estuviéramos en su casa tendría que ser bien educado, mirar el reloj. Aquí es más fácil. Cuando esté harta de mí se levanta y se va.

Pidió un segundo whisky, esta vez doble.

—Ha sido duro —dijo por fin—. Nunca creí que fuera tan duro decirle a alguien adiós. Un rato antes de ir a casa de Ángela aún pensaba que resultaría fácil. Lo tenía todo ensayado. Luego enseguida me di cuenta de que no era cuestión de tanteos. —Bebió un buen trago, miró al suelo—. He sido un imbécil todo el tiempo, hasta el último momento. Petra, usted llevaba razón.

—Oiga, yo...

—No intente cambiar ahora lo que me dijo, he sido un frívolo y un gilipollas, sin más.

—¿Se enfadó Ángela con usted?

—No, no se enfadó. Dijo que lo comprendía, que nadie puede mandar sobre los dictados del corazón. Lloraba.

Quedó callado, sin poder seguir. Pidió más bebida. Decidí beber yo también.

—No se culpe demasiado, Fermín, usted era en el fondo inconsciente del dolor que causaba.

—Nunca imaginé que dejarla fuera a hacerme tanto daño. Por un lado estaba seguro de querer cortar la relación, pero por otro sentía como si aún la quisiera.

—Siempre es así, jodidamente complicado. El amor es frustrante, y doloroso, y quema y destroza... ¡en fin!, ¿por qué cree que yo me he jubilado de estos avatares?

Salió el camarero.

—Señores, nosotros vamos a cerrar, pero no es necesario que se marchen, pueden quedarse sentados aquí todo el rato que quieran.

—¿Y los vasos?

—Déjenlos junto a la puerta cuando acaben.

—Traiga antes un doble más —pidió Garzón, y buscó dinero en su bolsillo.

Poco después los camareros salieron del bar. Cerraron ruidosamente la puerta metálica y se alejaron mirándonos de reojo. El subinspector no había vuelto a abrir la boca.
Espanto
estaba dormido. Empecé a sentirme ridícula con mi camisón viejo oculto bajo la gabardina.

—No conocer el amor es malo, pero conocerlo puede significar aprender a sufrir —dije por si servía de resumen y podía marcharme. Garzón no hizo ni caso. Meditaba, o se reconcomía, o se arrepentía, o Dios sabe qué podía estar pensando sentado a plomo en aquella absurda silla de aluminio. Pero no podía marcharme, es un deber de amistad quedarse cuando el amigo está hundido, aunque nada pueda hacerse para reflotarlo.

Transcurrió una eterna hora en silencio. Al principio Garzón había ido bebiendo de vez en cuando, suspirando después. Más tarde había quedado inmóvil, mirando al vacío con ojos de vidrio. Llegados los últimos cinco minutos, cerró los ojos también y su cabeza cayó sobre el pecho. Creí que era el momento de dar por terminado el velatorio amistoso.

—Fermín, ¿qué le parece si nos marchamos?

No dio ninguna señal de estar vivo.

—Fermín, por favor, levántese.

Inútil, no se movía. Intenté devolverlo a la realidad por vía subconsciente.

—¡Subinspector, repórtese, le ordeno que se levante!

Surtió efecto. Alzó levemente las pestañas y dijo muy bajo:

—No puedo, he tomado un tranquilizante.

—¿Y de dónde cono ha sacado un tranquilizante?

Tuve que acercarme a su boca para oír qué balbuceaba.

—Me los dio un día mi antigua patrona de la pensión. La pobre iba al psiquiatra, sufría de los nervios.

No dijo más. Quedó inerte, como una piedra desplomada de un talud. Me cabreé.

—¡Eso se avisa!, ¿cómo voy a moverlo de aquí con lo que pesa?

Comprendí que renegar no me serviría de nada. Además,
Espanto
había empezado a aullar cuando me oyó enfadada. Busqué una moneda en los bolsillos del caído y fui hasta una cabina. ¿Por qué no telefonear a Juan Monturiol en una emergencia? Al fin y al cabo era un vecino.

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