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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Día de perros (13 page)

BOOK: Día de perros
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—¡Vaya!, se diría que han encontrado una buena pista —dijo el experto soltando un silbido.

—No lo crea —contesté—. Esto no hace sino liar más las cosas.

El inspector Sangüesa nos informó horas más tarde sobre el hallazgo. Ocho millones de pesetas, todo en billetes usados de diferentes valores. Dinero de curso legal, sin indicios de falsificación, sin marcas, sin detalles. De aquellos ocho millones de pesetas sólo podíamos deducir que eran ocho millones de pesetas, ocho misteriosos millones.

—Esta pasta no la ganó Lucena cazando perros callejeros —dijo Garzón.

—Puede apostar a que no.

—A lo mejor hemos encontrado el móvil del crimen.

—No esté tan seguro. Si el objetivo era el dinero, hubiéramos encontrado la casa vuelta del revés. Los muebles volcados, las paredes agujereadas.

—¿Quiere decir que el asesino de Lucena no sabía nada de ese dinero?

—Aunque lo supiera, aunque se tratara de uno de sus compinches, sus motivos no pasaban por apropiarse de él.

—¡Joder, inspectora, estoy hecho un lío!

Encendí un cigarrillo fumándomelo casi entero de una calada.

—Usted tuvo la idea de que el dinero estaba escondido y acertó. Pero tres millones era lo máximo que podíamos haber encontrado aquí según la libreta número dos. ¿De dónde sale el resto de pasta? O bien Lucena se la escaqueó a alguien y por eso lo mataron, o bien la contabilidad que tenemos es incompleta, faltan cuentas que alguien ha hecho desaparecer por alguna razón.

—¿Y por qué guardaba tanto dinero y no lo gastaba en vivir un poco mejor? —preguntó Garzón.

—¡Vaya usted a saber! Podía ser un tío muy prudente que no quería levantar sospechas haciendo ostentaciones, o uno de esos miserables a quienes encuentran muertos en sus chabolas mientras esconden fortunas en el colchón.

—¡Esto es un embrollo de la hostia!

—Ninguna otra frase definiría mejor la situación.

—¿Y ahora?

—Seguimos con los perros.

—Así es, aunque quizás deberíamos pasarnos a los caballos y probar suerte.

—O a las vacas —dijo Garzón, y soltó una risotada tonta que era resumen de su desconcierto.

El subinspector hizo por fin caso de mi asesoramiento y le llevó a Ángela Chamorro un perrito de peluche como regalo. Completó la sugerencia por su cuenta poniéndole al muñeco, alrededor del cuello, una cadenita de oro de la que iba prendido un corazón. Me enseñó con emoción el intríngulis del obsequio. El pequeño corazón se abría por la mitad y en su secreto interior podía verse, perfectamente encastrada, una fotografía del subinspector de tamaño carnet. Me quedé turulata, pero reencontré la agilidad mental justa para decirle a mi compañero que era bonito.

Juan Monturiol, que había accedido a ir a la cena quién sabe con qué intenciones, se presentó a su vez con dos soberbias botellas de champán francés. Estos presentes, unidos a mis rosas, hicieron que la homenajeada nos recibiera con todo tipo de gorjeos de agradecimiento y felicidad. Se encasquetó el camafeo, enjaretó una rosa en el ojal de su blusa de seda y brindó con una copa de Möet et Chandon.

Ángela vivía en el barrio de Las Corts, en un precioso apartamento dúplex lleno de
glamour
que ella se había encargado de hacer cálido y agradable. Las paredes del salón estaban llenas de libros y sonaba una suave música de Mozart en el ambiente. El cuadro acogedor se completaba con una mesa exquisitamente dispuesta que esperaba a los comensales en un rincón.
Nelly
, la perra, nos dio la bienvenida con sus maneras despaciosas y filosóficas. Luego fue a colocarse junto a su ama. Tenía un cuidado pelaje beige y blanco que coordinaba con el discreto atuendo de Ángela. El aforismo «dueño y perro acaban pareciéndose» se me antojó una realidad.

Hacía mucho que librera y veterinario no se habían visto, de modo que tenían cosas de qué hablar. El tema era, por supuesto, canino. Se extendieron durante el aperitivo sobre las cualidades miríficas de los canes autóctonos, en contraposición al increíble esnobismo que había llenado España de razas nórdicas, por completo inadecuadas para nuestro clima y mentalidad. Garzón y yo escuchábamos con el recogimiento de los neófitos.

El primer plato, una deliciosa crema de puerros con trufa, vino subrayado por los comentarios que suscitó un plan oficial de la Protectora de Animales para la creación de mascotas hospitalarias. La teoría de Ángela era muy interesante. Sostenía que los pequeños perros y gatos, en manos de enfermos y viejos, significaban una vuelta a la sensualidad de personas que hacía tiempo la habían perdido. Tocar las pieles cálidas, los morros húmedos, sentir la palpitación de los corazones, devolvía a los maltratados cuerpos humanos un soplo básico de vida. Por otra parte, el observar a las mascotas, darles de comer, reír sus gracias y ver sus reacciones lograba que las mentes de estos individuos, habitualmente encerrados en sí mismos, se volcaran hacia el exterior y dejaran de estar ensimismadas en sus propios sufrimientos.

Ambos expertos guardaron sus teorías más profundas para el plato principal, un suculento besugo horneado con cebolletas y laminillas de patata al que ni siquiera un Garzón tocado de mal de amores pudo resistirse. Ahí, la conversación ascendió hasta tocar una auténtica mística perruna. No sólo Ángela, sino también Juan, postulaban que en el perro se halla el
alter ego
oculto del dueño. Todas aquellas virtudes a las que aspiramos de modo natural: bondad, nobleza, humildad, están presentes en el perro; pero, al mismo tiempo, en él se proyectan a menudo los aspectos más inconfesados de nuestra personalidad: crueldad, desidia, rapacidad... Sin embargo, por encima de todos estos desdoblamientos, existe siempre un extraño toque en el perro que no proviene del interior de su amo. Ángela se olvidaba de comer cuando decía estas cosas, entraba en un auténtico trance mental.

—Es algo que podemos ver en sus ojos, una calma universal heredada siglo tras siglo, alejada de los avatares de la Historia, que no deja de ser algo hecho de acontecimientos, de memoria acumulativa. Es como una aceptación cercana a la comprensión, como una inocencia primigenia. Incluso me atrevería a decir, figúrense ustedes, que esa mirada es una prueba de la armonía del Universo, de la existencia de Dios.

Garzón sostenía el tenedor suspendido en el aire, la miraba mudo de emoción. Estaba fascinado por la inteligencia de su candidata amorosa. Comprendí entonces que quizás no atrapáramos nunca al asesino de Lucena Pastor, pero que este caso acabaría siendo importante en nuestras vidas. Garzón saldría de él con las fibras sensibles puestas al día, y yo llegaría a saber sobre perros mucho más de lo que jamás hubiera podido soñar.

—Es evidente que, para cada persona, el concepto «perro» representa valores diferentes. ¿Recordáis la noche que cenamos con Valentina Cortés?, para ella el perro es riesgo, vida, aventura, algo mucho más físico.

Pude observar un gesto ligeramente alterado en el rostro de Ángela. Garzón enrojeció y me lanzó una mirada furibunda. Al parecer, el veterinario había metido la pata. Pero ¿qué podía hacer yo? ¿Se suponía que debía haberle advertido de no citar a Valentina? ¿Qué era aquello, un jodido vodevil? Maldije a mi compañero, ese inopinado donjuán de vía estrecha.

Por fortuna, Ángela era demasiado educada para permitir que la cosa pasara de una ligera nubécula en la conversación. Monturiol siguió inconsciente de su pecado, y ni se enteró del fugaz enrarecimiento ambiental. Por el contrario, sí parecía estar perfectamente al tanto de cuál era la situación entre nosotros dos. Las espadas permanecían en alto, de modo que en cuanto acabó la cena y estuvimos en la calle, se cargó de acida ironía y preguntó:

—¿Crees que podemos encontrar algún sitio neutral para tomar una copa?

El sitio neutral resultó ser la cocktelería Boadas, repleto su minúsculo espacio de noctámbulos variados. En principio no me parecía la ubicación ideal para zambullirse en confidencias o sinceramientos súbitos; pero Juan era de la opinión contraria ya que, sin preámbulo alguno, me soltó:

—Petra, está claro que entre tú y yo hay algún tipo de problema que nos impide profundizar en una relación digamos... agradable. Eso nadie puede negarlo, pero te aseguro que, por más vueltas que le doy, no consigo saber en qué consiste el problema.

—Pues tú eres un profesional del diagnóstico.

—Pero mis pacientes no hablan, y ya que tengo la gran suerte de estar junto a alguien que sí puede hacerlo, ¿te importaría ayudarme a saber cuál es la enfermedad?

Sonreí:

—Adelante.

—Dime cuál sería para ti el tipo de relación ideal entre un hombre y una mujer como tú y yo.

—Me gustaría que antes lo dijeras tú.

Se pasó una mano grande y huesuda por el pelo. Suspiró.

—Es tan simple que resulta ridículo explicarlo. Todo consiste en salir, charlar, contarse algunas cosas básicas si se desea, tomar unas copas, bailar un rato... y, bueno, después ver qué es lo que sale de ahí y vivirlo.

—Sí, el planteamiento es muy sencillo, pero las consecuencias de esos actos de convivencia pueden estar sometidos a muchas tergiversaciones, planteamientos falsos, situaciones vividas de modo diferente por cada uno de nosotros, un montón de palabras innecesarias... al final es un nido de conflictos.

—¿Y cuál es tu solución?

—Algo muy sencillo también. Uno se conoce, se gusta, habla poco, hace el amor y, si van bien las cosas, puede seguir viéndose de vez en cuando y pasar un rato agradable. Todo está claro desde el principio y no hacen falta subterfugios ni etapas falsas.

—Me recuerda a la venta por correo. Práctico, económico y, si no le gusta el resultado, puede devolverlo.

—Bien, tú decías estar cansado tras dos divorcios, aburrido, algo quemado. Entonces dime qué esperas a estas alturas, ¿jugar a los noviazgos?

Sacó su cartera, miró la cuenta.

—No, Petra, quizás los dos esperamos lo mismo; es decir, bien poco, pero debe tratarse de una cuestión de formas.

—O de orgullos.

—Lamento que lo veas así. De cualquier modo, espero que seguiremos viéndonos de vez en cuando.

—¡Por supuesto, te llevaré a
Espanto
para que lo visites!

Salimos a la noche de las Ramblas y compartimos un taxi. No nos dirigimos la palabra en todo el trayecto. Él canturreaba para paliar la tensión. Bajó frente a su casa después de darme un apretón de manos que pretendía ser informalmente amistoso. Le dije adiós por la ventanilla sonriendo como una esfinge.

En el recibidor,
Espanto
se precipitó sobre mí llenándome las medias de babas. En la mesa de la cocina la asistenta había dejado una nota manuscrita:

Señora Petra: Este perro es tan feo que hasta me da vergüenza pasearlo. Pero si es lo que tengo que hacer cada mañana, por favor, cómprele una de esas mantitas de cuadros para perros porque el pobre pasa mucho frío. Además, a lo mejor así está más presentable. Le he dejado un plato de lentejas estofadas en el microondas. Muchos saludos: Azucena.

Encesté el papel en el cubo de basura. ¡Para abriguitos de perro estaba yo! Sonó el teléfono. Pensé que sería Juan Monturiol pidiéndome disculpas, invitándome a una copa de reconciliación.

—¿Inspectora? Al habla Garzón.

—¿Qué ocurre?

—Nada, sólo que podía haberle advertido a Juan que no citara a Valentina delante de Ángela.

—No se me ocurrió.

—Pues Ángela se ha pescado un mosqueo de mucho cuidado. Iba a quedarme a pasar la noche en su casa y he tenido que volver a la pensión.

—Es usted quien debería haberle hablado de Valentina. Engañar a dos mujeres y dejar que se hagan ilusiones es inmoral.

Oí una carcajada sarcástica por el auricular.

—¿Inmoral? Creí que a usted esas cuestiones le traían sin cuidado.

Me enfurecí.

—¡No se pase conmigo, subinspector!

—No estaba hablándole como subinspector.

—En ese caso no veo ningún motivo para que me llame en plena madrugada ni para seguir prolongando esta conversación.

—Tiene razón, inspectora Delicado, buenas noches.

—Buenas noches.

El ruido del teléfono al colgar me provocó una aguda punzada de dolor. ¡Cojonudo!, en cuestión de horas perdía a un posible amante y a un amigo. Me quedé sentada en el sofá, sin ganas de moverme ni de pensar. El perro se acercó cautelosamente, como si pudiera advertir mi depresión.

—Ven más cerca,
Espanto...
—le dije—, déjame ver si encuentro en tus ojos la armonía del Universo.

No sé cómo íbamos a hacer hablar a los demás si entre nosotros no nos dirigíamos la palabra. Garzón no parecía querer salir de su cabreo, y yo estaba lejos de intentar ridículas escenas de apaciguamiento. Las solemnes máximas del carcamal estaban a punto de cumplirse: es malo establecer relaciones amistosas con compañeros de trabajo. Intenté picarlo un poco.

—¡Llevamos un carrerón...! Siguiéndole la pista al asesino de Lucena hemos desenmascarado una agencia de la propiedad que hace contratos ilegales y una trata de perros callejeros en plena Universidad. ¡Todo un imperio del crimen cutre!

—Otros tantos servicios a la sociedad —dijo Garzón muy serio.

—En efecto, ahora sólo nos falta cazar una banda de traficantes de bayetas, un falsificador de cromos y una red internacional de aparcacoches fraudulentos.

A Garzón se le escapó la risa por el bigote de foca.

—Y un alijo de gaseosa y un garito secreto donde se juegue a las canicas —soltó, encantado.

Procuré no reírme; era demasiado pronto para reconciliarse. Uno de los guardias jóvenes que acababa de ser destinado a comisaría me llamó.

—Inspectora, el sargento Pinilla de la Guardia Urbana está esperándola en su despacho. Dice que lleva todo el día buscándola como un loco.

Lo miré fijamente a los ojos. No debía de tener más de veintiún años.

—Me gusta que los hombres me busquen como locos —dije.

Enrojeció. Se alejó sonriendo, cabeceando tímidamente y murmurando «Joder, joder».

Nada más verme, Pinilla se levantó y vino hacia mí casi gritando.

—¿Lo ve, inspectora, lo ve?, ¡ya le dije yo que no era ninguno de mis hombres!

—Si viene a decirme que no hay pistas, escoge un momento jodido, Pinilla.

—No, no, si me refiero a que ya he encontrado al corrupto. Y no es ninguno de mis hombres.

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