Read Del amor y otros demonios Online
Authors: Gabriel García Márquez
El diácono abrió la puerta para invitarlo a pasar, y el marqués no tuvo que moverse para ver otra vez al obispo cuarenta años más viejo que en el retrato.
Era mucho más grande e imponente de cuanto se decía, aún agobiado por el asma y vencido por el calor. Sudaba a chorros y se mecía muy despacio en un mecedor filipino, abanicándose apenas con un abanico de palma, y con el cuerpo inclinado hacia adelante para respirar mejor. Llevaba unas abarcas de labriego y una camisola de lienzo basto con pedazos luidos por los abusos del jabón. La sinceridad de su pobreza se notaba a primera vista. Sin embargo, lo más notable era la pureza de sus ojos, sólo comprensible por algún privilegio del alma.
Dejó de mecerse tan pronto como vio al marqués en la puerta, y le hizo una señal afectuosa con el abanico.
—Adelante, Ygnacio —, le dijo. —Ésta es tu casa —.
El marqués se secó en los pantalones el sudor de las manos, franqueó la puerta y se encontró en una terraza al aire libre, bajo un palio de campánulas amarillas y helechos colgados, desde donde se veían las torres de todas las iglesias, los tejados rojos de las casas principales, los palomares adormilados por el calor, las fortificaciones militares perfiladas contra el cielo de vidrio, y el mar ardiente. El obispo tendió con toda intención su mano de soldado, y el marqués le besó el anillo.
A causa del asma su respiración era grande y pedregosa, y sus frases estaban perturbadas por suspiros inoportunos y por una tos áspera y breve, pero nada afectaba su elocuencia. Estableció de inmediato un intercambio fácil de minucias cotidianas. Sentado frente a él, el marqués agradeció aquel preámbulo de consolación, tan rico y dilatado, que fueron sorprendidos por las campanadas de las cinco. Más que un sonido fue una trepidación que hizo vibrar la luz de la tarde y el cielo se llenó de palomas asustadas.
—Es horrible —, dijo el obispo. —Cada hora me resuena en las entrañas como un temblor de tierra —.
La frase sorprendió al marqués, pues era lo mismo que él había pensado cuando dieron las cuatro. Al obispo le pareció una coincidencia natural. —Las ideas no son de nadie —, dijo. Dibujó en el aire con el índice una serie de círculos continuos, y concluyó:
—Andan volando por ahí, como los ángeles —.
Una monja de servicio llevó una garrafa con frutas picadas en un vinazo de dos orejas, y un platón de aguas humeantes que impregnaron el aire de un olor medicinal. El obispo aspiró el vapor con los ojos cerrados, y cuando emergió del éxtasis era otro: dueño absoluto de su autoridad.
—Te hemos hecho venir —, dijo al marqués, —porque sabemos que estás necesitando de Dios y te haces el distraído —.
La voz había perdido sus tonalidades de órgano y los ojos recobraron el fulgor terrenal. El marqués se tomó de un sorbo la mitad del vaso de vino para ponerse a tono.
—Su Señoría Ilustrísima debe saber que arrastro la más grande desgracia que puede sufrir un ser humano —, dijo, con una humildad desarmante. —He
dejado de creer —.
—Ya lo sabemos, hijo —, replicó el obispo sin sorpresa. —Cómo no íbamos a saberlo! —Lo dijo con una cierta alegría, pues también él, siendo alférez del rey en Marruecos, había perdido la fe a los veinte años en medio del fragor de un combate. —Fue la certidumbre fulminante de que Dios había dejado de ser —, dijo. Aterrado, se entregó a una vida de oración y penitencia.
—Hasta que Dios se apiadó de mí y me indicó el camino de la vocación —, concluyó. —Así que lo esencial no es que tú no creas, sino que Dios siga creyendo en ti. Y de eso no hay duda, pues es Él en su diligencia infinita el que nos ha iluminado para brindarte este alivio —.
—Había querido sobrellevar mi desgracia en silencio —, dijo el marqués.
—Pues muy mal lo has logrado —, dijo el obispo.
—Es un secreto a gritos que tu pobre niña rueda por los suelos presa de convulsiones obscenas y ladrando en jerga de idólatras. ¿No son síntomas inequívocos de una posesión demoníaca? —
El marqués estaba espantado.
—¿Qué quiere decir? —
—Que entre las numerosas argucias del demonio es muy frecuente adoptar la apariencia de una enfermedad inmunda para introducirse en un cuerpo inocente —, dijo. —y una vez dentro no hay poder humano capaz de hacerlo salir —.
El marqués explicó las vicisitudes médicas del mordisco del perro, pero el obispo encontró siempre una explicación a su favor. Preguntó lo que sin duda sabía de sobra:
—¿Sabes quién es Abrenuncio? —
—Fue el primer médico que vio a la niña —, dijo el marqués.
—Quería oirlo de tu propia voz —, dijo el obispo.
Sacudió una campanilla que mantenía a su alcance, y un sacerdote de unos treinta años bien llevados apareció en el acto, como un genio liberado de una botella. El obispo lo presentó como el padre Cayetano Delaura, nada más, y lo hizo sentar. Llevaba una sotana casera para el calor y las barcas iguales a las del obispo. Era intenso, pálido, de ojos vivaces, y el cabello muy negro con un mechón blanco en la frente. Su aliento breve y sus manos febriles no parecían los de un hombre feliz.
—¿Qué sabemos de Abrenuncio? —, le preguntó el obispo.
El padre Delaura no tuvo que pensarlo.
—Abrenuncio de Sa Pereira Cao —, dijo, como deletreando el nombre. Y enseguida se dirigió al marqués: —¿Ha reparado, señor marqués, en que el último apellido significa perro en lengua de portugueses ? —
En estricta verdad, continuó Delaura, no se sabía si aquel era su verdadero nombre. De acuerdo con los expedientes del Santo Oficio era un judío portugués expulsado de la península y amparado aquí por un gobernador agradecido, al que le curó una potra de dos libras con las aguas depurativas de Turbaco. Habló de sus recetas mágicas, de la soberbia con que vaticinaba la muerte, de su presumible pederastia, de sus lecturas libertinas, de su vida sin Dios. Sin embargo, el único cargo concreto que le habían hecho era el de resucitar a un sastrecillo remendón de Getsemaní. Se consiguieron testimonios serios de que estaba ya amortajado y en el ataúd cuando Abrenuncio le ordenó levantarse. Por fortuna, el mismo resucitado afirmó ante el tribunal del Santo Oficio que en ningún momento había perdido la conciencia. —Lo salvó de la hoguera —, dijo Delaura. Por último, evocó el incidente del caballo muerto en el cerro de San Lázaro y sepultado en tierra sagrada.
—Lo amaba como a un ser humano —, intercedió el marqués.
—Fue una afrenta a nuestra fe, señor marqués —, dijo Delaura. —Caballos de cien años no son cosa de Dios —.
El marqués se alarmó de que una broma privada hubiera llegado a los archivos del Santo Oficio. Intentó una tímida defensa: —Abrenuncio es un deslenguado, pero creo con toda humildad que de ahí a la herejía hay un buen trecho —. La discusión habría sido agria e interminable de no ser porque el obispo los puso en el rumbo perdido.
—Digan lo que digan los médicos —, dijo, —la rabia en los humanos suele ser una de las tantas artimañas del Enemigo —.
El marqués no entendió. El obispo le hizo una explicación tan dramática que pareció el preludio de una condena al fuego eterno.
—Por fortuna —, concluyó, —aunque el cuerpo de tu niña sea irrecuperable, Dios nos ha dado los medios de salvar su alma —.
La opresión del anochecer ocupó el mundo. El marqués vio el primer lucero en el cielo malva, y pensó en su hija, sola en la casa sórdida, arrastrando el pie maltratado por las chapucerías de los curanderos. Preguntó con su modestia natural:
—¿ Qué debo hacer? —
El obispo se lo explicó punto por punto. Lo autorizó para usar su nombre en cada gestión, sobre todo en el convento de Santa Clara, donde debía internar a la niña a la mayor brevedad.
—Déjala en nuestras manos —, concluyó. —Dios hará el resto —.
El marqués se despidió más atribulado que cuando llegó. Desde la ventana de la carroza contempló las calles desoladas, los niños bañándose desnudos en los charcos, la basura esparcida por los gallinazos. A la vuelta de la esquina vio el mar, siempre en su puesto, y lo asaltó la incertidumbre. Llegó a la casa en tinieblas con el toque del Ángelus, y por primera vez desde la muerte de doña Olalla lo rezó en voz alta:
El ángel del Señor anuncio a María
. Las cuerdas de la tiorba resonaban en la oscuridad como en el fondo de un estanque. El
marqués siguió a tientas el rumbo de la música hasta el dormitorio de la hija. Allí estaba, sentada en la silla del tocador, con la túnica blanca y la cabellera suelta hasta el piso, tocando un ejercicio primario que había aprendido de él. No podía creer que fuera la misma que había dejado al mediodía postrada por la inclemencia de los curanderos, a menos que hubiera ocurrido un milagro. Fue una ilusión instantánea. Sierva María se percató de su llegada, dejó de tocar, y recayó en la aflicción.
La acompañó toda la noche. La ayudó en la liturgia del dormitorio con una torpeza de papá prestado. Le puso al revés la camisa de dormir y ella tuvo que quitársela para ponérsela al derecho. Fue la primera vez que la vio desnuda, y le dolió ver su costillar a flor de piel, las teticas en botón, el vello tierno. El tobillo inflamado tenía un halo ardiente. Mientras la ayudaba a acostarse, la niña seguía sufriendo a solas con un quejido casi inaudible, y a él lo sobrecogió la certidumbre de que estaba ayudándola a morir.
Sintió el apremio de rezar por primera vez desde que perdió la fe. Fue al oratorio, tratando con todas sus fuerzas de recuperar el dios que lo
había abandonado, pero era inútil: la incredulidad resiste más que la fe, porque se sustenta de los sentidos. Oyó toser a la niña varias veces en la fresca de la madrugada, y fue a su dormitorio. Al pasar vio entreabierta la alcoba de Bernarda. Empujo la puerta por el apremio de compartir sus dudas. Estaba dormida bocabajo en el piso y con un ronquido fragoroso. El marqués permaneció asomado con la mano en la aldaba, y no la despertó. Le habló a nadie: —Tu vida por la de ella —. Y corrigió enseguida:
—Nuestras dos vidas de mierda por la de ella, carajo! —
La niña dormía. El marqués la vio inmóvil y mustia y se preguntó si prefería verla muerta o sometida al castigo de la rabia. Le arregló el mosquitero para que no la sangraran los murciélagos, la arropó para que no siguiera tosiendo, y permaneció en vela junto a la cama, con el gozo nuevo de que la amaba como nunca había amado en este mundo. Entonces tomó la determinación de su vida sin consultarla con Dios ni con nadie. A las cuatro de la mañana, cuando Sierva María abrió los
ojos, lo vio sentado junto a su cama.
—Es hora de irnos —, dijo el marqués.
La niña se levantó sin más explicaciones. El marqués la ayudó a vestirse para la ocasión. Buscó en el arcón unas chinelas de terciopelo, para que el contrafuerte de los botines no le maltratara el tobillo, y encontró sin buscarlo un vestido de gala que había sido de su madre cuando era niña. Estaba averaguado y percudido por el tiempo, pero era claro que no había sido usado dos veces. El marqués se lo puso a Sierva María casi un siglo después sobre los collares de santería y el escapulario del bautismo. Le venía un poco estrecho, y eso aumentaba de algún modo su antigüedad. Le puso un sombrero que encontró también en el arcón, y cuyas cintas de colores no tenían nada que ver con el vestido. Le quedó exacto. Por último le hizo una maletita de mano con una saya de dormir, un peine de dientes apretados para sacar hasta las liendres del carángano, y un pequeño breviario de la abuela con bisagras de oro y tapas de nácar.
Era domingo de ramos. El marqués llevó a Sierva María a la misa de cinco, y ella recibió de buen ánimo la palma bendita sin saber para qué.
A la salida vieron amanecer desde la carroza.
El marqués en el asiento principal, con la maletita en las rodillas, y la niña impávida en el asiento de enfrente viendo pasar por la ventana las últimas calles de sus doce años. No había manifestado la mínima curiosidad por saber para dónde la llevaban vestida de Juana la Loca y con un sombrero de carcavera a una hora tan temprana. Al cabo de una larga meditación el marqués le preguntó:
—¿Sabes quién es Dios? —
La niña negó con la cabeza.
Había relámpagos y truenos remotos en el horizonte, el cielo estaba encapotado, y el mar áspero. A la vuelta de una esquina les salió al paso el convento de Santa Clara, blanco y solitario, con tres pisos de persianas azules sobre el muladar de una playa. El marqués lo señaló con el índice.
—Ahí lo tienes —, dijo. y después señaló a su izquierda: —Verás el mar a toda hora desde las ventanas —. Como la niña no le hizo caso, le dio la única explicación que le daría jamás sobre su destino:
—Vas a temperar unos días con las hermanitas de Santa Clara — .
Por ser domingo de ramos había en la puerta del torno más mendigos que de costumbre. Algunos leprosos que se disputaban con ellos las sobras de las cocinas se precipitaron también con la mano extendida hacia el marqués. Él les repartió limosnas exiguas, una a cada uno, hasta donde le alcanzaron los cuartillos. La tornera lo vio con sus tafetanes negros, y vio a la niña vestida de reina, y se abrió paso para atenderlos. El marqués le explicó que llevaba a Sierva María por orden del obispo. La tornera no lo dudó por el talante con que lo dijo.
Examinó el aspecto de la niña, y le quitó el sombrero.
—Aquí están prohibidos los sombreros —, dijo.
Se quedó con él. El marqués quiso darle también la maletita, y ella no la recibió:
—No le hará falta nada —.
La trenza mal prendida se desenrolló casi hasta el piso. La tornera no creyó que fuera natural. El marqués trató de enrollarla. La niña lo apartó, y se la arregló sin ayuda con una habilidad que sorprendió a la tornera.
—Hay que cortársela —, dijo.
—Es una manda a la Santísima Virgen hasta el día que se case —, dijo el marqués.
La tornera se inclinó ante la razón. Tomó a la niña de la mano, sin darle tiempo para una despedida, y la pasó por el torno. Como el tobillo le dolía al caminar, la niña se quitó la chinela izquierda. El marqués la vio alejarse, cojeando del pie descalzo, y con la chinela en la mano. Esperó en vano que en un raro instante de piedad se volviera a mirarlo. El último recuerdo que tuvo de ella fue cuando acabó de atravesar la galería del jardín, arrastrando el pie lastimado, y desapareció en el pabellón de las enterradas vivas.