Nunca indagó acerca de las palabras de Pierre ni consideró la posibilidad de seguirlo. Abandonó la Casutza antes que él. En el tren rememoró su rostro, tal como había sido, tan abierto y autoritario, y al mismo tiempo, en algún lugar, vulnerable e incluso vencido.
Lo más terrible de todas esas sensaciones era que ya no era capaz de encerrarse, como antes, y renegar del mundo, volverse sorda y ciega y sumergirse en alguna fantasía largamente madurada, que es lo que hacía de niña para reemplazar la realidad. Se preocupaba por la seguridad de Pierre y la hacía sufrir la vida peligrosa que él llevaba; se dio cuenta de que él no sólo había penetrado su cuerpo, sino también su auténtico ser. Siempre que pensaba en su piel, en las partes de su cabello que el sol había descolorido volviéndolo de oro fino, en sus tranquilos ojos verdes, que sólo parpadeaban en el momento en que se inclinaba sobre ella para tomar su boca entre sus fuertes labios, su carne, aún sensible a la imagen, vibraba, eso era para ella como una tortura.
Tras algunas horas de un dolor tan agudo y fuerte que creyó que iba a saltar en pedazos, cayó en un extraño letargo, en duermevela. Era como si algo se hubiera roto en su interior. Dejó de sentir dolor o placer y quedó entumecida. Todo el viaje se convirtió en algo irreal. Su cuerpo estaba otra vez muerto.
Tras ocho años de separación, Miguel volvió a París. Su regreso no significó para Elena ninguna alegría ni consuelo, pues él era el símbolo viviente de su primer fracaso. Miguel había sido su primer amor.
Cuando se conocieron no eran más que unos niños; dos primos perdidos en una concurrida cena familiar a la que asistían muchos primos, tías y tíos. Miguel se sintió atraído hacia Elena magnéticamente; la siguió como una sombra y escuchó cada una de sus palabras, palabras que nadie más podía oír, pues su voz era suave y transparente.
Miguel le escribió cartas a partir de aquel día y acudió a verla de vez en cuando durante las vacaciones escolares. Fue una relación romántica en la que cada uno utilizaba al otro como personificación de la leyenda, historia o novela que había leído. Elena era todas las heroínas; Miguel, todos los héroes.
Cuando se conocieron estaban envueltos en tanta irrealidad que no podían tocarse.
Ni siquiera se tomaron de las manos. Se sentían exaltados por la presencia del otro, se remontaban juntos y se movían por impulso de las mismas sensaciones. Ella fue la primera en experimentar una emoción más profunda.
Inconscientes de su belleza, fueron juntos a un baile. Pero otras personas sí repararon en ella. Elena vio que todas las chicas miraban a Miguel e intentaban atraer su atención.
Entonces lo vio con objetividad, al margen de la cálida devoción en que lo había envuelto. El se hallaba unos metros más allá, y era un joven muy alto y delgado, ágil, gracioso y fuerte, con músculos y nervios como de leopardo, con un andar deslizante, pero siempre dispuesto a saltar. Sus ojos eran de color verde hoja, líquidos. Su piel luminosa como la de un fosforescente animal submarino dejaba relucir un misterioso fulgor solar. Su boca, plena, de dentadura perfecta como la de un animal carnívoro, denunciaba su apetito sensual.
También Miguel vio por vez primera a Elena fuera de la leyenda en la que la había envuelto; la vio perseguida por todos los hombres, su cuerpo inquieto, siempre equilibrado en mitad de un movimiento, ligero sobre los pies, flexible, casi evanescente y tentador. La cualidad que impulsaba a todo el mundo a darle caza era algo que en ella resultaba violentamente sensual, vivo, telúrico. Su boca carnosa era lo más vivido en ella, pues su delicado cuerpo se movía con la fragilidad del tul.
Esa boca, hincada en un rostro de otro mundo, de la que brotaba una voz que llegaba directamente al alma, sedujo de tal manera a Miguel que no permitió que nadie más bailara con Elena. Pero, al mismo tiempo, no tocaba su cuerpo, salvo cuando bailaban. Los ojos de Elena le condujeron a su interior, a mundos donde se quedaba aturdido, como drogado.
Pero mientras bailaba con Miguel, Elena se había hecho consciente de su cuerpo, como si de pronto se hubiera vuelto de carne, de carne ígnea en la que cada uno de los gestos del baile encendía una llama. Quería caerse hacia adelante, hacia la carne de aquella boca, y abandonarse a una misteriosa embriaguez.
La embriaguez de Miguel era de otra clase. Se comportaba como si quien le sedujera fuese una criatura irreal, una fantasía. Su cuerpo estaba muerto para Elena. Cuanto más se acercaba a ella, mayor era la intensidad con que sentía el tabú que la rodeaba, y le parecía que estaba como ante una imagen sagrada. En cuanto se hallaba en su presencia, sucumbía a una especie de castración.
Al sentir el cuerpo de su compañera ardiendo ante su proximidad, no supo más que pronunciar su nombre: «¡Elena!» Sus brazos, sus piernas y su sexo quedaron tan paralizados que dejó de bailar. Al pronunciar aquel nombre le había asaltado el recuerdo de su madre tal como la había visto de pequeño: una mujer más ancha que las demás, inmensa, abundante, con las curvas de la maternidad desbordando sus holgadas ropas blancas, los pechos de los que se nutriera y a los que siguió agarrado superada la edad en que los necesitaba, hasta el tiempo en que empezó a darse cuenta del obscuro misterio de la carne.
Cada vez que veía los pechos de mujeres corpulentas y llenas que se parecieran a su madre experimentaba el deseo de succionar, mascar y morder en ellos hasta hacer daño, de comprimirlos contra su cara, de sofocarse bajo su turgencia, de llenarse la boca con los pezones, pero no sentía ningún deseo de poseerlas mediante la penetración sexual.
Cuando se conocieron, Elena tenía los menudos senos de una muchacha de quince años, lo que despertó en Miguel cierto desprecio. Carecía de los atributos eróticos de su madre. Nunca sintió la tentación de desnudarla. Nunca la consideró una mujer.
Era una imagen, una imagen como la de los santos en las estampas, una imagen como las de mujeres heroicas en los libros o en los cuadros.
Sólo las prostitutas poseían órganos sexuales. Miguel conoció esa clase de mujeres a una edad muy temprana, cuando sus hermanos mayores le arrastraban a los burdeles. Mientras ellos se acostaban con las mujeres, él les acariciaba los senos.
Se llenaba la boca con ellos, hambriento. Pero le asustaba lo que veía en la entrepierna. Se le antojaba una boca enorme, húmeda y voraz. Sentía que jamás podría satisfacerla. Le atemorizaban la tentadora hendidura, los labios rígidos bajo el dedo acariciador, el líquido que segregaba como saliva de una persona hambrienta.
Imaginaba este apetito femenino como algo tremendo, voraz, insaciable. Le parecía que su miembro sería engullido para siempre. Las prostitutas que tuvo ocasión de ver poseían sexos grandes y de correosos labios y anchas caderas.
¿Qué le quedaba a Miguel como objeto de sus deseos? Los chicos; los chicos sin aberturas glotonas, los chicos con sexos como el suyo, que no le asustaban, cuyos deseos podía satisfacer.
Así, en la misma velada en que Elena experimentó la flecha del deseo y la calidez de su cuerpo, Miguel descubrió la solución intermedia: un muchacho que lo excitaba sin tabúes, temores ni dudas.
Elena, cuya inocencia era absoluta en materia de amor entre muchachos, regresó a casa y se pasó toda la noche llorando por la indiferencia de Miguel. Nunca había estado tan hermosa; había sentido el amor y la veneración que él le profesaba.
Entonces, ¿por qué no la había tocado? El baile los había reunido, pero él no se había excitado. ¿Qué significaba eso? ¿Qué misterio era aquél? ¿Por qué vigilaba a los otros chicos, tan deseosos de sacarla a bailar? ¿Por qué no le había tocado ni siquiera una mano?
Pero se obsesionaban mutuamente. La imagen de Elena predominaba sobre las de todas las mujeres. Sus poesías le pertenecían, como sus creaciones, sus invenciones y su alma. Sólo el acto sexual no era para ella. ¡Cuánto sufrimiento se hubiera ahorrado Elena si hubiera sabido, si hubiera comprendido! Pero era demasiado delicada como para preguntar abiertamente, y él sentía demasiada vergüenza para decírselo.
Y ahora Miguel había vuelto. Su vida pasada la conocía todo el mundo: una larga serie de amores con muchachos, nunca duraderos. Siempre andaba buscando, siempre insatisfecho. Miguel, con el encanto de siempre, sólo que realizado, más intenso.
De nuevo sintió Elena su alejamiento, la distancia que los separaba. Tampoco esta vez le tomó el brazo, bronceado por el sol veraniego de París. Admiró todo cuanto ella llevaba: sus anillos, sus tintineantes pulseras, su vestido y sus sandalias, pero no la tocaba.
Miguel estaba siendo psicoanalizado por un famoso doctor francés. Cada vez que viajaba, amaba o tomaba a alguien, parecía que las ataduras de su vida se apretaban con más fuerza alrededor de su cuello. Deseaba la liberación, la liberación para asumir su anormalidad. Pero no la conseguía. Cuando amaba a un muchacho, lo hacía con la sensación de que cometía un crimen. La consecuencia era la culpabilidad. Y entonces trataba de purgarla con el sufrimiento.
Ahora podía hablar de ello, y desplegó toda su vida ante Elena, sin avergonzarse.
Ella no se sintió dolida por eso, sino aliviada de muchas de sus dudas acerca de sí misma. Como Miguel no comprendía su propia naturaleza, al principio había culpado a Elena, achacándole lo que en realidad era frialdad suya hacia las mujeres. Dijo que esto se debía a que ella era inteligente, y las mujeres inteligentes mezclan la literatura y la poesía con el amor, cosa que le paralizaba. Manifestó asimismo que era positiva y masculina en algunos aspectos, lo que le intimidaba. Tiempo atrás, Elena había aceptado de inmediato esos argumentos, y había dado en creer que las mujeres sutiles, intelectuales y positivas no pueden ser deseadas.
—Si al menos —le había dicho Miguel— fueras muy pasiva, muy dócil, muy, muy inactiva, podría desearte. Pero siempre noto en ti un volcán a punto de estallar, un volcán de pasión, y eso me asusta.
O bien:
—Si no fueras más que una puta y pudiera sentir que no eres ni demasiado exigente ni demasiado crítica, podría llegar a desearte. Pero siendo tú, notaría que tu brillante cabeza me está observando, que me despreciaría si fallara, si, por ejemplo, de pronto me volviera impotente.
¡Pobre Elena! Durante años no hizo el menor caso de los hombres que la deseaban.
Puesto que Miguel era el único a quien ella había querido seducir, le parecía que sólo él podía demostrarle su propia fuerza.
Sintiendo la necesidad de confiar en alguien que no fuera su analista, Miguel presentó a Elena a su amante, Donald. En cuanto ella lo vio, lo quiso como a un niño, como a un
enfant
terrible, perverso y experto.
Era hermoso. Su cuerpo era delgado, como egipcio, y su cabello revuelto como el de un niño que hubiera estado corriendo. A veces, la suavidad de sus gestos le hacía parecer más pequeño, pero cuando se levantaba, estilizado, de línea pura y complexión ancha, se revelaba alto. Sus ojos parecían en trance, y hablaba con una extraña fluidez, como un médium.
Elena quedó tan encantada con él, que empezó a gozar sutil y misteriosamente imaginando cómo Miguel le hacía el amor. Donald representaba el papel de mujer amada por Miguel, que adoraba su juvenil encanto, el aleteo de sus pestañas, su nariz pequeña y recta, sus orejas de fauno y sus manos fuertes, de hombre.
Elena reconoció en Donald un hermano gemelo que empleaba sus mismas palabras, sus coqueterías y sus artificios. Estaba obsesionado por las mismas palabras y sensaciones que la obsesionaban a ella. Hablaba continuamente de su deseo de renuncia para proteger a los demás. Elena podía oír su propia voz. ¿Se daba cuenta Miguel de que estaba haciendo el amor a un hermano gemelo de Elena, a Elena en un cuerpo de hombre?
Cuando Miguel los dejó un momento, sentados a la mesa de un café, cruzaron una mirada de reconocimiento. Sin Miguel, Donald ya no era una mujer. Enderezó el cuerpo, miró impávido a Elena y habló de su búsqueda de la intensidad y la tensión, explicando que Miguel no era el padre que necesitaba: Miguel era demasiado joven, era, simplemente, otro niño. Miguel deseaba ofrecerle un paraíso en algún lugar, una playa donde pudieran amarse en libertad, abrazarse día y noche, un paraíso de caricias y amor; pero él, Donald, buscaba algo más. Le gustaban los infiernos de amor, el amor mezclado con grandes sufrimientos y obstáculos. Quería matar monstruos, vencer enemigos y luchar como un Quijote.
Mientras hablaba de Miguel, asomó a su rostro la misma expresión que adoptan las mujeres cuando han seducido a un hombre; una expresión de vana satisfacción. Una triunfal e incontrolable celebración íntima del propio poder.
Cada vez que Miguel los dejaba solos un momento, Donald y Elena advertían el vínculo que su afinidad creaba entre ellos, la maliciosa conspiración femenina para encantar, seducir y convertir en víctima a Miguel.
Con una mirada picara, Donald dijo a Elena: —Conversar es una forma de coito. Tú y yo existimos juntos en todas las delirantes regiones del mundo sexual. Me conduces a lo maravilloso, y tu sonrisa encierra un fluido mesmeriano.
Miguel se reunió con ellos. ¿Por qué estaba tan inquieto? Fue a por sus cigarrillos.
Luego, a por algo más. Los dejó. Cada vez que regresaba, Elena veía que Donald cambiaba, que de nuevo se convertía en una tentadora mujer. Los vio acariciarse mutuamente con la mirada, y presionarse las rodillas por debajo de la mesa. Existía entre ellos una corriente de amor tan fuerte, que la arrastró. Vio cómo se dilataba el cuerpo femenino de Donald, cómo su rostro se abría como una flor, vio sus ojos sedientos y sus labios húmedos. Era como ser admitida en los aposentos secretos de un amor sensual ajeno y ver, tanto en Donald como en Miguel, lo que en otras circunstancias le habría sido ocultado. Era una extraña transgresión.
—Vosotros dos sois exactamente iguales —dijo Miguel.
—Pero Donald es más sincero —replicó Elena, al tiempo que pensaba en la facilidad con que Donald traicionaba el hecho de que no amaba a Miguel incondicionalmente, en tanto que ella lo hubiera ocultado, por miedo a herir al otro.
—Porque ama menos —explicó Miguel—. Es un narcisista.
Una oleada de simpatía rompió el tabú entre Donald y Elena, y entre Miguel y Elena.
Ahora el amor fluía entre los tres, compartido, transmitido y contagioso. Sus hilos los unían.