Día de perros (6 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

BOOK: Día de perros
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La ceremonia, si es que podía llamársele así, se celebró una tarde fría y nubosa. Todo el mundo parecía maldecir su suerte cada vez que una ráfaga de viento helado se precipitaba sobre nuestro exiguo grupo. Era muy desmitificador. El enterrador se frotaba las manos embutidas en gruesos guantes de trabajo, el funcionario moqueaba con la mirada perdida en otra parte y el cura murmuraba: «Señor, recibe a Ignacio en tu seno...». Garzón estornudó. El único que parecía no protestar interiormente era
Espanto.
Pegado a mis piernas, se mostraba tranquilo, vagamente curioso.

Los rezos previos acabaron con una celeridad que me sorprendió. Entonces acercaron el féretro que había permanecido retirado. Noté que
Espanto
se había puesto nervioso. De pronto, se adelantó y mirando aquella sencilla caja de pino en la que estaba su amo, lanzó un alarido lastimero, prolongado, agudo. Hubo una conmoción entre los presentes. El cura me miró con gravedad. Cogí al perro en mis brazos, pero aquello no lo consoló, siguió aullando, esta vez sin descanso.

—¡Hay que ver lo fieles que son los animalillos! —filosofó el enterrador.

Pero el cura no estaba para místicas y, perdida toda compostura, se volvió hacia mí y, casi colérico, ordenó:

—¡Llévese a ese perro inmediatamente de aquí!

Le obedecí a toda prisa.

Una vez en el coche
Espanto
se tranquilizó un poco, y yo acabé de distraer su congoja dándole un caramelo para fumadores de los que Garzón siempre llevaba en la guantera. Lo chupeteó con atención y, al final, acabó conformándose. Cómo logró oler a Lucena a través de un ataúd tan absolutamente sellado como están todos, siempre será para mí un misterio.

Poco después apareció el subinspector arrebujado en su gabardina. Estaba de pésimas pulgas.

—¡Joder, Petra, vaya cabreo que ha pescado el cura ese! He tenido que aguantar un sermón sobre que un cementerio es un lugar sagrado, sobre nuestra falta de respeto...

—¡Bah, délo por bien empleado!, por lo menos alguien ha llorado en el entierro de ese pobre diablo.

—¿Pobre diablo?, ¡ni siquiera sabemos a qué fechorías se dedicaba!

—Todo el mundo ha de tener en su vida un minuto de gloria. Nosotros se lo hemos regalado a Ignacio Lucena Pastor.

—Sí, sí, todo eso está muy bien, pero quien ha tenido que mamarse el chorreo del cura he sido yo... Oiga... huelo a eucaliptus.

—Es
Espanto,
se está zampando sus caramelos.

—¡Lo que faltaba! ¿Quiere que le cuente algo, inspectora? Cuando tenía nueve años me mordió un perro, y desde entonces, ¡los odio!

Solté un par de carcajadas.

—A todo el mundo en este país le ha mordido algún perro en la infancia; será el inconsciente colectivo, que acusa nuestras culpas.

—¡Leches, será!

—Oiga, Garzón, ¿sabe qué puedo hacer para compensarle? Voy a invitarlo a cenar en mi casa.

Pasó de fingirse enfadado a fingirse violento.

—No sé, inspectora; no quiero darle trabajo. A lo mejor no le apetece ponerse ahora a guisar.

—Siempre podemos comernos el pienso de
Espanto...
—dije—, así se resarce usted por lo de los caramelos.

Después de las espinacas a la crema y los entrecots, nos sentamos en el salón a saborear un brandy. Era prematuro descorazonarse, pero ya podíamos tener la seguridad de que aquel caso era complicado y caminaba lento. Al principio ni siquiera podíamos identificar a la víctima, y ahora no teníamos la menor idea de cuál había sido el móvil del crimen. No sabíamos qué estábamos buscando.

—Tengo la corazonada de que era un chulo de putas —dijo Garzón.

—No, partamos de lo real. No tenemos huellas ni tenemos testigos. Sólo contamos con las libretas de los nombres ridículos y con dos localizaciones geográficas: el bar donde lo vieron, en el que aún cabe alguna esperanza, y la calle donde lo encontraron.

—Es sólo una calle. Quizás lo agredieron en otra parte y lo dejaron abandonado allí por puro azar.

Di un sorbo profundo a mi brandy.

—Y tenemos a
Espanto.

—Oiga, inspectora, ¿no está sobrestimando las posibilidades de su sabueso? Tampoco es
Rintintín.
Además, cada vez que entra en escena montamos un número.

—Estoy hablando completamente en serio, Fermín. Ese perro sin duda iba a los sitios donde iba Lucena, veía a las personas con las que él se encontraba. Si estuviéramos hablando de humanos diríamos que «sabe», y probablemente sabe mucho. Hay que llevarlo a los dos sitios, a los dos.

—¿Al bar también?

—También. El no va a contarnos nada, pero podemos confiar en su olfato, en el reconocimiento de gentes y lugares. ¿Ha visto cómo fue capaz de localizar a su amo aun dentro de un ataúd lacrado?

—Bien pensado eso es algo que hiela la sangre, ¿no le parece?

—Sí.

Ambos nos quedamos mirando al perro.

—Por cierto, ¿qué piensa hacer con él?

—No lo sé, de momento tiene trabajo que hacer, un trabajo quizás importante.

Le di unas palmaditas en la cabeza y él, como si hubiera comprendido, alzó su oreja estropeada y me miró lleno de gratitud por el protagonismo que le brindaba.

3

No eran ni las nueve de la mañana cuando enfilamos la empinada calle Llobregós hasta llegar al lugar exacto en el que Lucena había sido hallado.
Espanto
estaba encantado con el paseo, movía la cola y olfateaba. Por el contrario, Garzón, de haber tenido un rabo, lo hubiera llevado entre las piernas. Aquello de utilizar al perro seguía pareciéndole una pendejada, no tenía ninguna fe en la infalibilidad animal, menos que en la del Papa, pero consentía, poco más podía hacer.

Espanto
no sintió nada especial en el sitio donde su amo fue hallado. Se movió en redondo, levantó la nariz y olió el aire. Entonces, sin excesivo ímpetu, escogió un camino y se puso en marcha. Yo lo llevaba cogido por la correa, sin estirar de ella ni corregir su rumbo. El perro siguió recto calle arriba, parando de vez en cuando para pegar el morro contra la pared de algún edificio. En un momento dado cruzó la calzada y se internó por un callejón más estrecho. Se detuvo junto a un árbol, levantó la pata trasera y se puso a orinar. Aquella pausa fisiológica irritó a Garzón, que se contuvo.

Cuando llegábamos al final del callejón,
Espanto
pareció interesado por algo y apretó el paso. Miré a mi compañero con intensidad esperanzada. Entonces el perro echó a correr. Lo seguí compulsivamente, segura de que habíamos dado con algo. Los dos últimos bloques de casas dejaron al descubierto un enorme descampado. Parte de él estaba acotado por una valla de alambre. En el interior se veían varias personas acompañadas de perros.

—¿Qué coño es eso? —oí preguntar a Garzón entre jadeos.

—Ni idea. Vamos a averiguarlo, pero no se identifique como policía hasta que no sepamos algo más.

A medida que nos acercábamos fui haciéndome una idea de la situación. Una mujer rubia y fuerte, de unos cincuenta años, hacía frente a un perro de aspecto fiero, protegido el brazo izquierdo con un manguito y el derecho con una fusta. El perro atacaba a mordiscos sobre la tela acolchada y rugía, la mujer daba potentes gritos de mando. Varios hombres, todos con un perro al lado, contemplaban la escena. Nos pusimos junto a otros curiosos que miraban, las caras pegadas a la verja.
Espanto
estaba aterrorizado, se escondía entre mis piernas intentando protegerse de los chillidos y el restallar de la fusta en el aire.

Cuando la mujer consideró concluida la maniobra de ataque, llamó a otro propietario de perro de los que, obviamente, aguardaban su turno. El ritual de la lucha se repitió. La mujer daba órdenes al perro en alemán, y a veces se volvía hacia el dueño y le chillaba explicaciones en español. El guirigay era considerable y el espectáculo resultaba, en su conjunto, vistoso y algo salvaje.

—¿Cree que esto tiene algo que ver con lo que andamos buscando? —preguntó Garzón en voz baja.

—Ni idea. Disimule y observe.

A nuestro lado había un muchacho con chándal que había dejado su bicicleta en el suelo para mirar con más comodidad.

—¿Los están domando? —le pregunté en tono casual.

—Es un campo de entrenamiento.

—¿De entrenamiento físico? —solté sin aparentar demasiado interés.

Me miró como si fuera idiota.

—Son perros de defensa personal, y ésa es la entrenadora.

—¡Ah! —exclamé.

—Es una entrenadora profesional —aclaró.

—¿Tú la conoces? —inquirí arriesgándome a levantar alguna sospecha.

—Los veo a veces, siempre están aquí. —Miró a
Espanto
y dijo con retranca—: ¿Es que quiere entrenar a ése?

—¡Quién sabe!, quizás sí, es muy valiente si se lo propone —contesté de mal humor.

El chico dio media vuelta, se puso unos pequeños auriculares en los oídos, cogió la bicicleta y se alejó sin decir adiós.

Nosotros nos quedamos allí, quietos, hasta que el entrenamiento acabó. Éramos ya los últimos mirones. Los perros y sus dueños empezaron a salir del cercado. La entrenadora los despedía junto a la puerta, charlando con ellos. No podíamos seguir mirando sin llamar la atención, las opciones eran abordarla o marcharnos. No teníamos suficiente información como para desdeñar algún dato más.

—Déjeme a mí —le susurré a Garzón.

Nos acercamos hasta donde estaba, y cuando sólo nos separaban unos pasos de la puerta,
Espanto
empezó a aullar como un poseso, a tirar de la correa intentando huir. Ella se fijó en nosotros, miró al perro y sonrió. Despidió a la gente y vino directa en nuestra dirección. El perro se puso aún más histérico, cruzándose entre mis piernas. A pesar de su pequeño tamaño desarrolló una gran fuerza.

—¡Quieto, estáte quieto! —le grité.

La entrenadora hizo gestos tranquilizadores en el aire.

—¡Cójalo en brazos! —me ordenó. Obedecí como pude—. ¡Ahora tápele los ojos con la palma de la mano! ¡Eso es!

Espanto
se quedó inmóvil. Entonces ella le tocó la cabeza, lo acarició, le permitió que la oliera. El perro aflojó la tensión, se tranquilizó.

—Ya puede soltarlo.

—No entiendo por qué...

—No se preocupe, siempre pasa lo mismo. Los perros que me ven entrenando luego tienen pánico de mí. Es por los gritos y la fusta.

—No me extraña que tengan miedo... —terció Garzón—, la verdad es que está usted muy impresionante.

La mujer soltó una sonora carcajada.

—¡Todo es puro teatro, créanme! Pero los perros no distinguen entre apariencia y realidad, son demasiado nobles para eso. ¿Viven por aquí?

—No —contesté—. Hemos venido por un asunto de trabajo y nos ha llamado la atención su entrenamiento.

—Hay mucha gente que se para a vernos. Nuestros mejores espectadores son los jubilados, ¡y los niños durante el fin de semana!

—¿Enseña a los perros a atacar? —preguntó Garzón.

—Les enseño a defender al amo, también a obedecer cualquier orden y a seguir un rastro. Es mi oficio.

—¿Cualquier perro puede aprender a hacer esas cosas, incluso éste? —Señalé a
Espanto.

—En principio... pero yo sólo trabajo con razas específicas de defensa.

—Y supongo que, con los tiempos que corren, no le faltarán clientes.

—No puedo quejarme. Hay muchos aficionados, además tengo a la gente que viene por necesidad: comerciantes que quieren entrenar a su perro para que les guarde la tienda, guardas de seguridad...

—Me parece apasionante —dijo el subinspector.

—¿De verdad se lo parece?

—¡Naturalmente!, debe de ser algo lleno de emociones.

Garzón no sólo había tomado la voz cantante contraviniendo mis órdenes, sino que le estaba echando imaginación. Su estilo cordial dio buenos frutos.

—Oigan, yo ya he terminado por hoy. ¿Por qué no tomamos una cerveza en ese bar?

—¡Estupendo! —dijo Garzón.

Yo repliqué:

—A mí se me ha hecho algo tarde, tengo que volver al despacho. ¿Quedamos allí dentro de un par de horas, Fermín?

Los dejé envueltos en aquella nube de exclamaciones y coincidencias felices, rumbo al bar. Garzón lo había hecho muy bien; si había algo que averiguar él lo averiguaría. Su contertulia parecía de palabra fácil.

Me llevé a
Espanto
a casa y allí lo dejé, descansando de tantas emociones. Yo me dirigí a la tienda del veterinario. Me atendió su tan cacareado ayudante, que no era una bella mujer, sino un joven de pinta vulgar y mirada aburrida. Tuve que esperar hasta que Juan Monturiol hubo acabado todas sus visitas. Pasé el tiempo ojeando revistas, todas sobre perros. Era increíble; comprendí que en torno al perro giraba un mundo que yo no había podido ni sospechar: veterinarios, fabricantes de comida para perros, cuidadores, entrenadores... Bueno, era obvio que la gente no sólo se dedica a leer el periódico y pasear; bajo la corteza uniformizante de la ciudad resulta haber un montón de aficionados a cosas raras: enólogos, adoradores del sol, especialistas en setas y amantes de los perros.

Juan apareció por fin vestido con bata blanca. Despedía cortésmente a una señora que arrastraba un caniche. Me miró y, quizás sólo fuera imaginación mía, los ojos se le agrandaron un poco.

—¿Algún problema? —preguntó, y noté que, por lo que diablos fuera, sonaba en plan irónico.

—Sólo será un instante —me vi obligada a disculparme.

Hizo que pasara y me sentara en la silla preparada para visitas con can. Olía a desinfectante. Un grupo de angelicales cachorros en grupo miraba desde un cuadro.

—He venido a hacerte una pregunta técnica, por curiosidad. Quiero saber lo siguiente: si un perro anda buscando un rastro y te conduce donde hay otros perros... —Era difícil darle forma casual a algo tan preciso, pero no hicieron falta disimulos. Me interrumpió.

—Eres policía, ¿verdad?

—¿Puedo preguntarte cómo lo has sabido?

—Si a alguien le anuncian un muerto por teléfono y tiene que salir precipitadamente de casa caben dos posibilidades: o es médico o es policía. De haber sido médico, dado el paralelismo de nuestras profesiones, me lo hubieras comentado cuando visité a tu perro.

—Con semejantes dotes de deducción quizás debieras ser tú también policía.

—Si me haces una buena oferta... ¿Qué grado tienes?

—Soy inspectora.

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