De La Noche a La Mañana (4 page)

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Authors: Federico Jiménez Losantos

Tags: #Ensayo, Economía, Política

BOOK: De La Noche a La Mañana
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Cada mirada muda que nos dirigíamos era un comentario a lo que no podíamos comentar «Sí, pero ¿cómo?».

Fue en aquel momento cuando nos dimos realmente cuenta de la magnitud social" del cataclismo. Del desastre vital, de la amputación moral que para millones de personas suponía la desaparición de Antonio. Por supuesto, desde el punto de vista intelectual lo sabíamos perfectamente El día anterior, el editorial de Pedro Jota lo había resumido a la perfección, sin un solo punto y aparte.

La muerte de Antonio Herrero, una tragedia para España

Pocas veces la pérdida de una persona ha podido empobrecer tanto a tanta gente Antonio Herrero no era sólo uno de los periodistas más brillantes y honestos de la democracia, sino quizá el que más directa y personalmente se relacionaba con los ciudadanos, a través de un medio caliente como es la radio y mediante un estilo lleno de vibración humana. Primero en Antena 3, luego en la COPE, Herrero ha sido el catalizador de una forma moderna de periodismo en la que la información y la opinión se complementaban hasta crear fuertes lazos de complicidad con su audiencia. Defensor insobornable de las libertades civiles del Estado de derecho y la ética democrática, se había convertido en un punto de referencia moral para sus casi dos millones de oyentes. Pocos comunicadores han defendido con tanta firmeza y valentía sus convicciones denunciando la corrupción, el crimen de Estado y los abusos de poder sin distinción de colores. Su categoría humana, su decencia profesional, se elevaban siempre por encima de la mezquindad de quienes desde posiciones mercenarias o envidiosas le convertían en uno de los objetivos a batir. Como todo periodista de riesgo, Herrero cometía errores, pero tenía la gallardía de reconocerlos. Con su muerte desaparece uno de los más notables paladines de la libertad de expresión. Quienes hacemos
El Mundo
no sólo perdemos a un amigo leal y entrañable sino también al mejor de nuestros compañeros de viaje. Accionista fundador de este periódico, Antonio Herrero tal vez sea el colega en mejor sintonía con nuestro ideario y escala de valores. Pero la tragedia no es nuestra sino de toda España. Una España que al despertar mañana lunes será menos plural, menos inteligente, menos optimista y menos valiente.

Pero fue Lorenzo Contreras, quizá porque no pertenecía a nuestro grupo ni tenía nada que ver personal ni profesionalmente con nosotros, el que hizo la mejor crónica de aquella conmoción:

Jamás desde que el periodismo hace historia, ningún periodista fallecido, trágica o normalmente, ha levantado en nuestro país la ola de conmoción, comentarios, reacciones, elogios, descalificaciones larvadas o no tan larvadas, conjeturas sobre el significado o la repercusión de su muerte, lágrimas sinceras o fingidas, remordimientos e incluso alegrías, como en el desdichado caso de Antonio Herrero, con quien, por cierto, no me unió ningún lazo de relación profesional o de amistad, jamás solicitó mi colaboración para nada, casi no le traté, sólo fui oyente de su programa.

Lo más significativo que cabe decir del programa de Antonio Herrero y su ejecutoria es que no podía resultar indiferente. Le pasaba a Herrero lo mismo que a José María García, de quien aprendió no poco las técnicas de «llegar», de practicar incisiones, en ocasiones sangrantes, sobre la dura piel de las cosas. Que un periodista entusiasme o irrite es menos elocuente, por supuesto, que el grado de audiencia que sea capaz de conquistar. Y en este oficio, erizado, de presentar y tratar la noticia, la importancia se mide por su repercusión, por la conversión del periodista en objeto respetable o en objetivo bélico dentro de la guerra de las ondas y más allá de las ondas.

Al tiempo de su muerte nacía el euro, que no pudo, como tal acontecimiento, apagar los ecos del drama ocurrido. Lejos de ello, los dos hechos alternaron en el comentario general del célebre día, con esa autenticidad de atención que sólo concitan las noticias muy singulares. Morir en un día histórico para el futuro —bueno o malo— de España y no ser devorado por la historia emergente es todo un milagro de la excepcionalidad personal.

El caso es que Antonio Herrero, con sus millones de oyentes directos, más los repercutidos, ya no es una voz, aunque haya fortalecido una escuela radiofónica. En su momento, cuando García, Martín Ferrand, Jiménez Losantos, Luis Herrero y él mismo, entre otros, sufrieron el gran asalto de Antena 3, asalto felipista de variada colaboración, existía la COPE como puerto de abrigo e incluso de arribada. Cabe, a estas alturas, preguntar cómo pudo consolidarse esta arribada hasta convertirse en estadía de carácter duradero. (…) Sólo la Iglesia como poder autónomo —antes se hablaba de ella como «sociedad perfecta»— podía ser capaz de organizar con el equipo recién llegado y emigrado un dique de contención contra el monopolio o el oligopolio de las ondas. Le interesaba a la Iglesia, evidentemente, una potenciación de la audiencia para su cadena de radio. Pero también embellecía su imagen institucional en cuanto reducto de una libertad de expresión crecientemente amenazada, como los tiempos han demostrado, por los poderes que intentan modular la verdad y poseerla en exclusiva, es decir, manipularla.»

Antonio Herrero, con todos sus defectos, que seguramente los tuvo, hizo su público, lo fabricó a mano, o a voz, cada día, y no fueron pocos sino millones de personas los componentes de ese público. Fue la de Herrero una voz facticia, que no ficticia, con una considerable dosis de honradez incorporada. Sería lamentable dispersar o deshacer esa herencia, como algunos, bastantes, perversamente desean.

Tanto lo deseaban que Polanco y Cebrián no tardaron ni un solo día en poner en marcha su célebre trituradora de famas y facturadora de conciencias, esa máquina de picar carne humana que les ha hecho poderosos y multimillonarios. Cuando el citado desliz de la Lewinsky
El País
publicó todo un editorial contra el «comunicador Herrero», pidiendo su liquidación profesional, máxime al haber participado en una «conjura» contra el Gobierno de González, que por lo visto es lo que le echó del Poder, no la mayoría del PP en las urnas.

Conviene detenerse en esa famosa «conjura» con que la izquierda felipista se negaba a aceptar el veredicto de las urnas, siquiera porque Antonio dedicó bastantes horas en su último mes de vida a desmentir tan absurda patraña. El origen había sido una entrevista de su ex contertulio Luis María Anson en la revista
Tiempo
, del Grupo Zeta, con la que se desligaba de sus colegas antifelipistas y coronaba su salida de
ABC
y su entrada en la Academia del brazo de Juan Luis Cebrián marcando distancias entre una presunta derecha respetable cuanto jubilable, la suya, y un grupo de periodistas irresponsables que no dudaban enjugar con las instituciones, la democracia y lo que se terciase. ¿Y en qué consistía la «conjura»? Según Anson, fue una especie de pacto entre directores de distintos medios —Antonio Herrero (COPE), José Luis Gutiérrez (
Diario 16
), Pedro Jota (
El Mundo
) y el propio «arrepentido» Anson (
ABC
)— para «elevar el listón de la crítica» (textual) al Gobierno socialista. Pero recordemos que ese Gobierno era el responsable nada menos que de los crímenes de los GAL, del saqueo de los Fondos Reservados, de escándalos como los de Filesa y Roldan, los Guerra y Narcís Serra, Ibercorp, Rubio, Solchaga, el BOE, la Cruz Roja, el AVE y diez mil más. ¿Qué «listón» había que subir que no estuviera ya altísimo? ¿Qué acuerdo secreto necesitaban esos directores, cuando Aznar, jefe de la oposición, había proclamado atronadoramente en el Parlamento su «¡váyase, señor González!» como necesidad nacional? Pues nada, era una conjura y no las urnas lo que había desalojado a «Míster X» de La Moncloa. Es que si era una conjura resultaba más fácil pedir que «el comunicador Herrero» fuera despedido de la COPE para evitar el enfrentamiento entre la Iglesia y los socialistas. Seguramente para evitarlo y llevado por su natural moderación socialista, el candidato Borrell acababa de decir a la Iglesia en Barcelona, para atacar a Antonio y a la COPE, que «si es por rentabilidad, que monte un prostíbulo». ¿Más rentable que la red de extorsión que los amigos de Borrell habían montado en la Agencia Tributaria de Barcelona y que conocimos pocos meses después? Parece difícil. Más rentable que la COPE, seguro.

Pero el colmo de la desvergüenza del editorial de
El País
, de la denuncia de esa fantasmal conjura para criticar a un Gobierno que era un delito andante, es que Polanco sí que había orquestado una conjura absolutamente real muy pocos años antes, precisamente para encubrir los crímenes y escándalos del PSOE, mantener a González en el Poder y asegurar la continuidad de sus negocios, aunque fuera a costa de la higiene institucional y la alternancia democrática. Esa conjura fue el «Pacto de los Editores» (Polanco, Asensio, Godo y Mario Conde), que desembocó en el «antenicidio». ¿Y esos tíos se atrevían a denunciar «conjuras» y a pedir la liquidación profesional de los que, como Antonio, habían sobrevivido milagrosamente a su persecución laboral? Pues sí, se atrevían. ¿Y hasta después de muertos seguían persiguiéndoles? Pues sí, seguían. ¿Y no eran capaces de olvidar su odio por cuarenta y ocho horas? Pues no, no lo eran. En página par dieron la noticia de la muerte con este subtítulo: «Consternación del episcopado y de miembros del Gobierno». Pero faltaba insultar al muerto, y de eso se encargó Eduardo Haro Tecglen con su columna «Qué más da».

Busco mis sentimientos por la muerte de Antonio Herrero: no tengo. La pura muerte deja de impresionar a quien se ve cerca de ella: no queda la sensación de culpa de quedarse aquí, porque se queda para poco. La muerte de un enemigo ya es insignificante: otro saldrá y, además, es igual: son gentes de otras estructuras. Yo no fui enemigo de él; él lo era mío y supongo que, por mucho que me maldijese, no le importé nada. No le oía: a su hora no puedo. Me llamaban para contármelo. Lo de él, lo de Jiménez Losantos, lo de otros que no recuerdo (ah, sí, Carlos Semprún). Hace muchos años me impresionaban estas cosas: cuando murió Franco y la censura se abrió. Era lógico, se abrió para todos: buenos y malos, justos y canallas. Para la verdad y para la calumnia. ¡La abrieron ellos! Pero la verdad es siempre dudosa y la calumnia deja mucho. Tuve entonces, hace veinte años, algún susto: vi que se podía mentir, se podía minar la fama, la moral de los hombres, se podía alterar sus pensamientos, falsificar sus palabras, crearles el personaje que no eran. Sabía que era un arma de Estado: el de Franco, o de Stalin, o de Hitler, qué sé yo; pero que en la democracia no podía prevalecer. Podía: y prevalece. Quizá éste sea su mejor régimen. En los totalitarismos no se cree en nada; en las democracias se puede ser crédulo del mal. Qué grave. «Qué fuerte», dicen ahora. No le oí nunca, pero me lo contaban. Ni le conocí. Pasados los años largos de este régimen, ya me dan igual todos ellos. Sé que los suyos trataron de desmontar este periódico donde me guarezco; y, con él, una línea política que no continuaba las grandes de su afiliación. O que daría las prebendas a otros. Algunos de entre ellos, de entre sus sindicatos, sólo tenían rabia porque no escribían aquí, no tenían esta difusión. Otros, porque se habían transformado hacia su propio opuesto y no aceptaban que hubiera personas que las mantuvieran. Otros hasta por fe religiosa. Deposito mi flor en la tumba: es blanca, como la indiferencia. Quisiera tener algún sentimiento de pena por una muerte, de malestar por una pérdida o de alegría por el silencio definitivo de una voz adversa. La que me duele es otra, la de «un mendigo de la Historia española», como dice su hijo (le salió muy raro: José Luis Martín Prieto): la de un inválido del Quinto Regimiento. Al que yo vi, en aquella lejanía, como salvador. Qué curiosa es la vejez; se duele uno de lo antiguo y de lo lejano. Desprecias a algunos contemporáneos.

(El País, 5 de mayo de 1998)

Hay que reconocerles a Polanco, Cebrián y sus sicarios coherencia en la maldad, perseverancia en el odio, porfía en la doblez, continuidad en la calumnia, obstinación en la vileza, afición al daño, profesionalidad en el crimen intelectual y desenvoltura en la canallada personal. Con Antonio, aunque en su abyecta línea tradicional, se retrataron. A tal señor, tal honor.

Junto a las condolencias de oficio, previsibles y olvidables, aparecieron sin embargo en la prensa comentarios chocantes. Por ejemplo, éste de Felipe Sahagún, con su seudónimo habitual —Luis Oz— cuando escribe de radio:

Creó estilo e hizo escuela. Se enfrentó a los más grandes y triunfó en el medio más competitivo de la comunicación española: la radio privada.

Hizo de la crítica del Poder y de la independencia profesional su bandera, y arremetió contra la corrupción allí donde la descubrió como pocos periodistas españoles se han atrevido a hacer.

A quienes lo acusaron de sectario les dio una doble lección diaria, primero en Antena 3 Radio y luego en la COPE: no cañando nunca y acogiendo en sus micrófonos a todos los excluidos por el sectarismo de sus enemigos.

La mañana de la COPE, su programa de más éxito, llegó a tener, según el Estudio General de Medios, 1.764.000 oyentes entre las seis y las diez de La mañana, por delante, a esas horas, de todos sus competidores.

Su mundo estaba hecho de verdades y de mentiras, de blancos y de negros, de culpables e inocentes.

En la España del pelotazo fácil, de los Roldanes y los Rubios, de los GAL y las Filesas, no hubo otro profesional de radio que se comprometiera más a favor de la verdad.

Quienes se empeñaron y siguen empeñados en echar tierra sobre esas verdades lo desprestigiaron y lo condenaron a la hoguera.

Llamar predicador a Antonio Herrero por lo que hizo es un elogio y no un insulto. Llamarlo sectario es una flor cuando las acusaciones venían casi siempre de personas empeñadas en ocultar los escándalos más graves.

Martín Ferrand, Julián Lago, Pablo Sebastián, Nicolás Redondo, José Luis Gutiérrez, Pedro J. Ramírez, Antonio Romero, Luis María Anson, Amando de Miguel, Federico Jiménez Losantos, el juez Navarro…Sus tertulianos forman la mejor escuadra del periodismo español fuera del campamento de Prisa.

A los oyentes les dio un defensor que nunca habían tenido. A las mañanas de la radio, una frescura y un atrevimiento que muchos echarán de menos. A la información, una sinceridad que los abanderados del periodismo políticamente correcto siempre considerarán blasfema.

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