Yo permanecía inmóvil en mi pose, y se me acercó para medirme con un instrumento. Sentí sus manos en mis muslos, acariciándome con mucha suavidad.
Le sonreí. Permanecí en mi pose, pero seguía acariciándome las piernas, como si me estuviera moldeando con barro. Me besó los pies mientras sus manos recorrían una y otra vez mis nalgas. Luego se recostó contra mis piernas y me besó. Me levantó y me tendió en el pavimento. Me apretaba contra sí, me acariciaba la espalda, los hombros y el cuello. Yo temblaba un poco. Sus manos eran suaves y flexibles. Me tocaba como tocaba la estatuilla, con largas caricias, de arriba abajo.
Nos dirigimos al diván y allí me tendió boca abajo. Se despojó de su ropa y cayó sobre mí. Sentí su pene contra mis nalgas. Deslizó las manos en torno a mi cintura, y me levantó un poco para poder penetrarme. Me atraía hacia sí rítmicamente. Cerré los ojos para sentirlo mejor y para escuchar el sonido del miembro que se deslizaba en la humedad. Empujaba con tal violencia que produjo unos ruiditos que me llenaron de gozo.
Sus dedos se clavaban en mi carne. Sus afiladas uñas me hacían daño. Me excitó tanto con sus arremetidas, que se me abrió la boca y me encontré mordiendo la tapicería del sofá. De pronto oímos un ruido. Millard se levantó apresuradamente, recogió su ropa y subió por la escalerilla a la galería donde se hallaba la escultura.
Yo me deslicé tras el biombo.
Se oyó un segundo golpe en la puerta del taller y entró la esposa del escultor. Yo estaba temblando, no de miedo, sino de decepción porque nuestro goce había sido interrumpido. La mujer de Millard vio el taller vacío y se marchó. Millard volvió ya vestido.
—Espérame un minuto —le dije, y empecé también a vestirme.
El momento había sido destruido. Aún me encontraba húmeda y temblorosa.
Cuando me puse las bragas, el contacto con la seda me hizo el efecto de una mano.
No podía soportar por más tiempo la tensión y el deseo. Me coloqué las manos sobre el sexo, como había hecho Millard, y lo oprimí, cerrando los ojos e imaginando que era él quien me acariciaba. Alcancé el orgasmo, temblando de pies a cabeza.
Millard quería estar conmigo otra vez, pero no en su taller, donde podía sorprendernos su mujer, así que tuvimos que esperar a que encontrara otro lugar.
Un amigo le prestó su casa. Sobre la cama, situada en una profunda alcoba, había un espejo y varias lámparas. Millard las apagó, porque quería estar conmigo a obscuras.
—He visto tu cuerpo y lo conozco a la perfección; ahora, con los ojos cerrados, quiero sentir tu piel y la suavidad de tu carne. ¡Tus piernas son firmes y fuertes, pero tan delicadas al tacto! Me gustan tus pies, tus dedos libres y sueltos como los dedos de la mano, tus uñas tan bien pintadas, tus tobillos y tus rodillas.
Su mano recorría lentamente todo mi cuerpo, presionando la carne, deteniéndose en cada curva.
—Si pongo la mano aquí, entre tus piernas —me dijo—, ¿lo notas, te gusta, la quieres más cerca?
—Sí, más cerca, más cerca.
—Voy a enseñarte algo —prosiguió Millard—. ¿Me dejas que lo haga? Introdujo un dedo en mi sexo.
—Ahora quiero que te contraigas alrededor de mi dedo. Hay ahí un músculo que puede contraerse y dilatarse en torno al pene. Prueba.
Probé. Su dedo era tentador. Como no lo movía, intenté mover yo el interior del sexo, y sentí, al principio sólo débilmente, cómo se abría y cerraba alrededor de su dedo el músculo que él había mencionado.
—Así —aprobó Millard—. Hazlo más fuerte, más fuerte.
Y lo hice: abrir, cerrar, abrir, cerrar. Era como si tuviera dentro una boquita que apretaba el dedo. Quería agarrarlo y aspirarlo, y continué probando.
Millard dijo entonces que iba a introducir el pene, que permanecería quieto y que continuara moviéndome por dentro. Traté, cada vez con más fuerza, de agarrarle el miembro, y ese movimiento me fue excitando hasta que sentí que en cualquier momento alcanzaría el orgasmo. Después de haber atrapado y aspirado el pene varias veces, mi compañero gimió de placer y comenzó a empujar aprisa, como si él mismo no pudiera ya reprimir el suyo. Me limité a proseguir mi movimiento interno, y alcancé el orgasmo, de la manera más maravillosa y profunda, en el fondo de mis entrañas.
—¿No te había enseñado esto John?
—No.
—¿Qué te enseñaba?
—Esto. Arrodíllate sobre mí y empuja.
Millard obedeció. Su pene no tenía mucha fuerza, porque el primer orgasmo era demasiado reciente, pero lo introdujo ayudándose con la mano. Yo adelanté las mías, le acaricié los testículos, le puse dos dedos en la base del miembro y seguí acariciándole al tiempo que se movía. Se excitó al instante, el pene se le endureció y empezó a moverse de nuevo adentro y afuera. Pero pronto se detuvo.
—No debo ser tan exigente —dijo en un tono extraño—. Luego estarás cansada para John.
Nos echamos y descansamos mientras fumábamos. Me preguntaba si Millard había experimentado algo más que deseo sensual, si mi amor por John no le habría trabado. Pero aunque siempre había un tono apesadumbrado en sus palabras, continuó haciéndome preguntas:
—¿Te ha poseído hoy John? ¿Más de una vez? ¿Cómo lo ha hecho?
En las semanas que siguieron, Millard me enseñó muchas cosas que yo desconocía, y en cuanto las hube aprendido las probé con John. Sabía que no había hecho nunca el amor antes de hacerlo con él. La primera vez que apreté los músculos para agarrarle el pene se quedó estupefacto.
Ambas relaciones secretas se me hicieron difíciles, pero yo disfrutaba del peligro y de la intensidad.
Lilith era sexualmente fría y pese a sus fingimientos su marido lo sospechaba. Tal situación dio lugar al siguiente incidente.
Lilith nunca tomaba azúcar, por no engordar, y empleaba un sucedáneo: unas minúsculas píldoras blancas que siempre llevaba en el bolso. Un día se quedó sin ellas y pidió a su marido que se las comprara de regreso a casa. Le compró un tubito como el que le había pedido, y se echó dos píldoras en el café después de cenar.
Estaban sentados juntos, y él la miraba con una expresión de madura tolerancia, que a menudo adoptaba frente a sus explosiones nerviosas, a sus crisis de egoísmo, de autorreproches o de pánico. A todo su dramático comportamiento, el marido respondía con inalterable buen humor y con paciencia. Ella rabiaba sola, se enfadaba sola y sola soportaba grandes trastornos emocionales en los que su esposo no tomaba parte.
Posiblemente, ésas eran otras tantas manifestaciones de la tensión que faltaba entre ellos en el ámbito sexual. El marido rechazaba todos los primarios y violentos desafíos y hostilidades de Lilith; se negaba a entrar en su terreno emocional y a responder a su necesidad de celos, temores y batallas.
Tal vez si hubiera aceptado sus desafíos y jugado los juegos que a ella le agradaban, Lilith hubiera acusado con mayor impacto físico la presencia de su marido. Pero éste no conocía los preludios del deseo sensual ni los estimulantes que ciertas naturalezas salvajes precisan, y así, en lugar de responderle en cuanto veía que se le ponían los pelos de punta, el rostro más vivido, los ojos relampagueantes y el cuerpo electrizado, inquieto como el de un caballo de carreras, se replegaba tras aquel muro de comprensión objetiva, tras aquella amable burla y aceptación, como quien observa un animal en el zoo y sonríe a sus cabriolas, pero no se siente afectado por su estado de ánimo. Era esto lo que dejaba a Lilith completamente aislada, igual que un animal salvaje en un desierto inhóspito.
Cuando le daba un acceso de furia y su temperatura aumentaba, el marido se esfumaba. Era como una especie de cielo suave que la mirase desde la altura, esperando que la tormenta pasara por sí sola. Si él hubiera aparecido al otro extremo de aquel desierto, como si fuera otro animal salvaje, y se hubiera enfrentado a ella con la misma tensión electrizante de pelo, piel y ojos, si hubiera aparecido con el mismo cuerpo salvaje, pisando fuerte y esperando el menor pretexto para saltar, abrazarla con furia, sentir la calidez y la fuerza de su oponente, ambos hubieran podido rodar juntos, y las mordeduras habrían podido ser otras, el ataque se habría transformado en abrazo y los tirones de pelo habrían acabado por unir sus bocas, sus dientes, sus lenguas. Llevados por la furia, sus genitales habrían entrado en contacto, encendiendo chispas, y ambos cuerpos se hubieran penetrado mutuamente como final de tan formidable tensión.
Aquella noche, él se sentó con su expresión habitual en los ojos; ella, sentada bajo la lámpara, pintaba algún objeto con furia como si una vez pintado fuera a devorarlo.
—¿Sabes? No era azúcar lo que te compré y tomaste después de cenar —dijo el marido—. Era yohimbina, un producto que le vuelve a uno apasionado.
Lilith se quedó pasmada.
—¿Y me has dado eso?
—Sí. Quería ver cómo te ponía. Pensé que podría resultar muy agradable para los dos.
—¡Oh, Billy, vaya truco que me has gastado! ¡Y yo que prometí a Mabel que iríamos al cine juntas! No puedo defraudarla; ha estado encerrada en casa una semana.
Imagina que eso empieza a hacerme efecto en el cine.
—Está bien; si se lo prometiste debes ir, pero te estaré esperando.
Así, en un estado febril y de alta tensión, Lilith fue a buscar a Mabel. No se atrevió a confesarle lo que le había hecho su marido. Recordaba todas las historias que había oído acerca de la yohimbina. En el siglo XVIII, en Francia, los hombres hacían uso abundante de ella. Rememoró la anécdota de cierto aristócrata que, a la edad de cuarenta años, cansado ya de su asiduidad en hacer el amor a todas las mujeres atractivas de su tiempo, se enamoró tan violentamente de una joven bailarina de veinte años, que se pasó tres días enteros con sus noches copulando, con la ayuda de la yohimbina. Lilith trató de imaginar qué clase de experiencia sería ésa, cómo se sentiría cuando tuviera que correr a casa y confesarle su deseo a su marido.
Sentada en la obscuridad del cine, no podía mirar la pantalla. En su cabeza había un caos. Se sentó envarada, en el borde de la butaca, tratando de sentir los efectos de la droga. De repente, al percatarse de que estaba sentada con las piernas muy separadas y la falda por encima de las rodillas se puso rígida.
Pensó que ésa era una manifestación de su fiebre sexual ya creciente. Trató de recordar si alguna vez se había sentado en semejante postura en el cine. Le pareció que estar con las piernas abiertas era la postura más obscena jamás imaginada, y se dio cuenta de que la persona que ocupaba la butaca de delante, situada a un nivel mucho más bajo, habría podido mirar bajo su falda y regalarse con el espectáculo de sus bragas recién estrenadas y sus ligas también nuevas, compradas aquel mismo día. Todo parecía conspirar para aquella noche de orgía.
Su intuición debía haberlo previsto todo: se había comprado unas bragas con finas puntillas y unas ligas de color coral obscuro, que quedaban muy bien en sus finas piernas de bailarina.
Molesta, juntó las piernas. Pensó que si aquel salvaje deseo sexual la invadía en ese preciso momento, no sabría qué hacer. ¿Se levantaría bruscamente, pretextaría una jaqueca y se marcharía? ¿O se volvería hacia Mabel? Mabel siempre la había adorado. ¿Se atrevería a volverse hacia Mabel y acariciarla? Había oído hablar de mujeres que se acariciaban en el cine. Una amiga suya estaba sentada así en la obscuridad de una sala, y su compañera le había desabrochado la falda, había deslizado una mano hacia su sexo y la había acariciado largo tiempo, hasta provocarle el orgasmo. ¡Cuan a menudo esa amiga había repetido el placer de permanecer sentada con tranquilidad, controlando la parte superior del cuerpo, tiesa y quieta, mientras una mano la acariciaba en la obscuridad, secreta, lenta y misteriosamente! ¿Era eso lo que le iba a suceder a Lilith ahora? Nunca había acariciado a una mujer. A veces había pensado lo maravilloso que sería —la redondez del trasero, la suavidad del vientre, esa piel particularmente fina entre las piernas—, y probó a acariciarse ella misma, en la cama, a obscuras, imaginando qué sensación produciría tocar a una mujer. A menudo se había acariciado los pechos imaginando que eran los de otra.
En ese momento cerró los ojos y rememoró el cuerpo de Mabel en traje de baño; Mabel, sus senos redondos, a punto de escapar del bañador, sus labios gruesos, su boca sonriente. ¡Qué hermoso sería! Pero sus piernas no guardaban todavía el calor capaz de hacerle perder el control y tender su mano hacia Mabel. Las píldoras no habían hecho aún su efecto. Estaba fría, incluso incómoda, entre las piernas; había allí tirantez y tensión. No podía relajarse. Si tocaba ahora a Mabel, no podría ejecutar seguidamente un gesto atrevido. ¿Llevaba Mabel la falda abrochada a un lado? ¿Le gustaría ser acariciada? Lilith se sentía cada vez más inquieta. Cada vez que se olvidaba de sí misma, sus piernas se abrían de nuevo, adoptando aquella posición que le parecía tan obscena y tan provocativa como los gestos de las bailarinas balinesas, que separaban una y otra vez los muslos del sexo, dejándolo desprotegido.
La película terminó. Lilith condujo su coche en silencio por las calles obscuras. Los faros iluminaron otro automóvil aparcado a un lado y proyectaron su luz sobre una pareja que se estaba acariciando, pero no de la manera sentimental acostumbrada.
La mujer estaba sentada sobre las rodillas del hombre, dándole la espalda, y él se mantenía rígido, con todo el cuerpo en la postura de quien persigue el clímax sexual.
Se hallaba en un estado tal que no pudo detenerse cuando las luces cayeron sobre él. Se mantuvo tieso, para percibir mejor a la mujer, que se movía como una persona medio desvanecida de placer.
Lilith suspiró ante aquella visión, y Mabel dijo:
—Desde luego les hemos pillado en el mejor momento.
Y se echó a reír. Así que Mabel conocía ese clímax del que Lilith nada sabía. Lilith quiso preguntarle: «¿Cómo es?» Pero pronto lo sabría. Pronto podría satisfacer todos esos deseos habitualmente experimentados sólo en sus fantasías, en las largas ensoñaciones que llenaban sus horas cuando estaba sola en casa. Se sentaba a pintar y pensaba: «Ahora entra un hombre del que estoy muy enamorada.
Entra en la habitación y dice: «Déjame que te desnude.» Mi marido nunca me desnuda. Se desnuda él, se mete en la cama, y si me desea me pide que apague la luz. Pero este hombre vendrá y me desnudará despacio, prenda por prenda. Eso me dará mucho tiempo para sentirlo, para notar sus manos sobre mí. Antes que nada, desatará mi cinturón y me acariciará la cintura con las dos manos. «¡Qué hermosa cintura tienes —me dirá—, qué flexible, qué gentil!» Luego me desabotonará la blusa con mucha lentitud, y yo sentiré sus manos desabrochando cada botón y tocándome poco a poco los pechos, hasta que salgan fuera de la blusa, y él se quede prendado de ellos y me succione los pezones como un niño, haciéndome un poco de daño con los dientes, y yo sentiré que todo mi cuerpo se estremece, que mis nervios se relajan, que me derrito. El se impacientará con la falda, y la rasgará un poco, de tanto que me deseará. No apagará la luz. Permanecerá mirándome con deseo, admirándome, adorándome, calentándome el cuerpo con las manos, esperando a que esté completamente excitada, en todos los rincones de mi piel.»