Del amor y otros demonios (8 page)

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Authors: Gabriel García Márquez

BOOK: Del amor y otros demonios
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El convento de Santa Clara era un edificio cuadrado frente al mar, con tres pisos de numerosas ventanas iguales, y una galería de arcos de medio punto alrededor de un jardín agreste y sombrío.

Había un sendero de piedras entre matas de plátano y helechos silvestres, una palmera esbelta que había crecido más alto que las azoteas en busca de la luz, y un árbol colosal, de cuyas ramas colgaban bejucos de vainilla y ristras de orquídeas. Debajo del árbol había un estanque de aguas muertas con un marco de hierro oxidado donde hacían maromas de circo las guacamayas cautivas.

El edificio estaba dividido por el jardín en dos bloques distintos. A la derecha estaban los tres pisos de las enterradas vivas, apenas perturbados por el resuello de la resaca en los acantilados y los rezos

y cánticos de las horas canónicas. Este bloque se comunicaba con la capilla por una puerta interior, para que las monjas de clausura pudieran entrar en el coro sin pasar por la nave pública, y oir misa y

cantar detrás de una celosía que les permitía ver sin ser vistas. El precioso artesonado de maderas nobles, que se repetía en los cielos de todo el convento, había sido construido por un artesano español que

le dedicó media vida por el derecho de ser sepultado en una hornacina del altar mayor. Allí estaba, apretujado tras las losas de mármol con casi dos siglos de abadesas y obispos, y otras gentes principales.

Cuando Sierva María entró en el convento las monjas de clausura eran ochenta y dos españolas, todas con sus servicios, y treinta y seis criollas de las grandes familias del virreinato. Después de hacer sus votos de pobreza, silencio y castidad, el único contacto que tenían con el exterior eran las escasas visitas en un locutorio con celosías de madera por donde pasaba la voz pero no la luz.

Estaba junto a la puerta del torno, y el uso era reglamentado y restringido, y siempre en presencia de una escucha.

A la izquierda del jardín estaban las escuelas, los talleres de todo, con una población profusa de novicias y maestras de artesanías. Estaba la casa de servicio, con una cocina enorme de fogones de leña, un mesón de carnicería y un gran horno de pan. Al fondo había un patio siempre empantanado por las lavazas donde convivían varias familias de esclavos, y por último estaban los establos, un corral de chivos, la porqueriza, el huerto y las colmenas, donde se criaba y se cultivaba cuanto hacía falta para el buen vivir.

Al final de todo, lo más lejos posible y dejado de la mano de Dios, había un pabellón solitario que durante sesenta y ocho años sirvió de cárcel a la Inquisición, y seguía siéndolo para clarisas descarriadas. Fue en la última celda de ese rincón de olvido donde encerraron a Sierva María, a los noventa y tres días de ser mordida por el perro y sin ningún síntoma de la rabia.

La tornera que la había llevado de la mano se encontró al final del corredor con una novicia que iba para las cocinas, y le pidió que la llevara con la abadesa. La novicia pensó que no era prudente someter al fragor del servicio a una niña tan lánguida y bien vestida, y la dejó sentada en uno de los bancos de piedra del jardín para recogerla más tarde. Pero la olvidó de regreso.

Dos novicias que pasaron después se interesaron por sus collares y sus anillos, y le preguntaron quién era. Ella no contestó. Le preguntaron si sabía castellano, y fue como hablarle a un muerto.

—Es sordomuda —, dijo la novicia más joven.

—O alemana —, dijo la otra.

La más joven empezó a tratarla como si careciera de los cinco sentidos. Le soltó la trenza que tenía enrollada en el cuello y la midió por cuartas. —Casi cuatro —, dijo, convencida de que la niña no la oía.

Empezó a desbaratarla, pero Sierva María la intimidó con la mirada. La novicia se la sostuvo y le sacó la lengua.

—Tienes los ojos del diablo —, le dijo.

Le quitó un anillo sin resistencia, pero cuando la otra trató de arrebatarle los collares se revolvió como una víbora y le dio en la mano un mordisco instantáneo y certero. La novicia corrió a lavarse la sangre.

Cuando cantaron la tercia Sierva María se había levantado una vez para tomar agua en el estanque. Asustada, regresó al banco sin beber, pero volvió cuando se dio cuenta de que eran cánticos de monjas. Quitó la nata de hojas podridas con un golpe diestro de la mano, y bebió en el cuenco hasta saciarse sin apartar los gusarapos. Luego orinó detrás del árbol, acuclillada y con un palo listo para defenderse de animales abusivos y hombres ponzoñosos, como se lo enseñó Dominga de Adviento.

Poco después pasaron dos esclavas negras que reconocieron los collares de santería y le hablaron en lengua yoruba. La niña les contestó entusiasmada en la misma lengua. Como nadie sabía por qué estaba allí, las esclavas la llevaron a la cocina tumultuosa, donde fue recibida con alborozo por la servidumbre. Alguien se fijó entonces en la herida del tobillo y quiso saber qué le había pasado. —Me lo hizo madre con un cuchillo —, dijo ella. A quienes le preguntaron cómo se llamaba, les dio su nombre de negra: María Mandinga.

Recuperó su mundo al instante. Ayudó a degollar un chivo que se resistía a morir. Le sacó los ojos y le cortó las criadillas, que eran las partes que más le gustaban. Jugó al diábolo con los adultos en la cocina y con los niños del patio, y les ganó a todos. Cantó en yoruba, en congo y en mandinga, y aun los que no entendían la escucharon absortos.

Al almuerzo se comió un plato con las criadillas y los ojos del chivo, guisados en manteca de cerdo y sazonados con especias ardientes.

A esa hora todo el convento sabía ya que la niña estaba allí, menos Josefa Miranda, la abadesa. Era una mujer enjuta y aguerrida, y con una mentalidad estrecha que le venía de familia. Se había formado en Burgos, a la sombra del Santo Oficio, pero el don de mando y el rigor de sus prejuicios eran de dentro y de siempre. Tenía dos vicarias capaces, pero estaban de sobra, porque ella se ocupaba de todo y sin ayuda de nadie.

Su rencor contra el episcopado local había empezado casi cien años antes de su nacimiento. La causa primera, como en los grandes pleitos de la historia, fue una divergencia mínima por asuntos de dinero y jurisdicción entre las clarisas y el obispo franciscano. Ante la intransigencia de éste, las monjas obtuvieron el apoyo del gobierno civil, y ese fue el principio de una guerra que en algún momento llegó a ser de todos contra todos.

Respaldado por otras comunidades, el obispo puso el convento en estado de sitio para rendirlo por hambre, y decretó el Cessatio a Divinis. Es decir: el cese de todo servicio religioso en la ciudad hasta nueva orden. La población se dividió en pedazos, y las autoridades civiles y religiosas se enfrentaron apoyadas por unos o por otros. Sin embargo, las clarisas seguían vivas y en pie de guerra al cabo de seis meses de asedio, hasta que se descubrió un túnel secreto por donde las abastecían sus partidarios. Los franciscanos, esta vez con el apoyo de un nuevo gobernador, violaron la clausura de Santa Clara y dispersaron a sus monjas. Se necesitaron veinte años para que se calmaran los ánimos y se restituyera a las clarisas el convento desmantelado, pero al cabo de un siglo Josefa Miranda seguía cocinándose a fuego lento en sus rencores. Los inculcó en sus novicias, los cultivó en sus entrañas más que en su corazón, y encarnó todas las culpas de su origen en el obispo De Cáceres y Virtudes y en todo el que tuviera algo que ver con él. De modo que su reacción era previsible, cuando le avisaron, de parte del obispo, que el marqués de Casalduero había llevado al convento a su hija de doce años con síntomas mortales de posesión demoníaca. Sólo hizo una pregunta:

—¿Pero es que existe un tal marqués? — La hizo con doble veneno, porque era asunto del obispo, y porque siempre negó la legitimidad de los nobles criollos, a los cuales llamaba —nobles de gotera —.

A la hora del almuerzo no había podido encontrar a Sierva María en el convento. La tornera le había dicho a una vicaria que un hombre de luto le entregó al amanecer una niña rubia, vestida como una reina, pero no había averiguado nada sobre ella, porque era justo el momento en que los mendigos estaban disputándose la sopa de cazabe del domingo de ramos. Como prueba de su dicho le entregó el sombrero de cintas de colores. La vicaria se lo mostró a la abadesa cuando estaban buscando a la niña, y la abadesa no dudó de quién era. Lo agarró con la punta de los dedos y lo reparó a la distancia del brazo.

—Toda una señorita marquesa con un sombrero de maritornes —, dijo. —Satanás sabe lo que hace —.

Había pasado por ahí a las nueve de la mañana, camino del locutorio, y se había demorado en el jardín discutiendo con los albañiles los precios de una obra de aguas, pero no vio ala niña sentada en el banco de piedra. Tampoco la vieron otras monjas que debieron pasar por allí varias veces. Las dos novicias que le quitaron el anillo juraron que no la habían visto cuando pasaron por allí después de que cantaron la tercia. La abadesa acababa de hacer la siesta cuando oyó una canción de una sola voz que llenó el ámbito del convento. Tiró del cordón que pendía al lado de su cama, y una novicia apareció al instante en la penumbra del cuarto. La abadesa le preguntó quién cantaba con tanto dominio

—La niña —, dijo la novicia.

Todavía adormilada, la abadesa murmuró: —Qué voz tan bella —. y enseguida dio un salto:

—¡Cual niña! —

—No sé —, le dijo la novicia. —Una que tiene el traspatio alborotado desde esta mañana —.

—¡Santísimo Sacramento! —, gritó la abadesa.

Saltó de la cama. Atravesó el convento a las volandas, y llegó hasta el patio de servicio guiándose por la voz. Sierva María cantaba sentada en un banquillo, con la cabellera extendida por los suelos, en medio de la servidumbre hechizada. Tan pronto como vio a la abadesa dejó de cantar. La abadesa levantó el crucifijo que llevaba colgado del cuello.

—Ave María Purísima —, dijo.

—Sin pecado concebida —, dijeron todos.

La abadesa blandió el crucifijo como un arma de guerra contra Sierva María. —
Vade retro
—, gritó. Los criados retrocedieron y dejaron a la niña sola en su espacio, con la vista fija y en guardia.

—Engendro de Satanás —, gritó la abadesa. —Te has hecho invisible para confundirnos — .

No lograron que dijera una palabra. Una novicia quiso llevarla de la mano, pero la abadesa se lo impidió aterrada. —No la toques —, gritó. y luego a todos:

—Nadie la toque —.

Terminaron por llevarla a la fuerza, pataleando y tirando al aire dentelladas de perro, hasta la última celda del pabellón de la cárcel. En el camino se dieron cuenta de que estaba embarrada de sus excrementos, y la lavaron a baldazos en el establo.

—Tantos conventos en esta ciudad y el señor obispo nos manda los zurullos —, protestó la abadesa.

La celda era amplia, de paredes ásperas y el techo muy alto, con nervaduras de comején en el artesonado. Junto a la puerta única había una ventana de cuerpo entero con barrotes de madera torneada y los batientes atrancados con un travesaño de hierro. En la pared del fondo, que daba al mar, había otra ventana alta condenada con crucetas de madera. La cama era una base de argamasa con un colchón de lienzo relleno de paja y percudido por el uso. Había un poyo para sentarse y una mesa de obra que servía al mismo tiempo de altar y lavatorio, bajo un crucifijo solitario clavado en la pared. Allí dejaron a Sierva María, ensopada hasta la trenza y tiritando de miedo, al cuidado de una guardiana instruida para ganar la guerra milenaria contra el demonio.

Se sentó en el catre, mirando los barrotes de hierro de la puerta blindada, y así la encontró la criada que le llevó el platón de la merienda a las cinco de la tarde. No se inmutó. La criada trató de quitarle los collares y ella la agarró por la muñeca y la obligó a soltarlos. En las actas del convento que empezaron a levantarse esa noche la criada declaró que una fuerza del otro mundo la había derribado.

La niña permaneció inmóvil mientras la puerta se cerró y se oyeron los ruidos de la cadena y las dos vueltas de la llave en el candado. Vio lo que había de comer: unas piltrafas de cecina, una torta de cazabe y una jicara de chocolate. Probó el cazabe, lo masticó y lo escupió. Se acostó boca arriba. Oyó el resuello del mar, el viento de agua, los primeros truenos de abril cada vez más cerca. Al amanecer del día siguiente, cuando volvió la criada con el desayuno, la encontró durmiendo sobre los matorrales de paja del colchón, que había destripado con los dientes y las uñas.

Al almuerzo se dejó llevar de buenos modos al refectorio de las internas sin votos de clausura. Era un salón amplio, con una bóveda alta y ventanas grandes, por donde entraba a gritos la claridad del mar y se oía muy cerca el estruendo de los cantiles. Veinte novicias, jóvenes la mayoría, estaban sentadas frente a una doble fila de mesones bastos.

Tenían hábitos de estameña ordinaria y la cabeza rapada, y eran alegres y bobaliconas, y no ocultaban la emoción de estar comiendo su pitanza de cuartel en la misma mesa de una energúmena.

Sierva María estaba sentada cerca de la puerta principal, entre dos guardianas distraídas, y apenas si probaba bocado. Le habían puesto una bata igual a la de las novicias, y las chinelas todavía mojadas.

Nadie la miró mientras comían, pero al final varias novicias la rodearon para admirar sus abalorios. Una de ellas trató de quitárselos. Sierva María se encabritó. A las guardianas que trataron de someterla se las quitó de encima con un empellón. Se subió en la mesa, corrió de un extremo al otro gritando como una poseída verdadera en zafarrancho de abordaje. Rompió cuanto encontró a su paso, saltó por la ventana y desbarató las pérgolas del patio, alborotó las colmenas y derribó las talanqueras de los establos y las cercas de los corrales. Las abejas se dispersaron y los animales en estampida irrumpieron aullando de pánico hasta en los dormitorios de la clausura.

No ocurrió nada desde entonces que no fuera atribuido al maleficio de Sierva María. Varias novicias declararon para las actas que volaba con unas a las transparentes que emitían un zumbido fantástico. Se necesitaron dos días y un piquete de esclavos para acorralar el ganado y pastorear las abejas hasta sus panales y poner la casa en orden.

Corrió el rumor de que los cerdos estaban envenenados, que las aguas causaban visiones premonitorias, que una de las gallinas espantadas se fue volando por encima de los tejados y desapareció en el horizonte del mar. Pero los terrores de las clarisas eran contradictorios, pues a pesar de los aspavientos de la abadesa y de los pavores de cada quien, la celda de Sierva María se convirtió en el centro de la curiosidad de todas.

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