—Tonterías. Miles es oficial de SegImp. Hijo del Primer Ministro o no, van a buscarlo de todos modos. La lealtad hacia los suyos es uno de los pocos encantos de SegImp.
—Van a buscar hasta los límites de lo razonable. Sólo como Primer Ministro puedo obligarlos a ir más allá.
—No lo creo. Pienso que Simon Illyan se sacrificaría enteramente por ti aunque estuvieras muerto y enterrado, mi amor.
Cuando el conde habló de nuevo, su voz sonaba cansada.
—Yo estaba listo para irme hace tres años. Quería dárselo todo a Quintillan.
—Sí. Me puse tan contenta…
—Si no se hubiera muerto en ese estúpido accidente… Una tragedia sin sentido. Ni siquiera fue un asesinato…
La condesa se echó a reír.
—Si no fue asesinato, según los baremos de Barrayar, esa muerte es realmente un desperdicio. Pero en serio, es hora de dejar el cargo, Aral.
—Más que hora —coincidió el conde.
—Suéltalo.
Ya
.
—Apenas sea seguro.
Ella hizo una pausa.
—Nunca vas a estar lo suficientemente gordo, mi amor. Suéltalo de todos modos.
Mark estaba paralizado, con una pierna cosida a alfilerazos. Se sentía arrasado y atormentado, más agotado y golpeado que en el callejón. La condesa era una luchadora científica, de eso no había duda.
El conde rió un poco. Pero esta vez, no contestó. Para alivio de Mark, los dos se levantaron y salieron de la biblioteca juntos. Apenas se cerró la puerta, él rodó de la silla hacia el suelo, y movió las piernas y brazos para recuperar la circulación. Estaba temblándose y sacudiéndose. Tenía un nudo en la garganta pero por fin consiguió toser, una tos bendita que le facilitó la respiración. No sabía si reír o llorar, tenía ganas de hacer las cosas al mismo tiempo y terminó estornudando y mirando cómo le subía y bajaba el vientre bajo la ropa. Se sentía obeso. Se sentía loco. Sentía la piel transparente, sentía que cualquiera que pasara a su lado podría señalar sus órganos personales con el dedo.
Pero cuando de pronto recuperó el aliento y terminó con la tos, se dio cuenta de que no era miedo. No del conde y la condesa, por lo menos. Sus caras privadas y sus caras públicas eran… inesperadamente coherentes. Le parecía que podía confiar en ellos. No era que no fueran a lastimarlo sino más bien que podía creer que eran lo que parecían ser. Al principio no encontraba una palabra para eso, esa sensación de unidad personal. Luego se le ocurrió.
Ah, ése es el aspecto de la integridad. No lo sabía
.
La condesa cumplió su promesa, o amenaza, de mandar a Mark a una visita con Elena. Las siguientes semanas se caracterizaron por frecuentes excursiones a Vorbarr Sultana y los Distritos vecinos, orientadas sobre todo a lo cultural e histórico, incluyendo una visita privada a la Residencia Imperial. Gregor no estaba allí ese día, para alivio de Mark. Seguramente habían visto todos los museos de la ciudad. Elena, tal vez con órdenes explícitas, también lo arrastró a una docena de universidades, academias y escuelas técnicas. Mark se alegró de saber que no todas las instituciones del planeta entrenaban oficiales militares; en realidad, la más grande y más populosa de la capital era el Instituto de Ingeniería y Agricultura del Distrito de Vorbarra.
Elena siguió mostrándose impersonal en presencia de Mark. Fueran cuales fuesen sus sentimientos en su primera visita a su viejo hogar en una década, casi nunca se le notaban bajo la máscara, excepto alguna ocasional exclamación de sorpresa frente a un cambio inesperado: nuevos edificios, viejas manzanas de casas derribadas, calles con un nuevo trazado. Mark sospechaba que el ritmo frenético de las visitas era una excusa para que ella no tuviera que hablarle. Llenaba los silencios con conferencias. Mark empezó a sentir deseos de haberse quedado con Ivan. Tal vez su primo lo habría llevado a un bar, para cambiar.
El cambio llegó una noche cuando el conde volvió abruptamente a la Casa Vorkosigan y anunció que se iban todos a Vorkosigan Surleau. En una hora, Mark se descubrió con sus cosas dentro de un volador. Viajaba con Elena, el conde Vorkosigan, y Pym en la oscuridad, rumbo a la residencia de verano de los Vorkosigan en el sur. La condesa no iba con ellos. La conversación varió de tensa a inexistente, excepto un lacónico código ocasional entre el conde y Pym, frases todas sin terminar. Las montañas Dendarii se alzaron por fin en el horizonte, una mancha oscura contra las nubes y las estrellas. El volador trazó un círculo sobre un lago que brillaba vagamente y aterrizó colina arriba frente a una enorme casa de piedra, encendida y preparada por otros sirvientes humanos. Los guardias de SegImp que cuidaban al Primer Ministro eran formas discretas que salían de un segundo volador.
Como ya era casi medianoche, el conde se limitó a orientar a Mark en el interior de la casa y dejarlo en una habitación de huéspedes del primer piso con vistas al lago y a la ladera de la colina. Mark se reclinó entonces contra el alféizar de la ventana y miró a la oscuridad con los ojos bien abiertos.
¿Por qué me has traído aquí?
, pensó dirigiéndose al conde. Vorkosigan Surleau era la más privada de las residencias de los Vorkosigan, el corazón emocional y cuidado del reino personal del conde, esparcido por el planeta. ¿Habría pasado alguna prueba? ¿Lo habrían llevado allí por eso, o la prueba era Vorkosigan Surleau? Seguía con sus preguntas cuando se fue a la cama a dormir.
Se despertó parpadeando bajo el sol de la mañana que entraba en diagonal a través de la ventana que no había vuelto a abrir la noche anterior. Algún sirviente le había colocado la ropa más informal en el armario. Descubrió un baño al otro lado del vestíbulo. Después de lavarse y vestirse, salió en una cuidadosa búsqueda de la humanidad. Una mujer de la cocina le dijo que saliera si quería ver al conde, pero por desgracia no le ofreció nada para el desayuno.
Mark caminó por un sendero empedrado hacia un bosquecillo de árboles importados de la Tierra, con las hojas verdes algo manchadas y extrañas con la llegada del cambio otoñal. Árboles viejos, muy grandes. El conde y Elena estaban cerca del bosquecillo, en un jardín rodeado de paredes que servía como cementerio de la familia Vorkosigan. La residencia de piedra había sido en otro tiempo un cuartel para los guardias que servían en el ruinoso castillo frente al lago; el cementerio había recibido una vez a los caídos entre los guardias.
Mark levantó las cejas. El conde era una mancha violenta de color en su uniforme militar más formal, rojo y azul, los colores imperiales que se usaban para los desfiles. Elena llevaba un traje de terciopelo gris de los Dendarii, con botones de plata y líneas blancas en las piernas. Estaba arrodillada frente a un brasero plano de bronce sobre un trípode. Llamas anaranjadas temblaban allí dentro y el humo se elevaba lentamente y desaparecía en el aire dorado y neblinoso de la mañana. Estaban quemando una ofrenda a los muertos. Mark se detuvo sin saber qué hacer junto al portón de la cerca de piedra baja. ¿A quién le hacían la ofrenda? Nadie le había invitado.
Elena se levantó; ella y el conde hablaron un rato mientras la ofrenda, fuera lo que fuese, se convertía en cenizas. Un momento después, Elena plegó una tela, levantó el brasero del trípode y distribuyó las cenizas grises y blancas sobre la tumba. Limpió la vasija de bronce y la colocó, junto con el trípode plegado, en una bolsa marrón con bordados en plata. El conde echó una mirada sobre el lago, divisó a Mark junto al portón y asintió. No era exactamente una invitación, pero tampoco era un rechazo.
Elena dijo algo al conde y salió del jardín. El conde la saludó militarmente. Ella hizo un gesto con la cabeza al pasar frente a Mark. Tenía la cara solemne aunque a Mark le pareció que estaba menos tensa, con una expresión menos hermética de la que había tenido desde la llegada a Barrayar. Esta vez el gesto del conde era una clara señal para que entrara. Intrigado, aunque incómodo, Mark se deslizó por el portón y caminó haciendo ruido en la grava.
—¿Qué… qué pasa? —consiguió preguntar por fin, con un tono demasiado alegre, aunque el conde no pareció tomárselo a mal.
Señaló una tumba a sus pies:
Sargento Constantine Bothari
, y las fechas.
Fidelis
.
—Descubrí que Elena nunca había quemado una ofrenda para su padre. Fue mi guardaespaldas durante dieciocho años y antes sirvió conmigo en las guerras del espacio.
—El guardaespaldas de Miles. Eso lo sabía. Pero lo mataron antes de que Galen empezara a entrenarme y no le dedicó demasiado tiempo.
—Debería haberlo hecho. El sargento Bothari fue muy importante para Miles. Y para todos nosotros. Bothari era… un hombre difícil. No creo que Elena haya reconocido eso jamás. Supongo que necesitaba llegar a cierta aceptación para estar bien consigo misma.
—¿Difícil? Criminal, me dijeron.
—Eso es muy… —El conde dudó. Mark esperaba que agregara
injusto
o
falso
, pero la palabra que finalmente eligió fue —:
incompleto
.
Caminaron entre las tumbas mientras el conde guiaba a Mark como en una visita. Parientes y servidores… ¿quién era el mayor Amor Klyeuvi? A Mark le recordaba todos los museos de la ciudad. La historia de la familia Vorkosigan desde la Era del Aislamiento encerraba la historia de Barrayar. El conde señaló a su padre, a su madre, a su hermano, a su hermana, y a sus abuelos Vorkosigan. Seguramente los que habían muerto antes de esa fecha estaban enterrados en la vieja capital del Distrito, en Vorkosigan Vashnoi, y se habían desvanecido junto con la ciudad en la invasión cetagandana.
—Quiero que me entierren aquí —comentó el conde, mirando al lago y las colinas pacíficas más allá. La niebla de la mañana se estaba desvaneciendo de la superficie, y el brillo del sol empezaba a rielar sobre las ondas—. Evitar esa multitud del cementerio imperial de Vorbarr Sultana. Querían enterrar allí a mi pobre padre. Y tuve que discutir con ellos por eso, a pesar de su testamento. —Señaló la piedra con la cabeza.
General Conde Piotr Pierre Vorkosigan
, y las fechas. Al parecer, el conde había ganado la discusión. Los condes.
—Cuando era niño pasé aquí algunos de los meses más felices de mi vida. Y después, el casamiento, la luna de miel. —Una sonrisa torcida se filtró a través de sus facciones—. Concebimos aquí a Miles. Y por tanto, en cierto modo, también a ti. Mira alrededor. Éste es su lugar de origen. Después del desayuno, voy a cambiarme y te voy a mostrar más cosas.
—Ah… Entonces nadie ha comido nada todavía.
—Antes de quemar una ofrenda, hay que ayunar. Creo que por eso lo hacen al amanecer. —El conde esbozó una sonrisa.
Evidentemente, el glorioso uniforme de desfile no le servía para otra cosa en ese lugar y tampoco el vestido gris a Elena. Los habían incluido en el equipaje especialmente para eso. Mark echó una mirada al reflejo distorsionado de sí mismo en las botas del conde, pulidas como espejos. La superficie convexa lo amplió a proporciones grotescas. ¿Su futuro yo?
—¿Para eso hemos venido aquí, para que Elena hiciera esa ceremonia?
—Entre otras cosas.
Ominoso. Mark siguió al conde de vuelta a la gran casa de piedra. Se sentía oscuramente inquieto.
El mayordomo sirvió el desayuno en un patio soleado al final de la casa, un lugar cerrado por arbustos floridos y plantas excepto en una parte para contemplar el lago. El conde reapareció en viejos pantalones negros y una túnica de estilo campestre, suelta y con cinto. Elena no se reunió con ellos.
—Quería caminar —explicó el conde—. Y es lo que vamos a hacer nosotros. —Prudentemente, Mark devolvió el tercer panecillo dulce a su canasta cubierta.
Muy pronto se alegró de haberse dominado porque el conde lo llevó directamente colina arriba. Treparon un rato, y luego se detuvieron para recuperarse. La vista del gran lago, retorciéndose entre las colinas, era muy hermosa. Mark se quedó sin el poco aliento que le quedaba. Al otro lado había un pequeño valle salpicado de viejos establos de piedra y dehesas cultivadas de plantas verdes de la Tierra. El conde llevó a Mark hasta el portón y se inclinó sobre él, pensativo.
—Ese ruano de allí es el caballo de Miles. Estos últimos años lo descuidaron bastante. Miles no siempre tenía tiempo de montarlo cuando estaba en casa, lo cual tampoco sucedía con mucha frecuencia. Cuando Miles lo llamaba, venía corriendo. Era de lo más emocionante ver a ese caballazo haragán levantarse y venir corriendo. —El conde hizo una pausa—. Podrías intentarlo.
—¿Qué? ¿Llamar al caballo?
—Me gustaría ver si el caballo nota la diferencia. Vuestras voces son… muy parecidas al oído.
—Me entrenaron para eso.
—Su nombre es… Ninny. —Y cuando Mark lo miró, agregó —: Un nombre de establo, de mascota.
Su nombre es Gordo Ninny. Lo cambiaste por mí. Ja
.
—¿Y qué hago? ¿Me paro ahí y grito «Hey, Ninny, Ninny, Ninny»? —Se sentía como un tonto.
—Tres veces.
—¿Qué?
—Miles siempre repetía el nombre tres veces.
El caballo estaba de pie al otro lado del corral, las orejas levantadas, mirándolos. Mark respiró hondo y llamó en su mejor acento de Barrayar:
-Hey, aquí, Ninny, Ninny, Ninny. ¡Aquí, Ninny, Ninny, Ninny!
El caballo relinchó, y trotó hasta el portón. No es que corriera pero pateó una vez, en medio del campo. Llegó con un bufido que esparció un chorro de gotas de vapor sobre Mark y el conde. Se inclinó sobre el portón, que crujió y se torció. De cerca, era enorme. Metió la cabezota sobre los alambres. Mark retrocedió con rapidez.
—Hola, viejo. —El conde le palmeó el cuello—. Miles siempre le da azúcar —aconsejó a Mark por encima del hombro.
—¡Con razón viene corriendo! —dijo Mark, indignado. Y él que había creído que era el efecto yo-amo-a-Naismith.
—Sí, pero Cordelia y yo también le damos azúcar y con nosotros no viene corriendo. Viene pero se toma su tiempo.
El caballo lo miraba con total sorpresa, Mark estaba seguro de ello. Un alma más a la que había traicionado al no ser Miles. Pronto llegaron también los otros dos caballos, enzarzados en algún tipo de rivalidad fraternal: una multitud maciza decidida a no perderse nada. Mark preguntó amedrentado:
—¿Ha traído azúcar?
—Sí, sí —dijo el conde. Sacó media docena de terrones blancos de su bolsillo y se los entregó a Mark. Con mucha cautela, Mark se puso un par en la palma y extendió el brazo todo lo que pudo. Con una especie de chillido, Ninny bajó las orejas y mordió a los dos costados para echar a sus rivales, luego las levantó de nuevo, modestamente, y cogió el azúcar con grandes labios de goma, dejando un rastro de suciedad verde en la palma de Mark. Mark se frotó la mano en la cerca, pensó en el pantalón y terminó por secarse el resto contra el cuello brillante del caballo. Una vieja cicatriz interrumpía la suavidad de la piel bajo su mano. Ninny lo empujó con la cabeza y Mark retrocedió fuera de su alcance. El conde restauró el orden de la multitud con un par de gritos y palmadas —
ah, como en la política de Barrayar
, pensó Miles con irreverencia —y se aseguró de que los otros dos también recibieran algo. Después, se limpió en los pantalones, sin problemas.