Ella no hubiera podido vivir para otra cosa. De hecho, no vivía para otra cosa. El resto del tiempo —cuando no estaba con Pierre— no sentía ni oía nada con claridad.
Permanecía ausente. Sólo regresaba del todo a la vida en aquella habitación.
Durante el día, mientras estaba haciendo otras cosas, sus pensamientos se circunscribían a Pierre. Sola, en la cama, rememoraba las expresiones de su amante, la risa que le asomaba por el rabillo del ojo, su barbilla voluntariosa, el brillo de sus dientes y la forma de sus labios cuando pronunciaba palabras de deseo.
Aquella tarde, cuando yacía en sus brazos, se percató de las nubes que ensombrecían su rostro y sus ojos, y no pudo responderle. Generalmente iban sintonizados: él sentía cuándo aumentaba el placer de ella, y ella el de él. De alguna forma misteriosa, podían retrasar el orgasmo hasta el momento en que los dos estaban listos para alcanzarlo. Casi siempre sus movimientos rítmicos eran lentos, después los aceleraban, y a continuación aumentaban todavía más la velocidad, al compás de la temperatura en aumento de la sangre y de la oleadas de placer, cada vez mayores. Experimentaban el orgasmo de forma simultánea: el pene se estremecía al expeler el semen, y las entrañas de Elena palpitaban con aquellos dardos que eran como titilantes lenguas de fuego en su interior.
Aquel día él la tuvo que esperar. Elena se movió para acompasarse a sus embestidas, arqueando la espalda, pero no llegó a experimentar el orgasmo.
—Córrete, cariño. Córrete, cariño —le suplicó él—. No puedo aguantar más. Córrete, cariño.
Se vació y se derrumbó sobre su seno sin emitir sonido. Era como si ella le hubiera golpeado. Nada hería más a Pierre que la falta de respuesta de su amante.
—Eres cruel —le reprochó—. ¿Por qué te reprimes ahora?
Elena permaneció en silencio. Le entristecía que la ansiedad y la duda pudieran impedirle con tanta facilidad alcanzar lo que deseaba. Aunque tuviera que ser el último orgasmo, lo deseaba. Pero como temía precisamente que pudiera ser el último, se bloqueaba y no llegaba a consumar la verdadera unión con su compañero.
Y sin el orgasmo simultáneo no había unión; no se producía la absoluta comunión entre ambos cuerpos. Sabía que luego se torturaría como ya lo hiciera en otras ocasiones. Se quedaría insatisfecha, con la impronta del cuerpo de Pierre en el suyo.
Rememoró la escena; lo vio inclinado sobre ella, y evocó el aspecto de las piernas de ambos cuando se hacían un aovillo, cómo una y otra vez la penetraba aquel miembro, cómo Pierre se derrumbaba sobre ella al terminar; experimentaba de nuevo el imperativo deseo y la atormentó el anhelo de sentir a Pierre en la profundidad de su cuerpo. Conoció la tensión del apetito insatisfecho, los nervios intolerablemente despiertos, incisivos y al desnudo, la sangre arremolinándose: todo dispuesto para alcanzar un clímax que no se producía. Luego no pudo dormir. Sentía calambres en las piernas que le hacían temblar como un caballo de carreras inquieto. Imágenes eróticas, obsesivas, la persiguieron toda la noche.
—¿En qué estás pensando? —preguntó Pierre, mirándola a la cara.
—En lo triste que me quedaré cuando te deje, después de no haber sido realmente tuya.
—Hay algo más en tu mente, Elena, algo que ya estaba ahí cuando viniste. Algo que yo quiero conocer.
—Me afecta tu depresión, y me he preguntado a mí misma si echabas de menos tu actividad y estabas deseando volver a ella.
—¡Oh, era eso! ¡ Era eso! Te estabas preparando para mi nuevo abandono. Pero eso no se me había pasado por la cabeza; al contrario, me he puesto en contacto con unos amigos que me ayudarán a demostrar que no era un activista, sino tan sólo un revolucionario de café. ¿Recuerdas el personaje de Gogol? ¿El hombre que hablaba día y noche, pero nunca se movía ni actuaba? Pues ése soy yo. Eso es cuanto he hecho: hablar. Si esto puede probarse, podré quedarme y ser libre. Eso es por lo que estoy luchando.
¡Qué efecto causaron estas palabras en Elena! Tan grande como la influencia que sus temores habían tenido sobre su naturaleza sensual, frenando sus impulsos y dominándolos. Eso la asustó.
Ahora quería acostarse sobre Pierre y hacer que la tomara. Sabía que sus palabras bastaban para tranquilizarla. Sin duda Pierre lo adivinó, pues continuó sus caricias largo tiempo, a la espera de que el contacto de sus dedos con la piel húmeda de Elena le excitara de nuevo. Y mucho después, mientras yacían en la obscuridad, la tomó otra vez; entonces fue ella quien tuvo que reprimir la intensidad y rapidez de su propio orgasmo para compartirlo con él; gritaron de placer y Elena lloró de alegría.
En lo sucesivo, su amor luchó para vencer aquella frialdad que subyacía en Elena y que una palabra, una pequeña herida o una duda podía traer a la superficie para destruir su mutuo apasionamiento. A Pierre eso llegó a obsesionarle, y se mostraba más atento al talante y las predisposiciones de Elena que a los suyos propios.
Incluso cuando la gozaba, sus ojos buscaban en ella una señal de los futuros nubarrones que siempre pendían sobre ellos. Se agotaba en espera del placer de Elena, para lo cual reprimía el suyo. Arremetía contra el inconquistable centro del ser de su amante, que podía cerrarse a voluntad contra él. Pierre comenzó a comprender algo de las perversas devociones de los hombres hacia las mujeres frígidas.
La ciudadela, la inexpugnable mujer virgen; el conquistador que había en Pierre, que nunca se había alzado para llevar adelante una verdadera revolución, se entregó a esta conquista, para romper de una vez para siempre aquella barrera que Elena podía erigir contra él. Sus encuentros como amantes se convirtieron en una secreta batalla entre dos voluntades, en una serie de ardides.
Si disputaban (y lo hacían a causa de la íntima asociación de Elena con Miguel y Donald, porque Pierre sostenía que le hacían el amor a través de los cuerpos de uno y otro), él sabía que su compañera reprimiría el orgasmo. Se enfurecía y procuraba conquistarla con las caricias más salvajes. A veces la trataba brutalmente, como si fuese una ramera y pudiera pagarle por su sumisión. En otras ocasiones se esforzaba por enternecerla con mimos. Se volvía pequeño, casi como un niño, en sus brazos.
La rodeó de una atmósfera erótica. Convirtió su habitación en una madriguera cubierta de alfombras y tapices, perfumada. Trataba de llegar hasta Elena a través de su respuesta a la belleza, al lujo y a los valores. Compró libros eróticos y los leían juntos. Era ésta su última forma de conquista: excitar en la joven una fiebre sexual tan poderosa, que no pudiera resistirse a su tacto. Mientras yacían leyendo juntos en el diván, las manos del uno vagaban por el cuerpo del otro, por los lugares descritos en el libro. Se agotaban con excesos de todas clases, buscando todos los placeres conocidos por los amantes, inflamados por imágenes, palabras y descripciones de nuevas posturas. Pierre creía haber despertado en ella tal obsesión sexual, que nunca podría controlarse a sí misma. Y Elena parecía corrompida. Sus ojos comenzaron a brillar de una manera extraordinaria, no con la refulgencia del día, sino con una luz inquietante como la de un tuberculoso, con una fiebre tan intensa que pronto las ojeras hicieron su aparición.
Pierre ya no dejaba la habitación a obscuras. Le gustaba verla llegar con aquella fiebre en los ojos. Su cuerpo parecía haberse vuelto más pesado. Sus pezones estaban siempre endurecidos, como si se hallaran constantemente en un estado de excitación erótica. Su cutis se había vuelto tan hipersensible que en cuanto Pierre la tocaba, se le ponía la piel de gallina, y un escalofrío recorría su espalda, afectando a todos sus nervios.
Se tumbaban boca abajo, vestidos aún, abrían un nuevo libro y leían juntos al tiempo que se acariciaban. Se besaban sobre las imágenes eróticas. Sus bocas soldadas caían sobre enormes y prominentes traseros femeninos, piernas abiertas en compás, hombres gateando como perros, con miembros descomunales que casi se arrastraban por el suelo.
Una figura representaba a una mujer torturada, empalada en un madero que le entraba por el sexo y le salía por la boca. Tenía la apariencia de la suprema posesión sexual y despertó en Elena un sentimiento de placer. Cuando Pierre la tomó, le pareció que el gozo que sentía mientras el pene la hurgaba se comunicaba a su boca. La abrió, y su lengua asomó, como en el grabado, como si quisiera tener metido el pene en la boca al mismo tiempo que en el sexo.
Durante días, Elena respondió furiosamente casi como una mujer a punto de perder la razón. Pero Pierre descubrió que una disputa o una palabra cruel por su parte podría detener aún el orgasmo de su amante y ahogar la llama erótica que brillaba en sus ojos.
Cuando hubieron agotado la novedad de los relatos eróticos, encontraron un nuevo terreno: el de los celos, el terror, la duda, la angustia, la saña, el antagonismo y la lucha que los seres humanos emprenden a veces contra el vínculo que los une a otra persona.
Pierre trató ahora de hacer el amor con los otros egos de Elena, con los más ocultos, con los más delicados. Observaba cómo dormía, cómo vestía, cómo se peinaba ante el espejo. Buscó una clave espiritual de su ser, una clave que pudiera alcanzar con una nueva forma de hacer el amor. Ya no la vigilaba para asegurarse de que tuviera un orgasmo, por la simplicísima razón de que Elena estaba decidida a fingir que disfrutaba, aun en el caso de que no fuera así. Se convirtió en una consumada actriz. Mostraba todos los síntomas del placer: la contracción de la vulva, la aceleración de la respiración, del pulso y de los latidos del corazón, la súbita languidez, el desfallecimiento y la ligera modorra que seguía. Podía simularlo todo.
Para ella, el amar y el ser amada estaban tan inexplicablemente mezclados con su placer que podía alcanzar, jadeando, una respuesta emocional, aunque no sintiera goce físico: podía simularlo todo, salvo el pálpito interior del orgasmo. Pero le constaba que eso era difícil de detectar con el pene. Encontraba destructiva la lucha de Pierre por obtener siempre de ella ese orgasmo, y preveía que aquello podría acabar restándole a él confianza en su amor y, en última instancia, separándolos.
Elena escogió, pues, la opción del fingimiento.
Por esta razón Pierre dirigió su atención a otra clase de galanteo. En cuanto ella entraba, advertía cómo se movía, cómo se despojaba del abrigo, cómo se sacudía el cabello y qué anillos llevaba. Creía que de todos esos signos podría deducir su humor. Y este humor se convertía en su terreno de conquista. Aquel día Elena presentaba un aspecto aniñado, flexible, con el pelo lacio y la cabeza fácilmente inclinada por el peso de toda su vida. Iba poco maquillada, mostraba una expresión inocente y llevaba un vestido ligero de colores brillantes. El la acariciaría con suavidad y ternura, observando la perfección de los dedos de sus pies, por ejemplo, tan libres como los dedos de las manos; sus tobillos, en los que se transparentaban sus venas azul pálido; la manchita tatuada para siempre en su rodilla, donde, a los quince años —cuando era una colegiala—, había tapado con tinta un agujerito en la media. La plumilla se rompió durante la operación, hiriéndola y marcando para siempre su piel. Pierre halló una uña rota, y deploró su pérdida y su patético aspecto truncado entre las otras, largas y afiladas. Le preocupaban todas las pequeñas miserias de Elena. Mantuvo junto a sí a la niña que había en ella, a la que le hubiera gustado conocer.
—Así pues, ¿llevabas medias negras de algodón? —le preguntó.
—Eramos muy pobres, y además las medias formaban parte del uniforme escolar.
—¿Qué más llevabas?
—Marineras y faldas azul obscuro, que yo detestaba. A mí me gustaban los vestidos alegres.
—¿Y debajo? —inquirió Pierre, con la misma inocencia con que podría haberle preguntado si llevaba impermeable cuando llovía.
—No estoy segura de cómo era entonces mi ropa interior. A mí me gustaban las enaguas con volantes, por lo que recuerdo. Pero me temo que me hacían llevar ropa interior de lana, y en verano, combinaciones blancas y bombachos. Los bombachos no gustaban, porque eran demasiado amplios. Yo soñaba entonces con encajes, y contemplaba arrobada durante horas la ropa interior en los escaparates, imaginándome envuelta en raso y puntillas. No hubieras encontrado nada cautivador en la ropa interior de una niña.
Pero Pierre pensó que no importaba que aquellas prendas fueran blancas y tal vez deformes; podía imaginarse muy enamorado de Elena con medias negras.
Quiso saber cuándo había experimentado Elena su primera vibración sensual. Fue mientras leía, explicó la joven, y se repitió una vez que se deslizó en trineo con un muchacho tumbado cuan largo era sobre ella y también cuando se enamoraba de hombres a los que sólo conocía de lejos, y en los que, cuando se le acercaban, descubría algún defecto que la hacía apartarse. Necesitaba de extraños: un hombre visto en una ventana, otro descubierto un día en la calle u otro más apenas entrevisto en una sala de conciertos. Después de tales encuentros, Elena se soltaba el cabello, se mostraba negligente con su vestido arrugado, y se sentaba como una mujer china, afectada por acontecimientos insignificantes y por delicadas tristezas.
Acostado junto a ella, sosteniendo tan sólo su mano, Pierre hablaba de su vida, ofreciéndole imágenes de sí mismo cuando niño, para igualarse a la niña que Elena le había presentado. Era como si el caparazón de sus personalidades maduras se hubiera disuelto, como una estructura añadida, como una superposición que revelara sus centros.
De niña, Elena fue lo que de pronto había vuelto a ser para él: una actriz, una simuladora, una persona que vivía inmersa en sus fantasías y papeles y nunca sabía lo que sentía en realidad.
Pierre había sido un rebelde. Creció entre mujeres; su padre había muerto en el mar.
Lo crió su nodriza, porque su madre sólo vivía para encontrar un sustituto del hombre que había perdido. Carecía de sentimientos maternales; había nacido para ser amada. Trataba a su hijo como si fuera un joven amante. Le acariciaba de maneras extravagantes y le recibía por la mañana en la cama, en la que aún se advertían señales de la reciente presencia de un hombre. Pierre compartía el perezoso desayuno de su madre que servía la nodriza siempre irritada al encontrar al muchacho tumbado junto a ella, en la cama en la que un momento antes había estado su amante.
A Pierre le gustaba la voluptuosidad de su madre, su carne que se vislumbraba a través del encaje, sus formas que se transparentaban entre las faldas de gasa. Le gustaban los hombros redondos, las frágiles orejas, los rasgados ojos burlones y los brazos opalescentes que emergían de las mangas. La preocupación de aquella mujer era hacer cada día una fiesta. Prescindía de las personas que no resultaban divertidas y de cualquiera que explicara historias de enfermedad o infortunio. Si iba de compras, lo hacía de manera extravagante, como si fuera Navidad, y volvía cargada de regalos para toda la familia. Y para sí misma: caprichos y cosas inútiles, que acumulaba a su alrededor hasta que las tiraba.