Read De La Noche a La Mañana Online
Authors: Federico Jiménez Losantos
Tags: #Ensayo, Economía, Política
Y Aznar siguió sin desmentir que ése era precisamente el objeto de la cena: anunciarnos la condena de Antonio, si de él dependía, y la voluntad de salvarnos de la quema profesional a nosotros dos. Siempre que respaldásemos su postura, obviamente.
O, lo que venía a ser lo mismo, siempre que no hiciéramos causa común con el condenado.
A partir de ese momento, los recuerdos de aquella apacible pero tormentosa noche cristalizan en muchas frases sueltas y una imagen recurrente, obsesiva. Tras la intervención de Luis y el silencio de Aznar, me tocaba hablar a mí. Y esta vez con plena conciencia de que era precisamente lo que Aznar no quería oír, dije que «como siempre y muy especialmente desde el 92, cuando nos echaron a la calle por apoyarte», yo también seguiría la suerte de Antonio… y de Luis. Entonces, Aznar, poseído por una especie de furia muscular, se levantó y empezó a pasear junto a la mesa, de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, siempre con el puro por delante, en involuntaria parodia de Groucho Marx. Enfrente, sin mirarnos pero sin dejar de vernos, Luis y yo buscábamos una salida dialéctica a lo que, según creíamos entonces, ya nunca podría tenerla.
Mientras la noche de mayo se aburría tras las ventanas, nos fuimos turnando en la técnica favorita de Luis para abordar los problemas insolubles: constatar que no era la primera vez que se planteaban y que, por lo tanto, no eran necesariamente mortales. Ante la acelerada esfinge peripatética en que se había convertido el Presidente, fuimos repasando distintos episodios de la crisis permanente en nuestra relación con el PP, cuando el equívoco de que estábamos en una misma lucha tropezó con la evidencia de que nuestras intenciones, si caía el PSOE, eran muy distintas. Podían haber coincidido, o al menos marchar por caminos paralelos, pero Aznar no quiso. Para él siempre fue prioritaria la disolución de lo que Juan Luis Cebrián llamaba el «Sindicato del Crimen», fórmula acuñada precisamente cuando Polanco, Godo, Asensio y Mario Conde firmaron en 1992 el «Pacto de los Editores» para defender a los responsables de los crímenes del GAL. El delito clave perpetrado por aquella Banda de los Cuatro fue la compra y cierre de Antena 3 Radio y la reconversión felipista de Antena 3 Televisión, que supuso nuestra expulsión fulminante de la primera cadena de radio de España y de la primera televisión privada. Tras el «antenicidio» y una campaña ferozmente guerracivilista, el PSOE, convertido definitivamente en PRISOE, ganó las elecciones del 93. Y todo fue a peor.
Ese episodio y las raíces ideológicas y políticas del deterioro de la democracia española las expuse en
La dictadura silenciosa
(1992), cuya presentación hicieron nada menos que siete grandes figuras periodísticas del antifelipismo, dando así cuerpo y verosimilitud a la existencia de ese supuesto «sindicato» informativo poderoso, unido e implacable. Curiosamente, sólo faltaba en la foto Antonio Herrero. Sin embargo, en vísperas de las elecciones del 93, algunos ya vimos que si el PP ganaba los comicios no contaría con los que tan desinteresadamente nos habíamos jugado crédito y empleo por ayudar a la alternancia de Gobierno, esto es, a la llegada de Aznar a La Moncloa. Y no sólo lo vimos sino que lo conté en el prólogo de
Contra el felipismo
(1993), en el capítulo «Los parientes pobres», cuando el comportamiento despectivo del portavoz aznarista Miguel Ángel Rodríguez en la COPE durante la última entrevista preelectoral de Antonio a Aznar, ya en el Poder, entonces favorito en las encuestas, me recordó esa figura del pariente pobre venido del pueblo y cuya presencia molesta al nuevo rico porque le recuerda su propio origen, justo lo que pretende borrar ante su nuevo entorno social. Por lo visto, Aznar había decidido empezar el desalojo de los parientes pobres, incluso de las habitaciones de servicio. Y el primero tenía que ser, naturalmente, El primero de
La mañana
. O sea, Antonio Herrero.
El tira y afloja, o más bien, el tira sin aflojar, se prolongó hasta casi las dos de La mañana. Pese a que al día siguiente debía levantarse a las seis, Aznar no acababa de despedirnos, quiero decir de irse a la cama. Esa parte de la discusión, cuando ya estaba dicho todo y sólo se trataba de comprobar la resistencia del rival, se me hizo eterna. La despedida, en la puerta del palacio, fue bastante más fría que la fresca noche de mayo. Al salir de La Moncloa, guardamos en el coche un atribulado silencio que se prolongó hasta aparcar a la puerta de mi casa. Sólo allí, mirando por el retrovisor, lo rompió Luis:
—¿Y quién se lo dice a Antonio? Desde luego, yo no.
—Pues alguien se lo tiene que decir.
—Pues díselo tú.
—Hombre, lo lógico es que seas tú. Como siempre.
—Ni hablar. Sé lo que sucederá a continuación: atacará a Aznar, poniéndonos por testigos, y se liará la mundial.
—A lo mejor es la única forma de que las aguas vuelvan a su cauce.
—¿Qué cauce? Ya no hay cauce. ¿No has visto cómo está éste?
—Bueno, pues que se nos lleve a todos la riada. Pero hay que decírselo.
—Desde luego. Pero no seré yo.
—Yo creo que debemos decírselo los dos. Pero tenemos algún día de margen. Mientras, habría que asegurarse de que Aznar está dispuesto a llegar hasta el final.
—Ya lo has visto. Esta vez, sí. Antonio tiene en la COPE los días contados.
—Y nosotros, si estamos con él.
—Muy probablemente.
—Bueno, si Aznar nos ha llamado para que elijamos, nosotros ya hemos elegido. Ahora lo que tenemos que evitar es ponérselo fácil.
—No te engañes, nadie va a mover un dedo por Antonio. La oposición no lo perdona. El Gobierno no lo tolera. Los obispos no quieren líos. Quedamos nosotros y poco más. Pero muy poco más. Porque, claro, ahora empezarán las traiciones. Fede, por favor, no, otra vez a la guerra, no. Otra vez Antena 3, no. Qué horror. Qué aburrimiento.
—Hay cambios, Luis. Esta vez no tenemos adonde ir. Ni a nadie que nos apoye.
—Sí, eso es un cambio, debo reconocerlo.
—¿Tienes pensado algo?
—De radio, nada, olvídate. Tendrás más tiempo para escribir libros. Y yo también.
—¿Y qué va a hacer Antonio?
—Por eso no te preocupes. Seguro que muchas cosas. Pero lo peor es decírselo.
—Bueno, no le des más vueltas. Hablamos mañana.
—Sí, porque se nos va a hacer de día. Hasta mañana, Fede.
—Hasta mañana, Luis. Duerme si puedes.
—Lo mismo digo.
No recuerdo cómo dormí. Sí que me levanté tarde, como siempre entonces. Y que a eso de las cinco vinieron a tomar café José María Marco y Javier Rubio. Serían las seis cuando sonó el teléfono. Supuse que era Luis, para comentar la cena del día anterior. Y, efectivamente, era Luis. Al principio, por la voz entrecortada, creí que no lo entendía bien. Luego me di cuenta de que no era el teléfono, ni el llanto. Era que no quería oír lo que me estaba diciendo:
—Federico… Antonio Herrero… se ha muerto.
Toda la noche anterior se me vino encima de golpe. Y sobre mi pena, sentí como una piedra negra en el pecho la pena de Luis, su amigo, cuya preocupación sólo unas horas antes, a la misma puerta de la misma casa desde la que le estaba hablando, no era enfrentarse con el presidente del Gobierno sino «tener que decírselo a Antonio». Ahora ya era lo único por lo que, ay, no teníamos que preocuparnos. Los datos que a trompicones, entre preguntas atropelladas, lívidas de tan afónicas, me fue dando Luis eran escasos, pero no dejaban lugar a dudas ni a esperanzas: había sido a las cinco y pico, haciendo submarinismo, estaba en su barco con Cristina y unos amigos, le había reconocido uno de la ambulancia cuando se lo llevaban, ése llamó a alguien de la COPE, y lo había confirmado la misma Cristina. No, no podía ser un error, era Antonio. Y estaba muerto.
Mientras Marco se aferraba a la posibilidad de un error de identificación, porque en el fondo creía, como todos, que Antonio no podía morir, Javier me miraba espantado y yo pensaba en cómo decírselo a María, que estaba abajo, en la plaza, jugando con los niños. Unos meses antes habíamos ido a Ronda con Antonio, Cristina y su hija pequeña. Con el calor y las curvas, los niños se marearon un poco subiendo desde Marbella, pero Ronda les gustó. Hicimos muchas fotos. A mí me gustaba una de los niños en el puente, con sus gorritas, sentados contra las rejas de hierro y con el vertiginoso tajo del río a sus espaldas. La amplié y la puse en mi despacho. Ahora yo pensaba en cómo les diríamos que Antonio, aquel amigo de papá que les llevó a Ronda, se había ahogado en el mar. Entonces el teléfono volvió a sonar. Otra vez Luis. Todo confirmado, todo consumado. García estaba buscándonos plaza en el primer avión a Málaga. Saldríamos enseguida.
Pero, como aprendí aquella tarde, una de las diferencias entre los que se dedican al periodismo y los demás es que, en la muerte de un amigo íntimo y en similares circunstancias, unos tienen que preparar la bolsa de viaje y otros tienen que escribir antes el obituario. Pedro Jota llamó una, dos o tres veces, conmocionado. El de
El Mundo
para el día siguiente tenía que escribirlo yo. Luis era incapaz de escribir una letra (yo sabía bien por qué) y, además, el columnista del periódico era yo. Pedro escribiría el editorial y yo tenía que escribir el obituario. No se entendería de otro modo. Se habían hecho las siete o las ocho y el sábado los diarios cierran antes porque la tirada del domingo es mucho mayor. En todo caso, esperarían a que terminara el obituario para que arrancaran las máquinas. Me mandarían por fax datos biográficos, si los necesitaba. Dos o tres folios y podría irme a coger el avión con Luis, que también esperaría.
Pocas veces me ha costado tanto escribir. Tuve que poner boca abajo la foto de los niños en Ronda porque se me saltaban las lágrimas. No podía decir que yo bromeaba con Antonio y le llamaba
paterpanem
de mi hijo mayor, porque me ofreció ser su comentarista político diario en
El primero de la mañana
en septiembre de 1986, un mes antes de que naciera y sólo veinte minutos después de que Luis del Olmo me ofreciera una colaboración semanal, de modo que la criatura vino al mundo con dos panes radiofónicos bajo el brazo. Tampoco podía contar, ni siquiera insinuar nada sobre la cena del día anterior en La Moncloa, la animadversión de Aznar y la absoluta soledad profesional en que se había quedado Antonio, porque nada hubiera podido doler más a sus familiares ni hacer más felices a sus enemigos. Hablé con Luis, una vez más, para ver cómo enfocar el obituario. A diferencia de lo que suele hacerse, nos decantamos por la piedad para los vivos y lo útil para el muerto. Empezaría recordando la figura de su padre, a la que tan unido estaba, para consolar a su madre y sus hermanos; terminaría con una referencia a Cristina y sus hijos, y en medio, su vida y el significado de su obra. Al fin, lo más personal del obituario acabó siendo lo más político. El destino, supongo. Estos son los últimos fragmentos, acaso los menos malos y más significativos:
(…) Nadie en la España de estas dos últimas décadas ha combatido tan feroz y desinteresadamente la corrupción. Nadie ha levantado su voz como él en defensa de una idea de España basada en el conocimiento de la Historia, el respeto a las leyes y la integridad de los servidores públicos. Nunca pactó en cuestiones de principio, en todo lo que podía perjudicar a los demás y en especial a los más humildes. Pero siempre estuvieron abiertos sus micrófonos a quien quisiera explicar su verdad a los demás o discutirla. Era vehemente incluso en su tolerancia. Era demoledor incluso en su bondad.
Pese a las seis horas diarias de micrófono Antonio tenía tiempo para todo. No había deporte en el que no destacara ni actividad, por extraña o difícil que fuese, que no le gustase intentar. No temía el riesgo: lo atraía. No retrocedía ante las dificultades: se divertía superándolas. Le gustaban el monte y el mar. Anhelaba retirarse algún día en Marbella, el pueblo de su familia que quería como propio, donde tenía una casa y en cuyas aguas ha encontrado la muerte. No hubiera querido otras.
Era un hombre individualista, amigo de sus amigos y muy familiar. Estaba felizmente casado con Cristina Pécker, con la que ha tenido cuatro hijos. De un matrimonio anterior tenía otro hijo y Antonio juntaba a todos en vacaciones. Le gustaba llevarlos a los sitios más pintorescos, empezando por África, y mantenía también una relación muy estrecha con su madre y sus hermanos.
En la radio había reunido o acogido a cuantos tenían algo que decir y no encontraban lugar o libertad para decirlo. En los últimos años, con redoblada intensidad en los últimos meses, sufrió una feroz campaña de desprestigio por parte del felipismo, empeñado en cerrar su programa. Pero la audiencia no menguó: creció. En el momento de su muerte era el hombre que concentraba todos los odios de los que tenían un pasado delictivo o un presente delictuoso, pero también representaba la esperanza de cuantos aspiran a un periodismo popular, crítico y ético. De honradez acrisolada, amante de la vida sencilla, volcado en su trabajo, Antonio Herrero deja con su muerte un hueco irreemplazable entre los españoles amantes de la libertad.
Eso escribí, y era verdad.
En los dos días atroces y vertiginosos que siguieron, y en los que tantas cosas debían decidirse, me veo siempre al lado de Luis Herrero y de José María García, con Montse al fondo. Probablemente dormí en casa de Carola, la hermana de Antonio, pero apenas recuerdo nada del viaje y de aquella noche. En cambio, aún me parece sentir a
La mañana
siguiente el aire fresco del paseo marítimo de Marbella, sentado a una mesa que en realidad eran dos, con los colaboradores más importantes de Antonio, que habían llegado en el avión de
La mañana
para asistir al entierro y debatir el futuro del programa.
En realidad, lo que nos planteamos un pequeño grupo de amigos y colaboradores de Antonio desde los tiempos de Antena 3, entre los que —aparte de García, Luis y yo— estaban Manuel Martín Ferrand, Pedro J. Ramírez, Pablo Sebastián, José Luis Gutiérrez, Julián Lago y alguno más que se fue incorporando según llegaba del aeropuerto, era cómo garantizar la continuidad de la línea informativa, ideológica y política de la COPE, en la seguridad de que si encontrábamos una solución de consenso, la propiedad la bendeciría encantada de evitarse semejante lío. Mantener los principios estaba claro. El problema era quién los mantenía a las seis de
La mañana
, es decir, quién dirigía
La mañana
. La solución de consenso se llamaba Luis Herrero, el mejor amigo de Antonio, número dos de la cadena (García aparte) y el que menos rechazo podía suscitar dentro y fuera de la casa. Sin embargo, el consenso era mucho más evidente que la solución. Primero, porque Luis no quería de ninguna manera ocupar el lugar de Antonio; segundo, porque, aun si lo convencíamos, había que sustituirlo en
La linterna
, que tampoco era fácil.