Del amor y otros demonios (9 page)

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Authors: Gabriel García Márquez

BOOK: Del amor y otros demonios
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La queda de la clausura regía desde que cantaban las vísperas, a las siete de la noche, hasta la prima para la misa de seis. Las luces se apagaban y sólo permanecían las de las pocas celdas autorizadas. Sin embargo, nunca como entonces era tan agitada y libre la vida del convento. Había un tráfico de sombras por los corredores, de murmullos entrecortados y risas reprimidas. Se jugaba en las celdas menos pensadas, lo mismo con baraja española que con dados cargados, y se bebían licores furtivos y se fumaba tabaco liado a escondidas desde que Josefa Miranda lo prohibió dentro de la clausura. Una niña endemoniada dentro del convento tenía la fascinación de una aventura novedosa.

Aun las monjas más rígidas escapaban de la clausura después del toque de queda, y se iban en grupos de dos o tres para hablar con Sierva María.

Ella las recibió con las uñas, pero pronto aprendió a manejarlas según el humor de cada quien y de cada noche. Una pretensión frecuente era que les sirviera de estafeta con el diablo para pedirle favores imposibles. Sierva María imitaba voces de ultratumba, voces de degollados, voces de engendros satánicos, y muchas se creyeron sus picardías y las sentaron como ciertas en las actas. Una patrulla de monjas travestidas asaltaron la celda una mala noche, amordazaron a Sierva María y la despojaron de sus collares sagrados. Fue una victoria efímera.

En las prisas de la huida, la comandante del atraco dio un traspié en las escaleras oscuras y se fracturó el cráneo. Sus compañeras no tuvieron un instante de paz mientras no devolvieron a su dueña los

collares robados. Nadie volvió a perturbar las noches de la celda.

Para el marqués de Casalduero fueron días de luto. Más había tardado en internar a la niña que en arrepentirse de su diligencia, y sufrió un pasmo de tristeza del que nunca se repuso. Merodeó varias horas alrededor del convento preguntándose en cuál de sus ventanas incontables estaba Sierva María pensando en él. Cuando regresó a la casa vio a Bernarda en el patio tomando el fresco de la prima noche.Lo estremeció el presagio de que iba a preguntarle por Sierva María, pero apenas lo miró.

Soltó los mastines y se acostó en la hamaca de la alcoba con la ilusión de un sueño eterno. Pero no pudo. Los alisios habían pasado y era una noche ardiente. Las ciénagas mandaban toda clase de sabandijas aturdidas por el bochorno y ráfagas de zancudos carniceros, y había que quemar bostas de vaca en los dormitorios para espantarlos. Las almas se hundían en el sopor. El primer aguacero del año se esperaba entonces con tanta ansiedad como había de rogarse seis meses después que escampara para siempre.

Apenas despuntó el alba el marqués se fue a casa de Abrenuncio. No había acabado de sentarse cuando sintió por anticipado el inmenso alivio de compartir su dolor. Fue a su asunto sin preámbulos:

—He depositado la niña en Santa Clara —.

Abrenuncio no entendió, y el marqués aprovechó su desconcierto para el golpe siguiente.

—Será exorcizada —, dijo.

El médico respiró a fondo y dijo con una calma ejemplar:

—Cuénteme todo —.

Entonces el marqués le contó: la visita al obispo, sus ansias de rezar, su determinación ciega, su noche en blanco. Fue una capitulación de cristiano viejo que no se reservó ni un secreto para su complacencia.

—Estoy convencido de que fue un mandato de Dios —, concluyó.

—Quiere decir que ha recuperado la fe —, dijo Abrenuncio.

—Nunca se deja de creer por completo —, dijo el marqués. —La duda persiste —.

Abrenuncio lo entendió. Siempre había pensado que dejar de creer causaba una cicatriz imborrable en el lugar en que estuvo la fe, y que impedía olvidarla. Lo que le parecía inconcebible era someter una hija al castigo de los exorcismos.

—Entre eso y las hechicerías de los negros no hay mucha diferencia —, dijo. —y peor aún, porque los negros no pasan de sacrificar gallos a sus dioses, mientras que el Santo Oficio se complace descuartizando inocentes en el potro o asándolos vivos en espectáculo público —.

La participación de monseñor Cayetano Delaura en la visita al obispo le pareció un precedente siniestro. —Es un verdugo —, dijo, sin más vueltas. y se perdió en una enumeración erudita de antiguos autos de fe contra enfermos mentales ejecutados como energúmenos o herejes.

—Creo que matarla hubiera sido más cristiano que enterrarla viva —, concluyó.

El marqués se santiguó. Abrenuncio lo miró, trémulo y fantasmal con sus tafetanes de duelo, y volvió a ver en sus ojos las luciérnagas de la incertidumbre que nacieron con él.

—Sáquela de ahí —, le dijo.

—Es lo que quiero desde que la vi caminando hacia el pabellón de las enterradas vivas —, dijo el marqués. —Pero no me siento con fuerzas para contrariar la voluntad de Dios —.

—Pues siéntase —, dijo Abrenuncio. —Tal vez Dios se lo agradezca algún día — .

Esa noche el marqués solicitó una audiencia al obispo. La escribió de su puño y letra con una redacción enmarañada y una caligrafía infantil y la entregó en persona al portero para estar seguro de que llegaba a su destino.

El obispo fue notificado el lunes de que Sierva María estaba lista para los exorcismos. Había terminado la merienda en su terraza de campánulas amarillas, y no le prestó una atención especial al recado. Comía poco, pero con una parsimonia que podía prolongar el ritual por tres horas. Sentado frente a él, el padre Cayetano Delaura le leía con una voz bien impostada y un estilo algo teatral.

Ambas cosas convenían a los libros que él mismo elegía a su gusto y criterio.

El viejo palacio era demasiado grande para el obispo, que se bastaba de la sala de visitas y el dormitorio, y la terraza descubierta donde hacía las siestas y comía hasta que empezaba la estación de lluvias. En el ala opuesta estaba la biblioteca oficial que Cayetano Delaura había fundado, enriquecido y sostenido de mano maestra, y que se tuvo en su tiempo entre las mejores de las Indias. El resto del edificio eran once aposentos clausurados, donde se acumulaban escombros de dos siglos.

Salvo la monja de turno que servía la mesa, Cayetano Delaura era el único que tenía acceso a la casa del obispo durante las comidas, y no por sus privilegios personales, como se decía, sino por su dignidad de lector. No tenía ningún cargo definido, ni más título que el de bibliotecario, pero se le consideraba como un vicario de hecho por su cercanía del obispo, y nadie concebía que éste tomara sin él alguna determinación de importancia.

Tenía su celda personal en una casa contigua que se comunicaba por dentro con el palacio, y en la cual estaban las oficinas y las habitaciones de los funcionarios de la diócesis, y las de media docena de monjas al servicio doméstico del obispo. Sin embargo, su verdadera casa era la biblioteca, donde trabajaba y leía hasta catorce horas diarias, y donde tenía un catre de cuartel para dormir cuando lo sorprendiera el sueño.

La novedad de aquella tarde histórica fue que Delaura había trastabillado varias veces en la lectura. Y más insólito aún que saltó una página por error y continuó leyendo sin advertirlo. El obispo lo observó a través de sus espejuelos mínimos de alquimista, hasta que pasó a la página siguiente.

Entonces lo interrumpió divertido:

—¿En qué piensas? —

Delaura se sobresaltó.

—Debe de ser el bochorno —, dijo. —¿Por qué? — El obispo siguió mirándolo a los ojos. —Seguro que es algo más que el bochorno —, le dijo. y repitió en el mismo tono: —¿En qué estabas pensando? —

—En la niña —, dijo Delaura.

No hizo ninguna precisión, pues desde la visita del marqués no había para ellos otra niña en el mundo. Habían hablado mucho de ella. Habían repasado juntos las crónicas de endemoniados y las memorias de santos exorcistas. Delaura suspiró:

—Soñé con ella —.

—¿Cómo pudiste soñar con una persona que nunca has visto? —, le preguntó el obispo.

—Era una marquesita criolla de doce años, con una cabellera que le arrastraba como la capa de una reina —, dijo. —¿Cómo podía ser otra? —

El obispo no era hombre de visiones celestiales, ni de milagros ni flagelaciones. Su reino era de este mundo. Así que movió la cabeza sin convicción, y siguió comiendo. Delaura reanudó la lectura con más cuidado. Cuando el obispo terminó de comer, lo ayudó asentarse en el mecedor. Ya instalado a gusto, el obispo dijo:

—Ahora sí, cuéntame el sueño —.

Era muy simple. Delaura había soñado que Sierva María estaba sentada frente a la ventana de un campo nevado, arrancando y comiéndose una por una las uvas de un racimo que tenía en el regazo.

Cada uva que arrancaba retoñaba en seguida en el racimo. En el sueño era evidente que la niña llevaba muchos años frente a aquella ventana infinita tratando de terminar el racimo, y que no tenía prisa, porque sabía que en la última uva estaba la muerte.

—Lo más raro —, concluyó Delaura, —es que la ventana por donde miraba el campo era la misma de Salamanca, aquel invierno en que nevó tres días y los corderos murieron sofocados en la nieve —.

El obispo se impresionó. Conocía y quería demasiado a Cayetano Delaura para no tomar en cuenta los enigmas de sus sueños. El lugar que ocupaba, tanto en la diócesis como en sus afectos, lo tenía bien ganado por sus muchos talentos y su buena índole. El obispo cerró los ojos para dormir los tres minutos de la siesta vespertina.

Mientras tanto, Delaura comió en la misma mesa, antes de rezar juntos las oraciones de la noche. No había acabado cuando el obispo se estiró

en el mecedor y tomó la decisión de su vida:

—Hazte cargo del caso —.

Lo dijo sin abrir los ojos y soltó un ronquido de león. Delaura acabó de comer y se sentó en su poltrona habitual bajo las enredaderas en flor.

Entonces el obispo abrió los ojos.

—No me has contestado —, le dijo.

—Creí que lo había dicho dormido —, dijo Delaura.

—Ahora lo estoy repitiendo despierto —, dijo el obispo. —Te encomiendo la salud de la niña —.

—Es lo más raro que me haya acaecido jamás —, dijo Delaura.

—¿Quieres decir que no? —

—No soy exorcista, padre mío —, dijo Delaura.

—No tengo el carácter ni la formación ni la información para pretenderlo. y además, ya sabemos que Dios me ha asignado otro camino —.

Así era. Por gestiones del obispo, Delaura estaba en la lista de tres candidatos al cargo de custodio del fondo sefardita en la biblioteca del Vaticano. Pero era la primera vez que se mencionaba entre ellos, aunque ambos lo sabían.

—Con mayor razón —, dijo el obispo. —El caso de la niña, llevado a bien, puede ser el impulso que nos falta — .

Delaura era consciente de su torpeza para entenderse con mujeres. Le parecían dotadas de un uso de razón intransferible para navegar sin tropiezos por entre los azares de la realidad. La sola idea de un encuentro, aun con una criatura indefensa como Sierva María, le helaba el sudor de las manos.

—No, señor —, decidió. —No me siento capaz —.

—No sólo lo eres —, replicó el obispo, —sino que tienes de sobra lo que a cualquier otro le faltaría: la inspiración .

Era una palabra demasiado grande para que no fuera la última. Sin embargo, el obispo no lo conminó a aceptar de inmediato sino que le concedió un tiempo de reflexión, hasta después de los duelos de la Semana Santa que empezaba aquel día.

—Ve a ver ala niña —, le dijo. —Estudia el caso a fondo y me informas — .

Fue así como Cayetano Alcino del Espíritu Santo Delaura y Escudero, a los treinta y seis años cumplidos, entró en la vida de Sierva María y en la historia de la ciudad. Había sido alumno del obispo en su célebre cátedra de teología de Salamanca donde se graduó con los honores más altos de su promoción. Estaba convencido de que su padre era descendiente directo de Garcilaso de la Vega, por quien guardaba un culto casi religioso, y lo hacía saber de inmediato. Su madre era una criolla de San Martín de Loba, en la provincia de Mompox, emigrada a España con sus padres. Delaura no creía tener nada de ella hasta que vino al Nuevo Reino de Granada y reconoció sus nostalgias heredadas. Desde su primera conversación con él en Salamanca, el obispo De Cáceres y Virtudes se había sentido frente a uno de esos raros valores que adornaban a la cristiandad de su tiempo. Era una helada mañana de febrero, y a través de la ventana se veían los campos nevados y al fondo la hilera de álamos en el río. Aquel paisaje invernal había de ser el marco de un sueño recurrente que iba a perseguir al joven teólogo por el resto de su vida.

Hablaron de libros, por supuesto, y el obispo no podía creer que Delaura hubiera leído tanto a su edad. Él le habló de Garcilaso. El maestro le confesó que lo conocía mal, pero lo recordaba como un poeta pagano que no mencionaba a Dios más de dos veces en toda su obra.

—No tan pocas veces —, dijo Delaura. —Pero eso no era raro aun en los buenos católicos del Renacimiento —.

El día en que él hizo sus primeros votos, el maestro le propuso que lo acompañara al reino incierto de Yucatán, donde acababa de ser nombrado obispo. A Delaura, que conocía la vida en los libros, el vasto mundo de su madre le parecía un sueño que nunca había de ser suyo. Le costaba trabajo imaginarse el calor opresivo, el eterno tufo de carroña, las ciénagas humeantes, mientras desenterraban de la nieve los corderos petrificados.AI obispo, que había hecho las guerras de África, le era más fácil concebirlos.

—He oído decir que nuestros clérigos enloquecen de felicidad en las Indias —, dijo Delaura.

—Y algunos se ahorcan —, dijo el obispo. —Es un reino amenazado por la sodomía, la idolatría y la antropofagia —. Y agregó sin prejuicios:

—Como tierra de moros —.

Pero también pensaba que ese era su atractivo mayor. Hacían falta guerreros tan capaces de imponer los bienes de la civilización crístiana como de predicar en el desierto. Sin embargo, a los veintitrés años, Delaura creía tener resuelto su camino hasta la diestra del Espíritu Santo, del cual era devoto absoluto.

—Toda la vida soñé con ser bibliotecario mayor —, dijo. —Es para lo único que sirvo —.

Había participado en las oposiciones para un cargo en Toledo que lo pondría en el rumbo de ese sueño, y estaba seguro de alcanzarlo. Pero el maestro era obstinado.

—Es más fácil llegar a santo como bibliotecario en Yucatán que como mártir en Toledo —, le dijo. Delaura replicó sin humildad:

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