Read Del amor y otros demonios Online
Authors: Gabriel García Márquez
El marqués soltó los mastines que salieron en estampida hacia el dormitorio de la abuela, olfateando las hendijas de las puertas con latidos acezantes. El marqués les rascó la cabeza con la yema de los dedos, y los calmó con la buena noticia:
—Es Sierva, que desde esta noche vive con nosotros —.
Durmió poco y mal por las locas que cantaron hasta las dos. Lo primero que hizo al levantarse con los primeros gallos fue ir al cuarto de la niña, y no estaba allí sino en el galpón de las esclavas. La que dormía más cerca despertó asustada.
—Vino sola, señor —, dijo, antes de que él le preguntara nada. —Ni siquiera me di cuenta —.
El marqués sabía que era cierto. Indagó cuál de ellas acompañaba a Sierva María cuando la mordió el perro. La única mulata, que se llamaba Caridad del Cobre, se identificó tiritando de miedo. El marqués la tranquilizó.
—Encárgate de ella como si fueras Dominga de Adviento —, le dijo.
Le explicó sus deberes. Le advirtió que no la perdiera de vista ni un momento y la tratara con afecto y comprensión, pero sin complacencias. Lo más importante era que no traspasara la cerca de espinos que haría construir entre el patio de los esclavos y el resto de la casa. En la mañana al despertar y en la noche antes de dormir debía darle un informe completo sin que él se lo preguntara.
—Fíjate bien lo que haces y cómo lo haces —,
concluyó. —Has de ser la única responsable de que estas mis órdenes se cumplan —.
A las siete de la mañana, después de enjaular los perros, el marqués fue a casa de Abrenuncio. El médico le abrió en persona, pues no tenía esclavos ni sirvientes. El marqués se hizo a sí mismo el reproche que creía merecer.
—Éstas no son horas de visita —, dijo.
El médico le abrió el corazón, agradecido por el caballo que acababa de recibir. Lo llevó por el patio hasta el cobertizo de una antigua herrería de la que no quedaban sino los escombros de la fragua. El hermoso alazán de dos años, lejos de sus querencias, parecía azogado. Abrenuncio lo aplacó con palmaditas en las mejillas, mientras le murmuraba al oído vanas promesas en latín.
El marqués le contó que al caballo muerto lo habían enterrado en la antigua huerta del hospital del Amor de Dios, consagrada como cementerio de ricos durante la peste del cólera. Abrenuncio se lo agradeció como un favor excesivo. Mientras hablaban, le llamó la atención que el marqués se mantuviera a distancia. Él le confesó que nunca se había atrevido a montar.
—Temo tanto a los caballos como a las gallinas —, dijo.
—Es una lástima, porque la incomunicación con los caballos ha retrasado a la humanidad —, dijo Abrenuncio.
—Si alguna vez la rompiéramos podríamos fabricar el centauro —.
El interior de la casa, iluminado por dos ventanas abiertas a la mar grande, estaba arreglado con el preciosismo vicioso de un soltero empedernido.
Todo el ámbito estaba ocupado por una fragancia de bálsamos que inducía a creer en la eficacia de la medicina. Había un escritorio en orden y una vidriera llena de pomos de porcelana con rótulos en latín. Relegada en un rincón estaba el arpa medicinal cubierta de un polvo dorado. Lo más notorio eran los libros, muchos en latín, con lomos historiados. Los había en vitrinas y en estantes abiertos, o puestos en el suelo con gran cuidado, y el médico caminaba por los desfiladeros de papel con la facilidad de un rinoceronte entre las rosas. El marqués estaba abrumado por la cantidad.
—Todo lo que se sabe debe de estar en este cuarto —, dijo.
—Los libros no sirven para nada —, dijo Abrenuncio de buen humor.
—La vida se me ha ido curando las enfermedades que causan los otros médicos con sus medicinas —.
Quitó un gato dormido de la poltrona principal, que era la suya, para que se sentara el marqués. Le sirvió un cocimiento de hierbas que él mismo preparó en el hornillo del atanor, mientras le hablaba de sus experiencias médicas, hasta que se dio cuenta de que el marqués había perdido el interés.
Así era: se había levantado de pronto y le daba la espalda, mirando por la ventana el mar huraño. Por fin, siempre de espaldas, encontró el valor para empezar.
—Licenciado —, murmuró.
Abrenuncio no esperaba el llamado.
—¿Ajá? —
—Bajo la gravedad del sigilo médico, y sólo para su gobierno, le confieso que es verdad lo que dicen —, dijo el marqués en un tono solemne.
—El perro rabioso mordió también a mi hija —.
Miró al médico y se encontró con un alma en paz.
—Ya lo sé —, dijo el doctor. —Y supongo que por eso ha venido a una hora tan temprana —.
—Así es —, dijo el marqués. Y repitió la pregunta que ya había hecho sobre el mordido del hospital:
—¿ Qué podemos hacer? —
En vez de su respuesta brutal del día anterior, Abrenuncio pidió ver a Sierva María. Era eso lo que el marqués quería pedirle. Así que estaban de acuerdo, y el coche los esperaba en la puerta.
Cuando llegaron a la casa, el marqués encontró a Bernarda sentada al tocador, peinándose para nadie con la coquetería de los años lejanos en que hicieron el amor por última vez, y que él había borrado de su memoria. El cuarto estaba saturado de la fragancia primaveral de sus jabones. Ella vio al marido en el espejo, y le dijo sin acidez:
—¿Quiénes somos para andar regalando caballos? —
El marqués la eludió. Cogió de la cama revuelta la túnica de diario, se la tiró encima a Bernarda, y le ordenó sin compasión:
—Vístase, que aquí está el médico —.
—Dios me libre —, dijo ella.
—No es para usted, aunque buena falta le hace —,
dijo él. —Es para la niña —.
—No le servirá de nada —, dijo ella. —O se muere o no se muere: no hay de otra —. Pero la curiosidad pudo más: —¿Quién es? —
—Abrenuncio —, dijo el marqués.
Bernarda se escandalizó. Prefería morirse como estaba, sola y desnuda, antes que poner su honra en manos de un judío agazapado. Había sido médico en casa de sus padres, y lo habían repudiado porque propalaba el estado de los pacientes para magnificar sus diagnósticos. El marqués la enfrentó.
—Aunque usted no lo quiera, y aunque yo lo quiera menos, usted es su madre —, dijo. —Es por ese derecho sagrado que le pido dar fe del examen —.
—Por mí hagan lo que les dé la gana —, dijo Bernarda. —Yo estoy muerta —.
Al contrario de lo que podía esperarse, la niña se sometió sin remilgos a una exploración minuciosa de su cuerpo, con la curiosidad con que hubiera observado un juguete de cuerda. —Los médicos vemos con las manos —, le dijo Abrenuncio. La niña, divertida, le sonrió por primera vez.
Las evidencias de su buena salud estaban a la vista, pues a pesar de su aire desvalido tenía un cuerpo armonioso, cubierto de un vello dorado, casi invisible, y con los primeros retoños de una floración feliz. Tenía los dientes perfectos, los ojos clarividentes, los pies reposados, las manos sabias, y cada hebra de su cabello era el preludio de una larga vida. Contestó de buen ánimo y con mucho dominio el interrogatorio insidioso, y había que conocerla demasiado para descubrir que ninguna respuesta era verdad. Sólo se puso tensa cuando el médico encontró la cicatriz ínfima en el tobillo. La astucia de Abrenuncio le salió adelante:
—¿Te caíste? —
La niña afirmó sin pestañear:
—Del columpio —.
El médico empezó a conversar consigo mismo en latín. El marqués le salió al paso:
—Dígamelo en ladino —.
—No es con usted —, dijo Abrenuncio. —Pienso en bajo latín —.
Sierva María estaba encantada con las artimañas de Abrenuncio, hasta que éste le puso la oreja en el pecho para auscultarla. El corazón le daba tumbos azorados, y la piel soltó un rocío lívido y glacial con un recóndito olor de cebollas. Al terminar, el médico le dio una palmadita cariñosa en la mejilla.
—Eres muy valiente —, le dijo.
Ya a solas con el marqués, le comentó que la niña sabía que el perro tenía mal de rabia. El marqués no entendió.
—Le ha dicho muchos embustes —, dijo, —pero ese no —.
—No fue ella, señor —, dijo el médico. —Me lo dijo su corazón: era como una ranita enjaulada —.
El marqués se demoró en el recuento de otras mentiras sorprendentes de la hija, no con disgusto sino con un cierto orgullo de padre. —Quizás vaya a ser poeta —, dijo. Abrenuncio no admitió que la mentira fuera una condición de las artes.
—Cuanto más transparente es la escritura más se ve la poesía —, dijo.
Lo único que no pudo interpretar fue el olor de cebollas en el sudor de la niña. Como no sabía de ninguna relación entre cualquier olor y el mal de rabia, lo descartó como síntoma de nada. Caridad del Cobre le reveló más tarde al marqués que Sierva María se había entregado en secreto a las ciencias de los esclavos, que la hacían masticar emplasto de manajú y la encerraban desnuda en la bodega de cebollas para desvirtuar el maleficio del perro.
Abrenuncio no dulcificó el mínimo detalle de la rabia. —Los primeros insultos son más graves y rápidos cuanto más profundo sea el mordisco y cuanto más cercano al cerebro —, dijo. Recordó el caso de un paciente suyo que murió al cabo de cinco años, pero quedó la duda de si no habría sufrido contagio posterior que pasó inadvertido. La cicatrización rápida no quería decir nada: al cabo de un tiempo imprevisible la cicatriz podía hincharse, abrirse de nuevo y supurar. La agonía llegaba a ser tan espantosa que era mejor la muerte. Lo único lícito que podía hacerse entonces era apelar al hospital del Amor de Dios, donde tenían senegaleses diestros en el manejo de herejes y energúmenos enfurecidos. De no ser así, el marqués en persona tendría que asumir la condena de mantener a la niña encadenada en la cama hasta morir.
—En la ya larga historia de la humanidad —, concluyó, —ningún hidrofóbico ha vivido para contarlo — .
El marqués decidió que no habría una cruz por pesada que fuera que no estuviera resuelto a cargar.
De modo que la niña moriría en su casa. El médico lo premió con una mirada que más parecía de lástima que de respeto.
—No podía esperarse menos grandeza de su parte, señor —, le dijo. —y no dudo de que su alma tendrá el temple para soportarlo —.
Insistió una vez más en que el pronóstico no era alarmante. La herida estaba lejos del área de mayor riesgo y nadie recordaba que hubiera sangrado. Lo más probable era que Sierva María no contrajera la rabia.
—¿y mientras tanto? —, preguntó el marqués.
—Mientras tanto —, dijo Abrenuncio, —tóquenle música, llenen la casa de flores, hagan cantar los pájaros, llévenla a ver los atardeceres en el mar, denle todo lo que pueda hacerla feliz —. Se despidió con un voleo del sombrero en el aire y la sentencia latina de rigor. Pero esta vez la tradujo en honor del marqués: —No hay medicina que cure lo que no cura la felicidad —.
Nunca se supo cómo había llegado el marqués a semejante estado de desidia, ni porqué mantuvo un matrimonio tan mal avenido cuando tenía la vida resuelta para una viudez apacible. Habría podido ser lo que hubiera querido, por el poder desmesurado del primer marqués, su padre, Caballero de la Orden de Santiago, negrero de horca y cuchillo y maestre de campo sin corazón, a quien el rey su señor no escatimó honores y prebendas ni castigó injusticias.
Ygnacio, el heredero único, no daba señales de nada. Creció con signos ciertos de retraso mental, fue analfabeto hasta la edad de merecer, y no quería a nadie. El primer síntoma de vida que se le conoció a los veinte años fue que estaba de amores y en disposición de casarse con una de las reclusas de la Divina Pastora, cuyos cantos y gritos arrullaron su infancia. Se llamaba Dulce Olivia. Era hija única en una familia de talabarteros de reyes y había tenido que aprender el arte de hacer sillas de montar para que no se extinguiera con ella una tradición de casi dos siglos. A esa rara intromisión en un oficio de hombres se atribuyó el que hubiera perdido el juicio, y de tan mala manera, que costó trabajo enseñarla a que no se comiera sus propias miserias. Salvo por eso, habría sido un partido más que mejor para un marqués criollo de tan escasas luces.
Dulce Olivia tenía un ingenio vivo y buen carácter, y no era fácil descubrir que estaba loca. Desde la primera vez que la vio, el joven Ygnacio la distinguió en el tumulto de la terraza, y ese mismo día se entendieron por señas. Ella, cocotóloga insigne, le mandaba mensajes en palomitas de papel. Él aprendió a leer y escribir para corresponder con ella, y ese fue el principio de una pasión legítima que nadie quiso entender. Escandalizado, el primer marqués conminó al hijo a que hiciera un desmentido público.
—No sólo es cierto —, le replicó Ygnacio, —sino que tengo la licencia de ella para pedir su mano —.Y ante el argumento de la locura, contestó con el suyo:
—Ningún loco está loco si uno se conforma con sus razones —.
El padre lo desterró en sus haciendas con un mandato de dueño y señor que él no se dignó utilizar. Fue una muerte en vida. Ygnacio tenía terror de los animales, menos de las gallinas. Sin embargo, en las haciendas observó de cerca una gallina viva, se la imaginó aumentada al tamaño de una vaca, y se dio cuenta de que era un endriago mucho más pavoroso que cualquier otro de la tierra o del agua. Sudaba frío en la oscuridad y despertaba sin aire en la madrugada por el silencio fantasmal de los potreros. El mastín de presa que velaba sin pestañear frente a su dormitorio lo inquietaba más que los otros peligros. Él lo había dicho: —Vivo espantado de estar vivo —. En el destierro adquirió el talante lúgubre, la catadura sigilosa, la índole contemplativa, las maneras lánguidas, el habla despaciosa, y una vocación mística que parecía condenarlo a una celda de clausura.
Al primer año de destierro lo despertó un fragor como de ríos crecidos, y era que los animales de la hacienda estaban abandonando sus dormideros a campo traviesa y en silencio absoluto bajo la luna llena. Derribaban sin ruido cuanto les impidiera el paso en línea recta a través de dehesas y cañaverales, torrenteras y pantanos. Delante iban los hatos de ganado mayor y las caballerías de carga y de paso, y detrás los cerdos, las ovejas, las aves de corral, en una fila siniestra que desapareció en la noche. Hasta las aves de vuelo largo, incluidas las palomas, se fueron caminando. Sólo el mastín de presa amaneció en su sitio de guardia frente al dormitorio del amo. Ese fue el principio de la amistad casi humana que el marqués mantuvo con aquél y con muchos mastines que le sucedieron en la casa.