Read De La Noche a La Mañana Online
Authors: Federico Jiménez Losantos
Tags: #Ensayo, Economía, Política
Porque, entre que no podía hablar con nadie y que no conocía la redacción, no conseguía formarlo. Yo tenía la intuición clara de lo que quería, y para eso necesitaba gente profesionalmente buena y que compartiese o al menos no combatiese las ideas y valores liberales que abiertamente he defendido siempre y que, por supuesto, pensaba defender en
La linterna
. Pero que iban y van en contra de la ideología izquierdista o progre que domina aplastantemente en el gremio periodístico, COPE incluida. En rigor, yo no necesitaba un equipo sino una subdirectora que me lo hiciera; se lo propuse a Elsa González, que hacía cultura, tenía experiencia, conocía bien la casa… y que, por razones familiares, declinó la oferta. Los días pasaban y yo, entre lo clandestino del método y lo poco que, en el fondo, me apetecía pechar con el embolado nocturno, no veía a nadie que se pareciese a lo que, algo nebulosamente, buscaba. Entonces, Luis me sentó un día en el despacho que había heredado de Antonio, un minifundio caótico y atestado de papeles que contrastaba con el vecino latifundio de García, y me dijo:
—Mira, Fede, como bien sabes, a mí el equipo me lo hizo Antonio, que fue el que me recomendó como segunda a Carmen Martínez Castro, y acertó porque tenía olfato y sabía lo que iba a hacernos falta. Yo le he estado dando vueltas y creo que la Carmen que tú necesitas es Susana Moneo. Tiene experiencia en la información parlamentaria, conoce bien el gremio político, que tú detestas pero que necesitarás, da muy bien en el micrófono y además Apezarena la tiene marginada en informativos porque lleva la falda muy corta o tiene las piernas muy largas o dice que no da la imagen de COPE o yo qué sé. Sí, sí, no te rías. Pero eso te viene muy bien, porque está en los pasillos. Si quieres, yo hago la aproximación, y si acepta, como supongo, ella se encargará de organizarte un equipo apañado con lo que haya disponible en la casa. Eso, si tú quieres, naturalmente.
Naturalmente, quise. Luis hizo la aproximación y, en efecto, fue positiva. Pero yo, que sólo había visto a Susana en unas elecciones gallegas, no encontraba momento para hablar con ella, entre otras cosas porque mi designación seguía siendo un secreto. De pronto, se convirtió en secreto a voces, y un día, llaman al minifundio despachil que yo ocupaba si no estaba Luis, digo que adelante, y era toda Susana, impetuosa y sonriente:
—Bueno, ¿qué pasa? ¿Vas a contar conmigo o qué?
Me dio la risa y fue qué. Le encargué, según las indicaciones de Luis, que buscara el equipo entre lo que hubiera disponible en la casa, aunque las piezas clave estaban, lógicamente, asignadas a
La mañana
. Sólo me reservé la sección de cultura, que pensaba hacer de nueve y media a diez y para la que aún me faltaba una persona.
La encontré por casualidad. Yo me había despedido, pese a la amable insistencia del jefe de Informativos Luis Fernández y sin poder contarle
La Razón
real de mi marcha, del Fuego cruzado que hacía en Tele 5 con (o sea, contra) Carlos Carnicero en el informativo estrella, que era el de Juan Ramón Lucas. Y éste me invitó a comer en Viridiana, al lado de la COPE, para hacer el último intento de que me quedase y, si no, para despedir una colaboración que había resultado estupenda para ambas partes. A los postres, para que no insistiese más, tuve que contarle lo de
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, la absurda búsqueda clandestina de equipo y el resto de azacanadas miserias que me absorbían. Al terminar los cafés, casi de pasada, hablando de los problemas de hacer equipos, me dijo:
—Pues creo que vas a tener de prácticas a una chica que ha trabajado conmigo en la radio. Tiene muy buena voz, lee mucho, es muy seria y echa las horas que haga falta.
—Entonces es una joyita. ¿Y dices que está ahora en
La linterna
?
—Sé que está en
La linterna
este verano, pero no sé el horario que tiene.
—Chico, ya que estamos aquí al lado, entramos y si está me la presentas. ¿Y dices que lee mucho?
—Sí, sí. Bueno, entramos y si no está, no perdemos nada.
Entramos. Estaba. Era Rosana Laviada, que, efectivamente, resultó tal y como Lucas me la había descrito. Lo que no me había dicho es que era lo más parecido al sueño decente de un siciliano en Nueva York. Era exactamente lo contrario de Isabel y se hicieron enseguida inseparables. Mujer, joven, inteligente y guapa, tampoco faltaron los chismes, las envidias y las habladurías, cosa que las unió más. Lo de las mujeres de
La linterna
se convirtió en una especie de mito erótico en la casa.
Un día me paró en las escaleras Pepín Cabrales, un andaluz simpatiquísimo, antiguo torero de plata y palmero de Lola Flores, que, por azares de la vida, se había convertido en el asistente personal de García, el que le tenía siempre a punto la tortillita francesa, la manzana y demás manjares de su estricta dieta, amén del puro y del whisky caro para los invitados.
—Venga usté p’acá, don Federico; venga usté p’acá. He visto a la Susana y a esas otras dos chicas suyas y, oiga, ese muherío es un escándalo, un es-cán-da-lo, impropio de esta santa casa.
Dígame acá una cosa, pero con sinseridá, que p’a eso somos amigos: ¿uzté va a hasé
La lintenna
o los
Anheles de Charly
?
Creo que fue la primera vez que me reí de verdad en aquel maldito verano del 98.
A
quel verano lo pasamos en Alcudia. Nunca veraneamos en un lugar fijo, pero por entonces el apacentamiento de la tierna prole nos llevaba a algún lugar de Mallorca para acercar a los niños a sus abuelos, tíos y primas. Desde aquel año maldito de 1998 nos fuimos inclinando por algún apartamento de Miami que nos ahorrase las incomodidades y peligros del periodismo español, entre los cuales destacan dos: los admiradores con tiempo libre y el culto a la personalidad del famoso, letal para el propio espíritu si no es antisocial, y gravoso para el cónyuge si no es demasiado amigo de salidas, comistrajos y cenistrajos. Afortunadamente, la corta edad de los niños y el cuidado preciso para que no estrellasen sus bicicletas contra algún alemán limitaban nuestra vida social a las veladas nocturnas en la pequeña urbanización junto al mar, con unos vecinos que eran grandes seguidores de la COPE y me daban mucho ánimo para el reto de septiembre. Aunque hubiese querido, no habría podido desconectar del trabajo, como recomiendan los médicos y la experiencia. La preparación de
La linterna
me tenía colgado del teléfono tarde tras tarde (aún no me levantaba al amanecer), o discutiendo con Rosana o Isabel algún aspecto de la media hora de cultura que pensaba incorporar al programa, o haciéndole jurar por enésima vez a Susana Moneo que ella se encargaría por siempre jamás de hacer entrevistas, porque —salvo excepciones rarísimas y limitadas a asuntos culturales— yo no pensaba hacer ninguna. Susana juraba, prometía, asentía y, en su fuero interno, supongo que se reia. Y Luis Herrero, según me confesó después, veía con horror aquel proyecto de media hora de información cultural que, en una cadena privada, hundiría la audiencia y haría que se volatilizara la ya escasa publicidad.
Para mí, sin embargo, dedicar media hora, de 9.30 a 10.00 de la noche, a temas culturales no era solamente una forma de rehuir el género de la entrevista política que Luis, con paciencia hecha oficio, bordaba en ese rato. Era el primer paso de lo que consideraba esencial en el panorama político e informativo de entonces y de ahora: luchar contra la aplastante hegemonía de la izquierda en el ámbito de las ideas, los valores y la creación artística. Yo creía y creo que la COPE y cualquier medio de comunicación que pretenda defender una serie de valores con los que se identifica una audiencia determinada debe luchar en el incruento panorama de las ideas todos los días del año, sea animando a cualquiera que publique un buen libro de cualquier género en la línea que ese medio defiende, sea ayudándole a escribirlo con sugerencias al hilo de la actualidad. El sectarismo tradicional de la izquierda, llevado por el polanquismo en España a extremos de logia selectiva y gulag informativo, se ha visto pavorosamente favorecido en buena parte del franquismo y en toda la democracia por la absoluta sumisión cultural de los medios de derechas a la izquierda cultural. Con muy escasas excepciones, los políticos y periodistas de derechas buscan servilmente la legitimación de la izquierda. En consecuencia, los intelectuales de derechas, para sobrevivir, deben formar parte de ese protectorado despótico izquierdista, al modo de aquellos partidos tolerados en la Europa del Este por el régimen comunista de partido único, pero, obviamente, sólo como atrezo pluralista o decorado pseudoparlamentario de la «democracia popular».
En España, ese cinturón de derechistas tolerados no sólo atiende y controla a una clientela objetiva que, de otro modo, buscaría cauces independientes, sino que tiene otra misión más sórdida y siniestra: el silenciamiento y destrucción de cualquier alternativa ideológica y cultural que no respete la dictadura de la izquierda. El comisario jefe del imperio polanquista, Juan Luis Cebrián, y toda la caterva sectaria de
El País
y sus satélites provincianos sólo admiten en su seno a derechistas tibios, preferiblemente ucedeos y democristianos (Oliart, Tusell, Díaz-Ambrona, Herrero de Miñón) y con la condición de estar dispuestos a triturar a todos los políticos e intelectuales que no rindan culto a ese becerro de oro convencionalmente rojo y dialogantemente nacionalista. Por desgracia, eso sólo lo entendemos o lo entendemos mejor los que hicimos nuestras primeras armas políticas e intelectuales precisamente en la izquierda y en
El País
. Y por eso solía decir yo en las tertulias, y seguí diciendo al frente de
La linterna
, que desconfiaba de un liberal que no viniera vacunado y anatematizado por la izquierda; y que todo conservador agasajado en los medios de comunicación antes sería subdito de la izquierda que socio de los liberales. Ayer como hoy, la secta zurda que administra los carnés de progresismo y expide salvoconductos de demócrata sólo perdona la vida a cualquier intelectual o político no progre que por rencor, placer o necesidad ataque sistemáticamente a la derecha indócil reprochándole no ser todo lo «moderada» y «centrista» que manda la progresía. El carca bizcochable sirve así de coartada a la policía progre, al modo en que muchos presos comunistas sobrevivieron en los campos de concentración nazis: como carceleros de los demás presos.
Nihil novum sub sole
.
Por supuesto, tan donoso plan podía venirse abajo en un año si
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se apagaba en mis manos. Pero también si lucía en exceso, porque yo parecía un elemento demasiado pagado de sí mismo y de sus ideas como para que la derecha política se confiase y la izquierda y los nacionalistas lo perdonasen. Eso, cuando yo actuaba con el paraguas de Antonio o de Luis, me traía al fresco. Pero ahora tenía que abrir mi propio paraguas, en plena tormenta y con claro riesgo de que cualquier rayo me carbonizara.
Para formar el equipo, siguiendo el sabio consejo de Luis, decliné todas mis competencias (salvo cultura, que llevarían Isabel y Rosana) en Susana Moneo. Para crear ese grupo intelectual que fuera constituyéndose en alternativa al imperio prisaico conservé a algunos clásicos de Antena 3 —Amando de Miguel, Balbín, Martín Ferrand— más por continuidad que por convicción, pero sobre todo incorporé a otros que jamás habían hecho radio y que eran colaboradores de
La Ilustración Liberal
: José María Marco, Alberto Recarte, Alberto Míguez, Antonio López Campillo, Julia Escobar… y el más raro de todos, un hombre cuyos libros sobre los judíos y la revolución rusa me habían llamado la atención y había elogiado sin conocer, que también seguía mis cosas, y que un día, por casualidad y cuando ya estaba preparando el programa, se me presentó en el vestíbulo del hotel Palace: César Vidal Manzanares. Hubo muchas casualidades en la creación de ese equipo intelectual de primer orden en
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—por ejemplo, el encuentro con Recarte, a quien me presentó Regino García Badell—, pero lo que no era casual era el criterio de afinidad y complementariedad ideológica que yo tenía en la cabeza y tuve la fortuna de encontrar en la radio. El intenso trato y el debate continuo nos enriquecieron a todos, porque a despecho de la típica soberbia intelectual fuimos aprendiendo a respetar en los demás unos conocimientos y un talento nada inferiores a los nuestros y, como prueban los muchísimos libros e infinitos artículos publicados en estos siete años, esa compañía exigente nos permitió vadear las muchas lagunas históricas, políticas e ideológicas que el forzoso autodidactismo liberal impuso a dos generaciones del tardofranquismo. Yo buscaba ensamblar un grupo liberal coherente, de creyentes y no creyentes, ex comunistas y ex conservadores, que cuando criticasen a Lenin o a Pablo Iglesias, en lo económico, lo político y lo ideológico, supieran de qué estaban hablando. Buscaba un grupo y acabé encontrándome con toda una generación.
Pero antes tuve que pagar todas las inocentadas de la inexperiencia. También las de la vacilación de la casa con respecto a mí, al que habían recurrido por desesperación, no por convicción, y sólo tras fallarles estrepitosamente, por una u otra razón, sus candidatos políticamente correctos o, como se decía entonces, «poco conflictivos». Yo era conflictivo por muy diversas razones: porque como típico intelectual era soberbio y poco bizcochable, y porque ideológicamente no sólo era anticomunista, algo que a algún sector de los obispos todavía le parecía mal, sino abiertamente liberal, lo que a otro sector aún le parecía peor; y sobre todo nítidamente antinacionalista desde
Lo que queda de España
, mi primer libro, publicado en 1979 en Barcelona. Esto, en el equilibrio inestable de la Conferencia Episcopal de finales de 1998, era lo peor de todo, el auténtico tabú. Enemigo del comunismo, pase, porque el mismísimo Papa lo era; pero del nacionalismo… resultaba inconveniente. Te situaba entre la piedad y el ¡vade retro!
Para colmo, yo había sido víctima del terrorismo catalanista, y en Cataluña y en toda la España de entonces, antes de la gran tarea dignificadora del Gobierno de Aznar, los verdugos y los medios de comunicación, valga la redundancia, reducían a las pocas víctimas que sobrevivían, aunque fuera mutiladas o maltrechas pero sin caer en el síndrome de Estocolmo, a la condición de muertos en vida, como testigos incómodos de la voluntad sepulturera y amnésica de la mayoría. El hecho de ser antiseparatista o antiizquierdista te llevaba a tropezar contra el mismo muro de silencio hostil y, si eras capaz de romperlo con alguna obra, contra el mismo tipo de agresión personalizada, la misma descalificación calumniosa, el mismo descrédito, desde
El País
a
La Vanguardia
. Enfrentarse a ese muro suponía entonces —más aún que ahora— renunciar a los premios literarios, al prestigio social, a las prebendas materiales y a ese algo impalpable pero inequívoco dentro del mundointelectual que diferencia el ser uno más de la tribu literaria o un letrado paria. Sin embargo, y eso explica muchas cosas que han sucedido después, incluso para
El País
resultaba peor en la derecha o en la izquierda ser antinacionalista que anticomunista, porque desde 1993, con tal de impedir la alternativa democrática de derechas, la izquierda intelectual en pleno abrazó la causa de la destrucción de España si la mitad de ella, la de derechas, no renunciaba al Poder. Y claro, si además tenías el sacrilego atrevimiento de ser antifelipista y/o antipolanquista, estabas muerto. Eso, para empezar. Luego llegaba el aventamiento de las cenizas.