¿La estaba afectando la yohimbina? No, estaba lánguida, y su fantasía empezaba a actuar de nuevo, una y otra vez, pero eso era todo. Sin embargo, la visión de la pareja en el automóvil y su estado de éxtasis era algo que deseaba conocer.
Cuando llegó a casa, su marido estaba leyendo. La miró y le sonrió maliciosamente.
Ella no quería confesar que no se sentía excitada en absoluto. Estaba muy decepcionada de sí misma. ¿Qué clase de mujer fría era, que nada podía afectarla, ni tan siquiera lo que había dado fuerzas a un caballero del siglo XVIII para hacer el amor tres días y tres noches sin parar? ¡Qué monstruo era! Nadie debía saberlo, ni su marido. Se reiría de ella y acabaría buscándose otra mujer más sensible.
Así que empezó a quitarse la ropa ante él, yendo de un lado a otro medio desnuda y cepillándose el cabello frente al espejo. Normalmente, nunca hacía eso. No quería que él la deseara; eso no la complacía. El amor era una cosa que había que hacer con rapidez, para que él gozara. Para ella era un sacrificio. No participaba de la excitación ni del goce de él, que le resultaban repulsivos. Se sentía como una furcia sin sentimiento que a cambio del amor y la devoción de su marido le arrojaba su cuerpo vacío e insensible. La abrumaba estar tan muerta dentro de su cuerpo.
Pero cuando al cabo se deslizó en la cama, su marido le dijo:
—Me parece que la yohimbina no te ha afectado mucho. Tengo sueño. Despiértame si...
Lilith trató de dormir, pero seguía esperando que la invadiera un deseo salvaje. Al cabo de una hora, se levantó y fue al cuarto de baño. Tomó el tubito y se tragó unas diez píldoras, pensando: «Ahora funcionará.» Y aguardó. Durante la noche, el marido pasó a su cama, pero ella tenía el sexo tan poco dispuesto que no se le humedecía lo más mínimo y tuvo que lubricarle el pene con saliva.
A la mañana siguiente se levantó llorando. Su marido la interrogó, y ella le confesó la verdad. El se echó a reír.
—¡Pero Lilith! Era una broma. No era yohimbina. Te gasté una broma.
Desde aquel momento, sin embargo Lilith se obsesionó con la idea de que debía haber formas de excitarse artificialmente. Probó todos los métodos de que oyó hablar. Se bebió tazones de chocolate con gran cantidad de vainilla. Comió cebollas.
El alcohol no la afectó en la misma medida que a otras personas, porque se mantenía siempre en guardia. No podía olvidarse de sí misma.
Oyó hablar de unas bolitas que se usaban como afrodisíaco en la India. Pero ¿cómo conseguirlas?
¿Dónde pedirlas? Las hindúes se las insertaban en la vagina. Estaban hechas de algún tipo de goma suave, con una superficie fina, semejante a la piel. Al ser introducidas en el sexo, se amoldaban a la forma de éste y se movían a la vez que la mujer, adaptándose sensiblemente a todos los movimientos de los músculos y provocando una excitación mucho más intensa que la del pene o del dedo. A Lilith le hubiera gustado encontrar una bola de ésas y llevarla dentro día y noche.
Yo era la madama de una casa de prostitución literaria; la madama de un grupo de escritores hambrientos que producían relatos eróticos para vendérselos a un «coleccionista». Fui la primera en escribir, y todos los días entregaba mi trabajo a una joven para que lo mecanografiara en limpio.
Esta joven, Marianne, era pintora, y por las noches escribía a máquina para ganarse la vida. Su cabello era un halo dorado, tenía ojos azules, cara redonda y senos firmes y turgentes, pero acostumbraba a disimular la opulencia de su cuerpo, en vez de ponerla de manifiesto, a disfrazarse con deformados atuendos bohemios, chaquetas anchas, faldas de colegiala e impermeables. Procedía de una pequeña ciudad. Había leído a Proust, Krafft-Ebing, Marx y Freud.
Y, claro está, había tenido muchas aventuras sexuales, pero existen aventuras en las que el cuerpo no participa en realidad. Se estaba decepcionando a sí misma.
Creía que, como se había acostado con hombres, los había acariciado y había hecho todos los gestos prescritos, poseía experiencia de la vida sexual.
Pero todo eso era externo. En efecto, su cuerpo había sido insensibilizado, deformado, se le había impedido madurar. Nada la había afectado profundamente.
Era todavía virgen. Lo noté apenas entré en la habitación. De la misma forma que un soldado se niega a admitir que tiene miedo, Marianne no quería admitir que era fría, frígida. Pero se estaba psicoanalizando.
No podía dejar de preguntarme en qué medida la afectarían los relatos eróticos que le entregaba para mecanografiar. Junto con la intrepidez intelectual y la curiosidad, había en ella un pudor físico que luchaba por no revelar, pero que descubrí accidentalmente al enterarme de que nunca había tomado desnuda un baño de sol, y que la simple idea de hacerlo la intimidaba.
Lo que recordaba de manera más obsesiva era una noche con un hombre al que ella no había respondido, pero que en el momento de abandonar el estudio, la había apretado contra la pared, le había levantado una pierna y la había penetrado. Lo extraño del caso es que en aquel momento, no había sentido nada, pero cada vez que recordaba la escena, se ponía ardiente e inquieta. Se le aflojaban las piernas y lo hubiera dado todo por volver a sentir aquel cuerpo pesado presionando contra el suyo, ciñéndola contra la pared, impidiéndole escapar y, por último, tomándola.
Un día se retrasó en la entrega del trabajo. Fui a su estudio y llamé a la puerta. No respondió nadie. Empujé la puerta y se abrió. Marianne debía haber salido a algún recado.
Me dirigí a la máquina de escribir para comprobar cómo iba el trabajo y vi un texto que no reconocí. Pensé que tal vez estaba empezando a olvidarme de lo que escribía. Pero eso era imposible. No era un escrito mío. Empecé a leer, y entonces comprendí.
Mediado su trabajo, Marianne se había sentido poseída por el deseo de relatar sus propias experiencias. Y esto es lo que escribió:
«Hay cosas que, cuando las lees, te hacen comprender que no has vivido en absoluto, que no has sentido ni experimentado nada hasta el momento. Ahora veo que la mayor parte de las cosas que me han sucedido eran de carácter clínico, anatómico. Había unos sexos que se tocaban, se confundían, pero sin chispa, sin furia sin sensaciones. ¿Cómo puedo alcanzar el placer? ¿Cómo puedo empezar a sentir, a sentir? Quiero enamorarme de tal forma, que la mera visión de un hombre, incluso a una manzana de distancia, me conmueva y me penetre, me debilite y me haga temblar, aflojarme y derretirme entre las piernas. Así es como quiero yo enamorarme; tan fuerte que el simple hecho de pensar en el amado me produzca un orgasmo.
Esta mañana, mientras estaba pintando, llamaron muy suavemente a la puerta. Fui a abrir, era un joven más bien apuesto, pero tímido y azorado, que al momento me gustó.
Se deslizó en el taller y no miró en torno, sino que mantuvo sus ojos clavados en mí, como suplicantes, y dijo:
—Me envía un amigo suyo. Usted es pintora y quisiera encargarle un trabajo. Me pregunto si usted... ¿Querría usted?
Sus palabras quedaron ahogadas y se ruborizó. Era como una mujer.
—Pase y siéntese —le invité, pensando que eso le haría sentirse cómodo.
Entonces vio mis pinturas, que son abstractas.
—Pero usted puede pintar una figura realista, ¿no? —preguntó.
—Desde luego que puedo.
Le mostré mis dibujos.
—Son muy vigorosos —observó, cayendo en un trance de admiración por uno que representaba a un musculoso atleta.
—¿Quiere usted un retrato suyo?
—Bueno, sí; sí y no. Quiero un retrato. Pero se trata de un tipo de retrato poco usual.
Yo no sé si usted accederá...
—Acceder ¿a qué?
—Bueno —balbució por fin—. ¿Querría usted hacerme un retrato de este tipo? —y señaló al atleta desnudo.
Esperó alguna reacción por mi parte. Me había acostumbrado tanto a la desnudez masculina en la escuela de arte, que me sonreí ante su timidez. Aunque no fuera lo mismo tener un modelo desnudo que pagaba al artista por dibujarlo, yo no creía que hubiera nada de extravagante en su petición. Esta era mi opinión, y así se lo dije.
Mientras tanto, con el derecho de observación que se reconoce a los pintores, estudié sus ojos violeta, el suave y dorado vello de sus manos y el fino cabello sobre sus orejas. Tenía un aspecto de fauno y un carácter femeninamente evasivo que me atrajeron.
A pesar de su timidez, parecía sano y más bien aristocrático. Sus manos eran suaves y flexibles y sabía comportarse. Mostré un cierto entusiasmo profesional que pareció deleitarle y animarle.
—¿Quiere usted que empecemos ya? —preguntó—. Llevo algo de dinero. Puedo traer el resto mañana.
Le señalé el rincón de la habitación donde estaba el biombo que ocultaba mi ropa y el lavabo. Pero volvió hacia mí sus ojos y dijo inocentemente:
—¿Puedo desnudarme aquí?
Me sentí ligeramente incómoda, pero accedí. Me ocupé buscando papel de dibujo, moviendo una silla y sacando punta al carboncillo. Me pareció que se desnudaba con una lentitud fuera de lo normal, como si esperara que le prestase atención. Le miré atrevidamente, como si estuviera empezando a estudiarlo, carboncillo en mano.
Se desvestía con sorprendente premeditación, como si se tratara de una tarea especial, un ritual. En un momento dado, me miró a los ojos y sonrió, mostrando sus dientes finos y regulares. Su cutis era tan delicado que recibió la luz que penetraba por el gran ventanal y la retuvo como si fuera un tejido de raso.
En ese momento, el carboncillo cobró vida en mi mano, y pensé que sería un placer dibujar a aquel joven, casi tanto como acariciarlo. Se había quitado la chaqueta, la camisa, los zapatos y los calcetines; le quedaban sólo los pantalones. Se los sostenía como si estuviera haciendo
strip-tease
, mirándome todavía. Yo no lograba interpretar el fulgor de placer que animaba su cara.
Entonces se inclinó se desabrochó el cinturón, y los pantalones se le deslizaron.
Permaneció completamente desnudo ante mí y en el más obvio estado de excitación sexual. Cuando me hube percatado de ello hubo un momento de suspense. Si protestaba, perdería mis honorarios, que tanto precisaba.
Traté de leer en sus ojos. Parecía decir: «No te enfades. Perdóname.»
Así pues, opté por dibujarlo. Era una extraña experiencia. Mientras dibujaba la cabeza, el cuello y los brazos, todo iba bien. Pero en cuanto mis ojos se pasearon por el resto de su cuerpo, pude advertir el efecto que eso le producía. Su sexo temblaba imperceptiblemente. Quise dibujar esa protuberancia con la misma calma con la que había dibujado la rodilla. Pero la virgen que llevo en mí estaba turbada.
Pensé: «Tengo que dibujar lentamente, con atención, hasta que pase la crisis, pues de lo contrario, podría descargar su excitación en mí.» Pero no; el joven no hizo ningún movimiento. Estaba absorto y satisfecho. Yo era la única turbada y no sabía por qué.
Cuando terminé, se vistió de nuevo, con calma, completamente seguro de sí mismo.
Avanzó hacia mí, me dio la mano cortésmente y preguntó:
—¿Puedo venir mañana a esta misma hora?»
Aquí concluía el relato, y en aquel momento entró Marianne en el estudio, sonriendo.
—¿Verdad que es una aventura extraña? —me dijo.
—Sí, y me gustaría saber qué sentiste cuando se hubo marchado.
—Después —confesó— fui yo la que estuve excitada todo el día, recordando su cuerpo y su hermosísimo sexo rígido. Miré mis dibujos, y a uno de ellos le añadí la imagen completa del incidente. Estaba atormentada por el deseo. Pero a un hombre así sólo le interesa que le miren.
Aquello hubiera podido quedar en una simple aventura, pero para Marianne se convirtió en algo más importante. Advertí cómo crecía su obsesión por el joven.
Evidentemente, la segunda sesión fue igual que la primera. No se dijo nada.
Marianne no exteriorizó emoción alguna. El, por su parte, no confesó el placer que le causaba el escrutinio de que era objeto su cuerpo. Todos los días, Marianne descubría nuevas maravillas. Todos los detalles de su cuerpo eran perfectos. ¡Si tan sólo hubiera mostrado un mínimo interés por el cuerpo de ella! Pero no lo hizo, y Marianne adelgazaba y se consumía de deseo insatisfecho.
También la afectaba el hecho de copiar continuamente aventuras ajenas, pues ahora todos los escritores del grupo le entregaban su original, pues se podía confiar en ella. Por las noches, la pequeña Marianne, de senos abundantes y maduros, se inclinaba sobre la máquina de escribir y tecleaba febriles palabras acerca de violentos encuentros físicos. Unos hechos la afectaban más que otros.
Le gustaba la violencia. Por ello, esa situación con el joven era para ella la más insostenible de las situaciones. No podía creer que sintiera tanta excitación física y un placer tan evidente por el mero hecho de que ella fijara sus ojos en él, como si lo estuviera acariciando.
Cuanto más pasivo e inexpresivo se mostraba, más deseaba hacerlo objeto de su violencia. Soñaba con forzar su voluntad, pero ¿cómo podía forzar la voluntad de un hombre? Puesto que no podía tentarlo con su presencia, ¿cómo lograría hacerse desear?
Anhelaba que se durmiera, lo que le brindaría una oportunidad de acariciarlo, y que él la tomara. 0 que entrara en el taller mientras ella se vestía y que la visión de su cuerpo le excitara.
En una de las ocasiones en que le esperaba, probó a dejar la puerta abierta de par en par mientras se vestía, pero él miró a otra parte y tomó un libro.
Era imposible excitarlo, excepto mirándolo, y Marianne se hallaba ahora poseída de un frenético deseo. El dibujo estaba terminándose. Conocía todos los rincones de su cuerpo, el color de su piel, tan dorada y clara, cada una de las formas de sus músculos y, por encima de todo, el sexo en constante erección, suave, pulido, firme, tentador.
Se aproximó a su cliente para colocar a su lado una cartulina blanca que proyectara un reflejo más blanco o bien más sombras sobre su cuerpo. Y entonces perdió el control de sí misma y cayó de rodillas ante el sexo erecto. No lo tocó; se limitó a mirarlo y murmuró:
—¡Qué hermoso es!
Aquello le afectó visiblemente. Todo su sexo se tornó más rígido a causa del placer.
Ella estaba arrodillada muy cerca, lo tenía casi al alcance de la boca, pero sólo pudo repetir:
—¡Qué hermoso es!
Como él no se movía, Marianne se acercó aún más, sus labios se abrieron un poco y su lengua tocó con delicadeza, con mucha delicadeza, la punta del sexo. El no se apartó: continuaba mirando el rostro de la artista, y la forma en que su lengua acariciaba su sexo.