Ella lo besó. Fue un beso muy largo, placentero al principio y preocupante después. Se desprendió para preguntar:
—Rosa, ¿qué está pasando?
—Creo… creo que te amo.
—¿Y eso es un problema?
—Sólo para mí. —Consiguió una sonrisa breve, triste—. Ya lo voy a dominar.
Él le cogió la mano, siguió con el dedo el tendón y las venas. Ella tenía manos brillantes. Él no sabía qué decir.
Ella lo levantó.
—Ven. —Fueron cogidos de la mano hasta la entrada del tubo elevador del departamento de Azucena. Allí, ella lo soltó para poner la palma en la cerradura y ya no volvió a tocarlo. Se elevaron juntos y salieron hacia la sala de Azucena.
Azucena estaba sentada, erguida y formal en su gran sillón, el cabello blanco recogido en una trenza gruesa que se le deslizaba desde el hombro hasta el regazo. La estaba atendiendo Halcón, de pie detrás de ella, en silencio.
No es un ayudante. Es un guardaespaldas
. La doctora Durona estaba rodeada por tres extraños que llevaban uniformes grises cuasimilitares con bordes blancos, dos mujeres sentadas y un hombre de pie. Una de las mujeres tenía rulos negros y ojos castaños que se volvieron hacia él con una mirada que le dolió. La otra, la mujer mayor, tenía el cabello castaño un poco manchado de gris. Pero el que lo dejó sin habla fue el hombre.
Dios mío. Es mi otro yo
.
O… no-yo
. Estaban de pie, frente a frente. El otro iba muy acicalado, las botas limpias, el uniforme planchado y formal, su mera apariencia un saludo militar a Azucena. La insignia brillaba en su collar.
Almirante… ¿Naismith? Naismith
era el nombre bordado sobre el pecho de la chaqueta del oficial. Un suspiro hondo, un pestañeo eléctrico de los ojos grises y una media sonrisa convertía la cara del hombre pequeño en algo que estaba terriblemente vivo. Si él era una sombra huesuda de sí mismo, el otro era dos veces él. Robusto, cuadrado, musculoso, con los miembros fuertes y una papada notable.
Tenía el aspecto
de un oficial importante, el cuerpo balanceado sobre piernas rudas abiertas en la posición de descanso agresiva de un bulldog demasiado gordo. Así que ése era Naismith, el famoso salvador que tanto deseaba Azucena. A él le resultaba fácil creerlo.
Su fascinación total con el gemelo clon se abrió en dos de pronto, atravesada por una idea horrenda y cada vez más clara.
Soy el clon equivocado
. Azucena acababa de gastar una fortuna en el clon que no valía nada. ¿Hasta dónde podía llegar su enojo? Para una líder jacksoniana, un error tan enorme debía de ser algo así como hacerse un golpe de estado a sí misma. Azucena miraba a Rosa con expresión dura y firme.
—Es él, sí —jadeó la mujer con los ojos brillantes. Tenía los puños apretados sobre el regazo.
—¿La conozco a usted, señora? —preguntó él con amabilidad, con cuidado. El calor de antorcha de ella lo perturbaba. Medio inconscientemente, se acercó un poco a Rosa.
La expresión de la mujer era como de mármol. Sólo un pequeño ensanchamiento en los ojos, el gesto de alguien al que atraviesan el plexo solar con un rayo láser, revelaba un intenso sentimiento de… ¿Amor? ¿Odio? Tensión… Él sintió crecer el dolor de cabeza.
—Como ven —dijo Azucena—, vivo y en buen estado. Volvamos a discutir el precio. —La mesa redonda estaba cubierta de tazas y migas… ¿cuánto hacía que se desarrollaba esa reunión?
—Lo que usted quiera —dijo el almirante Naismith, jadeando—. Pagamos y nos vamos.
—Un precio razonable. —La mujer de cabello castaño miró a su comandante. La mirada era extrañamente dominante—. Vinimos a buscar un hombre, no un cuerpo animado. Si le hicieron mal el tratamiento de recuperación, queremos un descuento por mercancía dañada… —Esa voz, esa voz aguda, irónica…
Yo te conozco
.
—El tratamiento ha sido perfecto —dijo rosa, enojada—. Si hubo algún problema, fue debido a su prepa… —La mujer frunció el ceño con furia—. Pero se está recuperando bien. El progreso es evidente, día tras día. Es demasiado pronto. Lo están presionando mucho. —¿Una mirada a Azucena?—. La tensión y la presión detienen los resultados que tratan de acelerar. Él mismo se exige
demasiado
, se hace un lío, se…
Azucena levantó una mano para aplacarla.
—Eso dice mi especialista en crío-terapia —le dijo el almirante—. Su hermano clon está en estado de recuperación y cabe esperar que mejore. Si eso es lo que usted desea…
Rosa se mordió el labio. La mujer enojada se mordió la punta del dedo.
—Ahora vayamos a lo que yo deseo —siguió Azucena—. Y lo que yo deseo no es dinero. Espero que eso lo satisfaga. Hablemos un poco de historia reciente. Reciente desde mi punto de vista, quiero decir.
El almirante Naismith miró afuera a través de las grandes ventanas cuadradas que mostraban otra tarde oscura de invierno jacksoniano, con nubes bajas que empezaban a escupir nieve. La pantalla de fuerza chispeaba, en silencio, comiéndose las partículas de hielo.
—Tengo la historia reciente todo el tiempo en la mente, señora —le dijo el almirante a Azucena—. Si usted la conoce, sabe por qué no quiero quedarme aquí demasiado tiempo. Vayamos al grano, por favor.
Eso iba en contra de la etiqueta de negocios en Jackson, que exigía un poco más de circunloquios, pero Azucena asintió.
—¿Cómo está el doctor Canaba en estos días, almirante?
—¿Qué?
Sucintamente para ser jacksoniana, Azucena describió de nuevo el destino del especialista en genética.
—La suya, almirante, es la organización que hizo desaparecer completamente a Hugh Canaba. La suya es la organización que arrancó a diez mil prisioneros de guerra debajo de las narices de sus captores cetagandanos en Dagoola Cuatro y yo admito que fue espectacular, justamente porque en realidad no desaparecieron. En algún lugar entre esos dos extremos está el destino de mi pequeña familia. Perdóneme mi pequeña broma si le digo que a mí me parece que usted es exactamente lo que necesitamos por prescripción médica.
Los ojos de Naismith se abrieron más, se frotó la cara, respiró entre dientes y consiguió sonreír.
—Ya veo, señora. Bueno. En realidad un proyecto como el que usted sugiere puede ser negociable, sobre todo si usted cree que le gustaría reunirse con el doctor Canaba. Claro que no estoy preparado para sacar ese proyecto del bolsillo esta misma tarde… Supongo que usted lo entiende… —Azucena asintió—. Pero en cuanto establezca contacto con mis refuerzos, creo que podremos acordar algo…
—Entonces, en cuanto establezca contacto con sus refuerzos, vuelva aquí, almirante, y su hermano clon estará disponible para usted.
—¡No…! —empezó a decir la mujer impetuosa, intentando levantarse, pero su compañera la cogió del brazo y meneó la cabeza y ella se dejó caer de nuevo en el asiento—. De acuerdo, Bel —musitó.
—Esperábamos llevárnoslo hoy —dijo el mercenario, mirando al paciente-prisionero. Los ojos de los dos se tocaron, sobresaltados. El almirante desvió la vista, como protegiéndose de un estímulo demasiado fuerte.
—Ah, sí, pero como puede ver, eso me privaría de mi mejor arma de negociación —murmuró Azucena—. Y el trato de siempre, mitad por adelantado y mitad a la entrega, en este caso resulta obviamente impracticable. Tal vez una suma modesta de dinero como paga y señal le haría sentirse más seguro.
—Parecen haberlo cuidado bien por ahora —dijo la mujer de cabello castaño.
—Pero también le daría a usted la oportunidad —dijo el almirante con el ceño fruncido —de subastarlo a otros interesados. Pero tenga cuidado. Ni se le ocurra empezar una guerra al estilo quién da más en esto, señora. Podría convertirse en una guerra real.
—Sus intereses están protegidos por sus cualidades, almirante. Usted es único. Sólo usted tiene lo que yo quiero en Jackson's Whole. Y, según creo, viceversa. Estamos en buena posición para hacer un Trato.
Para una jacksoniana, era algo así como retroceder para alentar al otro.
¡Acéptalo, cierra el trato!
, pensó él y después se preguntó por qué. ¿Qué quería esa gente de él? Fuera, una ráfaga de viento barrió la nevada en una cortina cegadora, arremolinada. La nieve golpeó las ventanas.
Golpeó las ventanas…
La segunda en darse cuenta fue Azucena. Los ojos grandes se abrieron más. Ninguno de los otros había notado todavía esa ausencia de brillo. La mirada de ella, asustada, se encontró con la de él, que volvía de la primera mirada hacia fuera.
Los labios de Azucena se abrieron para hablar.
La ventana estalló hacia dentro.
Era un vidrio de seguridad: en lugar de astillas desgarradoras, lo que los bombardeó fue una lluvia de perdigones calientes. Las dos mujeres mercenarias saltaron sobre sus pies, Azucena gritó y Halcón se le puso delante, con un bloqueador en la mano. Un enorme coche aéreo asomaba por la ventana y uno, dos, tres, cuatro soldados grandes saltaron a través de los restos. Tenían trajes transparentes por encima de los escudos contra destructores nerviosos, las caras cubiertas por capuchas y los ojos protegidos por gafas. El fuego del bloqueador de Halcón se convertía en chispas inofensivas sobre ellos.
¡Conseguirías más si les tiraras el maldito bloqueador a la cabeza!
Él miró a su alrededor buscando un arma, un proyectil, un cuchillo, una silla, una mesa, algo con qué atacar. Por encima del ruido le llegó una voz diminuta de mujer desde uno de los comus de las mujeres mercenarias:
—Quinn, Elena. Algo acaba de bajar la pantalla de fuerza del edificio. Leo descargas de energía… ¿qué diablos pasa ahí? ¿Quieres refuerzos?
—¡Sí! —gritó la mujer impetuosa, rodando para evitar el rayo de un bloqueador que dio sobre la alfombra y la llenó de crujidos.
Bloqueadores
. Entonces, el asalto era un secuestro, no un asesinato. Halcón terminó por darse cuenta de lo que tenía que hacer y levantó la mesa redonda para lanzarla contra los atacantes. Golpeó a uno pero otro le dio en pleno cuerpo con el bloqueador. Azucena estaba inmóvil, mirándolo todo con amargura. Una ráfaga de viento frío le movía la seda sobre las piernas. Nadie le disparaba a ella.
—¿Quién es Naismith? —estalló la voz amplificada de uno de los soldados. Los Dendarii debían de haberse escabullido hacia el vestíbulo; la del cabello castaño peleaba cuerpo a cuerpo con uno de los intrusos. A él no le quedaba opción. Cogió la mano de Rosa y se protegió detrás de una silla, tratando de llegar hasta el tubo elevador.
—Llévate a los dos —gritó el líder sobre el estruendo. Un soldado saltó hacia el tubo elevador para cortarles la retirada; la punta triangular del bloqueador brilló en la luz mientras apuntaba.
—¡Una mierda! —gritó el almirante, atropellando al soldado. El soldado tropezó y se le desvió la puntería. Lo último que vio mientras se alejaba con Rosa hacia el tubo elevador fue un rayo de bloqueador del líder golpeando a Naismith en la cabeza. Los otros Dendarii estaban en el suelo.
Bajaron demasiado lentamente. Si él y Rosa llegaban a los generadores de la pantalla de fuerza, ¿podrían encenderla otra vez y atrapar a los atacantes dentro del edificio? El fuego del bloqueador los siguió, rebotando contra las paredes del tubo elevador. Se retorcieron en el aire, aterrizaron de pie y corrieron hacia el pasillo. No había tiempo para explicaciones: él cogió la mano de Rosa y la puso sobre la cerradura de palma mientras golpeaba con el codo el botón que cortaba la energía. El soldado que los seguía lanzó un grito y cayó desde tres metros, no de cabeza pero en fin…
Él hizo un gesto de horror al oír el ruido del impacto y empujó a Rosa por el corredor.
—¿Dónde está el generador? —aulló por encima del hombro. Había otras Durona, corriendo, alarmadas, en todas direcciones. Un par de guardias verdes de Fell saltaron al final del corredor y se alejaron hacia el tubo elevador final. ¿Pero de qué lado estaban? Él empujó a Rosa hacia la primera puerta abierta.
—¡Ciérrala! —jadeó. Ella lo hizo. Estaban en una de las residencias de las Durona. Un callejón sin salida, pero él supuso que la ayuda estaba de camino. Lo que no sabía era para quién era la ayuda, claro…
Algo acaba de bajar la pantalla de fuerza
… Desde dentro. Eso sólo podía hacerse desde dentro. Él se inclinó un poco, la boca abierta buscando aire, los pulmones ardiendo, el corazón aterrorizado y el pecho lleno de dolor mientras una oscuridad le llenaba los ojos. Fue tropezando hasta la ventana, mientras hacía un esfuerzo por entender la situación táctica. Había gritos y ruidos de golpes que llegaban con fuerza desde la pared del corredor.
—¿Cómo hicieron esos hijos de puta para bajar la pantalla? —le silbó a Rosa, aferrándose al alféizar de la ventana—. No oí la explosión… ¿traidor?
—No sé —contestó ella, nerviosa—. Eso es de seguridad de perímetro externo. Los hombres de Fell se encargan de todo eso.
Él volvió a mirar el estacionamiento congelado. Un par de hombres de verde lo atravesaban a la carrera, gritando y señalando hacia arriba, refugiándose detrás de un vehículo estacionado y apuntando con un arma de proyectiles. Otro guardia les hizo gestos negativos y urgentes: un pequeño error de puntería y el disparo destruiría el departamento de Azucena con todos los que estaban dentro. Los otros asintieron y esperaron.
Él estiró el cuello, tratando de mirar hacia arriba y hacia la izquierda. El coche aéreo armado esperaba todavía frente a la ventana del estudio de Azucena.
Los asaltantes se retiraban. ¡Mierda! No había posibilidades con la pantalla de fuerza.
Soy demasiado lento
. El coche aéreo se sacudió mientras subían los soldados de los atacantes. Él vio las manos que arrastraban a una pequeña figura vestida con uniforme gris, seis pisos por encima del cemento. Subieron a un soldado herido de la misma forma. No dejaban hombres ni mujeres con vida para futuros interrogatorios. Rosa, con los dientes apretados, tiró de él hacia atrás.
—¡Fuera de la línea de fuego!
Él se resistió.
—¡Se están escapando! —protestó—. Deberíamos luchar ahora que estamos en nuestro…
Otro coche aéreo se elevó en la calle, más allá de la pared del edificio del Grupo. Un modelo civil, pequeño, sin armas, sin armadura, que luchó por ganar altura. Él vio a una figura de gris en los controles, los dientes blancos apretados y brillantes en una mueca. El coche armado de los asaltantes se alejó de la ventana. El vehículo de los Dendarii trató de alcanzarlo, de hacerlo bajar. Hubo chispas, plástico que crujía y ruido de metales, pero el coche armado se lo sacudió todo. El otro coche dio la vuelta y aterrizó en el pavimento con un ruido agónico.