A los diez años, Pierre estaba iniciado en todos los requisitos impuestos por una vida llena de amantes. Asistía a la
toilette
de su madre, la observaba empolvarse bajo los brazos y deslizar la borla de los polvos en el vestido entre los pechos. La veía emerger del baño medio cubierta por su quimono, con las piernas desnudas, y calzarse unas medias muy largas. A ella le gustaba colocarse las ligas muy arriba, de modo que las medias casi le tocaran las caderas. Mientras se vestía, conversaba acerca del hombre con el que iba a encontrarse, ponderando ante Pierre la naturaleza aristocrática del uno, el encanto del otro, la sencillez de un tercero o el genio de un cuarto, como si él fuera a convertirse algún día en todos ellos a la vez.
Cuando tenía veinte años, desaconsejó todas sus amistades con mujeres, incluso sus visitas al prostíbulo. El hecho de que buscara mujeres que se parecieran a ella no la preocupaba. En los lenocinios pedía a las prostitutas que se vistieran para él, de forma estudiada y lenta, a fin de poder experimentar un obscuro e indefinible placer; el mismo que sentía en presencia de su madre. Para esta ceremonia exigía coquetería y prendas especiales. Las prostitutas, riendo, le complacían. Durante estos juegos los deseos de Pierre se tornaban de pronto salvajes: rasgaba los vestidos y su cópula parecía una violación.
Más allá de eso, subyacían las regiones maduras de su experiencia, que no confesó a Elena aquel día. Le entregó tan sólo al niño, su propia inocencia y su propia perversidad.
Había días en que ciertos fragmentos de su pasado, los más eróticos, accedían a la superficie, permeaban cada uno de sus movimientos y conferían a sus ojos la misma mirada fija e inquietante que Elena había visto al principio en él, a su boca, laxitud y abandono, y a todo su rostro la expresión de quien no ha eludido ninguna experiencia. Elena podía evocar entonces a Pierre con una de sus prostitutas y se le aparecía como un decidido buscador de la pobreza, la suciedad y la decadencia como únicos acompañamientos apropiados para ciertos actos. En él se manifestaba el apache, el
voyou
, el vicioso capaz de estar bebiendo tres días con sus noches, de abandonarse a toda experiencia como si fuera la última, de agotar su deseo con alguna mujer monstruosa a la que deseaba por su suciedad, porque muchísimos hombres la habían poseído y porque su lenguaje estaba plagado de obscenidades.
Era una pasión por el autoaniquilamiento, la bajeza, el lenguaje de la calle, las mujerzuelas y el peligro. Había sido detenido en redadas de opiómanos, y por haber vendido a una mujer.
Era su capacidad para la anarquía y la corrupción lo que en ocasiones le daba la expresión de un hombre capaz de cualquier cosa, y esto mantenía despierta en Elena la confianza hacia él. Al mismo tiempo, Pierre era por completo consciente de la atracción que sentía por lo demoníaco y lo sórdido, por el placer de caer, por profanar y destruir el yo ideal. Pero su amor hacia Elena le impidió arrastrarla hacia nada de eso. Temía iniciarla y perderla en uno u otro vicio, en alguna sensación que él no pudiera procurarle. Por ello la puerta hacia el elemento corrupto de sus naturalezas, raras veces se abría. Ella no quería saber lo que su cuerpo, su boca o su sexo habían hecho. Pierre, por su parte, se resistía a descubrir las posibilidades que ella encerraba.
—Sé que eres capaz de sentir muchos amores —dijo Pierre—, que yo seré el primero y que dentro de nada este amor te impedirá expansionarte. ¡Eres sensual, tan sensual...!
—No puedo amar tantas veces. Deseo mezclar el erotismo con el amor. Y no es frecuente que uno sienta un amor profundo.
Pierre estaba celoso del futuro de Elena, y ella del pasado de él. Ella se hizo consciente de que tenía veinticinco años y él cuarenta, que él estaba ya cansado de muchas experiencias que ella ni siquiera había imaginado.
Cuando el silencio se prolongaba y Elena no veía en el rostro de Pierre una expresión de inocencia , sino, al contrario, una sonrisa persistente, cierto desdén en el contorno de los labios, sabía que estaba rememorando el pasado. Elena se tendió a su lado, contemplando sus largas pestañas.
—Hasta que te encontré —dijo él al cabo de un momento—, yo era un Don Juan, Elena.
Nunca pretendí conocer verdaderamente a ninguna mujer. Jamás quise permanecer solamente con una. Sentía siempre que la mujer utilizaba sus encantos no en virtud de una apasionada relación, sino para arrancar del hombre la garantía de un vínculo duradero: el matrimonio, por ejemplo, o al menos compañía; para conseguir, en definitiva, alguna clase de tranquilidad, de posesión. Era eso lo que me asustaba, el sentimiento de que en la grande
amoureuse
se disimulaba una pequeña burguesa que aspiraba a la seguridad del amor. Lo que me atrae de ti es que has seguido siendo la amante. Conservas el fervor y la intensidad. Cuando te sientes en inferioridad de fuerzas ante la gran batalla del amor, te retiras. Otra cosa: no es el placer que puedo darte lo que te vincula a mí, pues lo repudias cuando no estás emocionalmente satisfecha. Pero eres capaz de todo, de todo en absoluto. Lo siento así. Estás abierta a la vida. Yo te he abierto. Por vez primera lamento mi poder para abrir a las mujeres a la vida y al amor. ¡Cuánto te quiero cuando te niegas a comunicarte con el cuerpo, cuando buscas otros medios para alcanzar la totalidad del ser! Has hecho lo imposible para quebrantar mi resistencia al placer. Sí, al principio yo no podía soportar esa habilidad que tenías para replegarte en ti. Me parecía que estaba perdiendo mi propia fuerza.
Esta conversación hizo adivinar a Elena de nuevo un sentimiento de inestabilidad en Pierre. Siempre que ella tocaba el timbre se preguntaba si se habría ido. En un viejo guardarropa Pierre descubrió una pila de libros eróticos escondidos bajo unas mantas por los anteriores ocupantes de la vivienda. Ahora, a diario relataba a Elena una historia para hacerla reír. Se daba cuenta de que la había entristecido.
No sabía que, cuando se mezclan en una mujer, lo erótico y lo tierno forman una poderosa unión, casi una fijación. Elena sólo podía evocar imágenes eróticas relacionadas con Pierre y con su cuerpo. Si veía en los bulevares una película pornográfica que la excitaba, reservaba su curiosidad o la sugerencia de una nueva experiencia para el próximo encuentro. Así empezó a susurrar en el oído de Pierre ciertos deseos.
A Pierre le sorprendía siempre que Elena quisiera darle placer sin proporcionárselo ella. A veces, después de sus excesos, se sentía cansado, menos potente, pero deseaba repetir la sensación aniquiladora. Entonces la excitaba con caricias, con una agilidad de manos que se aproximaba a la masturbación. Mientras, Elena rodeaba el miembro de Pierre con las dos manos, como una delicada araña de expertos dedos que tocaban los más escondidos lugares en busca de una respuesta. Lentamente, los dedos se cerraban sobre el pene, primero acariciando su envoltura de piel, y luego sintiendo la afluencia de sangre densa que lo ponía en erección; sintiendo la suave hinchazón de los nervios, la súbita dureza de los músculos; sintiendo como si estuvieran tañendo un instrumento de cuerda. Por el grado de erección, Elena sabía cuándo Pierre carecía de la dureza suficiente para penetrarla; sabía cuándo sólo podía responder a sus dedos nerviosos y cuándo deseaba que lo masturbara; al poco rato el placer propio frenaba la actividad de sus manos sobre ella. Entonces quedaba drogado por las de Elena, cerraba los ojos y se abandonaba a sus caricias. Intentaba una o dos veces, como dormido, seguir acariciándola, pero acababa yaciendo pasivamente, para sentir mejor las sabias manipulaciones y la tensión creciente.
—¡Ahora, ahora! —murmuraba—. Ahora.
Eso significaba que la mano de ella tenía que acelerarse, para acompasarse con la fiebre que palpitaba en su interior. Sus dedos discurrían rítmicamente, al unísono con los latidos de la sangre, cada vez más rápidos, mientras la voz de Pierre rogaba:
—¡Ahora, ahora, ahora!
Ciega a todo cuanto no fuera el placer de su amante, Elena se inclinaba sobre él, con el cabello en desorden, la boca cerca del miembro, continuando el movimiento de sus manos al tiempo que lamía el glande cada vez que éste se le ponía al alcance de la lengua; esto hasta que el cuerpo de Pierre empezaba a temblar y se excitaba, hasta consumirse por obra de las manos y la boca de Elena, hasta quedar aniquilado. El semen fluía como en pequeñas olas rompiendo en la arena, rolando una sobre la otra; pequeñas olas de espuma salada en la arena de aquellas manos.
Luego, tiernamente, encerraba el agotado pene en su boca, para recoger el precioso líquido del amor.
El placer de Pierre produjo a Elena un goce tal que ella misma se sorprendió cuando él empezó a besarla con gratitud, mientras le decía:
—Pero tú, tú no has sentido ningún placer.
—Oh, sí —replicó Elena con una voz que no dejó lugar a dudas.
Elena se maravillaba de la continuidad de su exaltación y se preguntaba cuándo su amor entraría en un período de reposo.
Pierre iba ganando libertad. A menudo estaba fuera cuando Elena le telefoneaba.
Mientras tanto, ella ofrecía sus consejos a Kay, una vieja amiga que acababa de regresar de Suiza. En el tren, Kay encontró a un hombre que podría describirse como el hermano menor de Pierre, y había estado tan dominada por su personalidad, que lo único que podía satisfacerla era una aventura que, al menos superficialmente, se pareciese a la de Elena.
Aquel hombre tenía también una misión. No confesó en qué consistía, pero la empleaba como excusa y tal vez como coartada cuando se marchaba o cuando tenía que pasar un día entero sin ver a Kay. Elena sospechó que su amiga pintaba al doble de Pierre con colores más fuertes que los que en realidad le correspondían.
Para empezar, le dotaba de una virilidad anormal, compensada tan sólo por su costumbre de caer dormido antes o inmediatamente después del acto, sin esperar a dar las gracias a su compañera. En mitad de una conversación, le invadía un deseo súbito de violar. Odiaba la ropa interior y acostumbró a Kay a no llevar nada bajo el vestido. Su deseo era imperioso e inesperado. No podía aguardar. Con él, Kay se habituó a todo: fugas repentinas de los restaurantes, carreras salvajes en taxis con las cortinillas bajadas,
séances
tras los árboles en el
Bois
y masturbaciones en los cines, pues nunca recurría a una cama burguesa ni al calor y la comodidad de un dormitorio. El deseo de aquel hombre era claramente ambulante y bohemio. Le gustaban los suelos alfombrados e incluso los fríos pavimentos de los cuartos de baño, y le excitaban al máximo los baños turcos y los fumaderos de opio, donde no fumaba, sino que le agradaba yacer con Kay en una estrecha estera que les molía los huesos si se quedaban dormidos. La tarea de Kay consistía en mantenerse lo bastante alerta como para seguirle en sus caprichos y en tratar de atrapar su propio y fugitivo placer en aquella loca carrera que podía haber sido más fácil con algún que otro descanso.
Pero no. El disfrutaba con esos súbitos desahogos tropicales. Kay lo seguía como una sonámbula, lo que a Elena le daba la impresión de que topaba con aquel hombre en sueños como si chocara con un mueble. En ocasiones, cuando la escena había transcurrido con demasiada rapidez para que Kay experimentara una completa voluptuosidad tras ser violada, Kay se tendía junto a él mientras dormía, y se inventaba un amante más cabal. Cerraba los ojos y pensaba: «Ahora su mano me levanta despacio el vestido; muy despacio. Primero me mira. Una mano descansa en mis nalgas, y la otra comienza a explorar, deslizándose, describiendo círculos. Ahora introduce el dedo allí, donde está húmedo. Lo toca del mismo modo que una mujer toca una pieza de seda para comprobar su calidad. Muy despacio.»
El doble de Pierre se dio la vuelta y Kay contuvo su aliento. Si él despertaba, la encontraría con las manos en una extraña postura. Entonces, de pronto, como si hubiera adivinado sus deseos, colocó la mano entre sus piernas y la dejó allí, de tal manera que no podía moverse. La presencia de la mano la excitó más que nunca.
Cerró los ojos de nuevo y trató de imaginar que aquella mano se movía. Y, para crear una imagen más vivida, empezó a contraer y abrir la vagina de forma rítmica, hasta que experimentó el orgasmo.
Pierre nada tenía que temer de la Elena que él conocía y a la que tan delicadamente había circunnavegado. Pero existía otra Elena a la que no conocía, la Elena viril.
Aunque no llevaba pelo corto ni traje de hombre, y aunque no montaba a caballo ni fumaba cigarros ni frecuentaba los bares donde se reúnen ciertas mujeres, existía una Elena espiritualmente masculina, por el momento adormecida en su interior.
En todo lo que no fueran asuntos de amor, Pierre estaba indefenso. Era incapaz de clavar un clavo en una pared, colgar un cuadro, arreglar un libro o discutir de cuestiones técnicas. Vivía aterrorizado por los sirvientes, las porteras y los fontaneros. No podía tomar una decisión ni firmar cualquier tipo de contrato.
Ignoraba lo que quería.
Las energías de Elena colmaban estas lagunas. Su mente se convirtió en la más fecunda. Compraba libros y periódicos, incitaba a la actividad y tomaba decisiones.
Pierre lo consentía, pues ello convenía a su indolencia. Ella ganaba en audacia.
Se sentía su protectora. Una vez concluida la agresión sexual, Pierre se reclinaba como un pacha y permitía que ella empuñara la batuta. No se daba cuenta de que estaba emergiendo otra Elena, de que se afirmaban en ella nuevos contornos, nuevos hábitos y una nueva personalidad. Elena había descubierto que atraía a las mujeres.
Kay la invitó a conocer a Leila, famosa cantante de un club nocturno y mujer de sexo dudoso. Acudieron a casa de Leila, que se hallaba en la cama. La habitación estaba pesadamente cargada de perfume de narciso y Leila descansaba con gesto lánguido e intoxicado. Elena pensó que estaba recuperándose de una noche en la que había bebido mucho, pero era la postura natural de Leila. Y de ese cuerpo lánguido le llegó una voz de hombre. Los ojos violeta se fijaron en Elena, subrayando su deliberado aspecto masculino.
Mary, su amante, entró entonces en la habitación, con un susurro de amplias faldas de seda hinchadas por sus rápidos pasos. Se arrojó a los pies de la cama y tomó la mano de Leila. Se miraron con un deseo tan intenso que Elena bajó los ojos. El rostro de Elena era agudo; el de Mary, vago. El de Leila, con fuertes trazos al carbón alrededor de los ojos, como en los frescos egipcios; el de Mary, pintado al pastel: ojos pálidos, pupilas verde mar y uñas y labios de coral. Las cejas de Leila eran naturales; las de Mary se reducían a un trazo de lápiz. Cuando se miraban, las facciones de Leila parecían disolverse y las de Mary adquirían algo de los rasgos definidos de Leila. Pero la voz de ésta seguía siendo irreal, y sus frases inconfusas, flotantes. A Mary la incomodaba la presencia de Elena. En lugar de manifestar hostilidad o miedo, adoptó la actitud femenina frente al hombre, y trató de cautivarla.