¡Aleluya! Una figura alta y femenina caminaba por el sendero delante de él. Elena, que volvía al establo. No sólo estaba en el camino correcto sino que además había encontrado ayuda. Trató de gritar pero sólo le salió un graznido, aunque ella lo oyó, y al verlo se detuvo. Él llegó, tambaleándose.
—¿Qué diablos te pasa? —La frialdad e irritación iniciales se fueron transformando en curiosidad y alarma.
Mark jadeó:
—El conde… se ha puesto enfermo… en el bosque. ¿Puede… los guardias… que suban?
Las cejas de ella se unieron, llenas de sospechas.
—¿Enfermo? Hace una hora estaba bien.
—
Muy
enfermo, por favor, rápido, ¡rápido!
—¿Qué le has hecho? —empezó ella, pero la angustia de él era tan palpable que dominó sus malos pensamientos—. Hay un comu en el establo, es lo que queda más cerca. ¿Dónde lo has dejado?
Mark hizo un gesto vago hacia atrás.
—Allí… No sé cómo se llama el lugar. En el sendero, donde hacían picnics. ¿Tiene sentido eso? ¿Pero es que los guardias de SegImp no tienen rastreadores? —Se dio cuenta que prácticamente estaba golpeando el suelo con los pies de impaciencia—. Usted tiene las piernas más largas. ¡Vaya!
Ella le creyó por fin y echó a correr, dirigiéndole una mirada que casi lo despellejó de furia.
Yo no lo hice
… Él se volvió hacia donde había dejado al conde. Se preguntó si no debería estar corriendo en el otro sentido, para protegerse. Si robaba un volador y volvía a la capital, ¿no conseguiría que una de las embajadas galácticas le diera asilo político?
Ella cree que yo… todos van a pensar que
… Si incluso él desconfiaba de sí mismo, ¿por qué no iban a hacerlo los barrayaranos? Tal vez lo mejor era ahorrar esfuerzos y matarse allí mismo, en aquel bosque estúpido. Pero no tenía armas y a pesar de lo duro del terreno, no había acantilados lo suficientemente altos para arrojarse y estar seguro de morir en la caída.
Al principio, Mark creyó que había vuelto a perderse. Seguramente el conde no podía haberse levantado y echar a andar… no. Allí estaba, de espaldas junto a un tronco caído. Respiraba jadeando, el aire superficial en los pulmones, con pausas demasiado largas entre una toma de aire y otra, los brazos cruzados, claramente peor que cuando Mark lo había dejado. Pero no estaba muerto. No, todavía no estaba muerto.
—Hola, muchacho —bufó como bienvenida.
—Elena trae ayuda —prometió Mark, lleno de ansiedad. Levantó la vista y miró alrededor. Escuchó.
Pero todavía no han llegado
.
—Bien.
—No… no hable…
El conde soltó una risa, un bufido de efecto aún más horrible sobre su respiración entrecortada.
—Sólo Cordelia… ha logrado que… me calle… —Pero se quedó callado después de pronunciar la frase. Mark le permitió la última palabra, con prudencia, para que no siguiera hablando.
Vive, coño. No me dejes así
.
Un sonido familiar hizo que Mark levantara la vista. Elena había resuelto el problema del transporte a través de los árboles con una bici-flotante. Un hombre de SegImp, uniformado, iba tras ella, agarrado a su cintura. Elena llevaba la bici a través de las ramas y al bajar rompió algunas. No hizo caso del golpe de las hojas, que le dejaron señales rojas en la cara. El hombre de SegImp descendió de la bici cuando aún estaba a medio metro del suelo.
—Apártese —le ladró a Mark. Por lo menos tenía un equipo médico—. ¿Qué le ha hecho?
Mark retrocedió hacia Elena.
—¿Es médico?
—No, es un tecno. —Elena también jadeaba.
El tecnomed levantó la vista e informó.
—Es el corazón, pero no sé ni qué le sucede ni por qué ha pasado. Que el médico del Primer Ministro no venga aquí, que vaya a Hassadar. Ahora mismo. Creo que vamos a necesitar las instalaciones.
—De acuerdo. —Elena ladró órdenes en el comu.
Mark trató de poner al conde sobre la bici, entre Elena y el hombre. El tecno lo miró furioso.
—¡No lo toque!
El conde, a quien Mark había creído casi inconsciente, abrió los ojos y susurró:
—Hey. El chico no ha hecho nada, Jasi. —Jasi, el tecnomed, se amilanó—. Está bien, Mark.
Maldita sea, se está muriendo pero piensa en el futuro. Está tratando de librarme de las sospechas
.
—El autoaéreo nos espera en el primer claro. —Elena señaló ladera abajo—. Si quieres transporte, vete allí. —La bici se elevó lenta y cuidadosamente.
Mark entendió la indicación y galopó colina abajo, plenamente consciente de la sombra que se movía por encima de los árboles. La sombra lo dejó atrás. Él corrió más rápido, apoyándose en los troncos de árboles para girar y llegó al doble sendero de palmeras taladas justo en el momento en el que el tecnomed, Elena y Pym terminaban de acomodar al conde Vorkosigan en el asiento trasero del compartimento de un autoaéreo negro y elegante. Mark entró tambaleándose y se sentó junto a Elena en el asiento que miraba atrás justo cuando el vehículo se cerraba, sellando la compuerta. Pym tomó los controles del compartimento delantero, hicieron una espiral en el aire y se alejaron a toda velocidad. El tecno se acuclilló en el suelo junto a su paciente y se dedicó a cosas lógicas como poner oxígeno y administrar hipoespray de sinergina para estabilizarlo contra la conmoción.
Mark estaba jadeando más fuerte que el conde, hasta el punto en que el tecno levantó la vista a pesar de su concentración y lo miró con ojos de médico pero a diferencia del conde, Mark recuperó el aliento después de un tiempo. Estaba traspirando y temblando por dentro. La última vez que se había sentido tan mal fue cuando las tropas de seguridad de Bharaputra estaban disparando armas letales contra él.
¿Puede ir tan rápido un autoaéreo?
Mark rezaba para que no se estrellaran contra algo más grande que un insecto.
A pesar de la sinergina, la mirada del conde parecía ausente. Hizo un gesto para sacarse la pequeña máscara de oxígeno, sacudió los brazos para que el tecno no se lo impidiera, y terminó haciendo un gesto urgente a Mark para que se le acercara. Tenía tantas ganas de decir algo que era menos traumático dejarlo que tratar de detenerlo. Mark se puso de rodillas junto a la cabeza del conde, quien susurró a Mark en tono de confidencia urgente:
—La… verdadera riqueza es… biológica.
El tecno echó una mirada a Mark como para pedirle una interpretación: Mark se limitó a encogerse de hombros, con expresión de disculpas.
—Creo que se está yendo.
En todo ese viaje enloquecido, el conde sólo trató de hablar una vez más; se sacó la máscara para decir:
—Escupir. —El tecno le dijo con un gesto que sí, y un crujido horrendo le aclaró la garganta sólo momentáneamente.
Las últimas palabras del Gran Hombre
, pensó Mark en tono sombrío. Toda esa vida monstruosa, sorprendente, terminaba en un Escupir. Sí, la única riqueza es biológica. Se abrazó con fuerza y se sentó en el suelo, convertido en una bola, mirándose los nudillos, ausente.
Cuando llegaron a la franja de aterrizaje del Hospital del Distrito de Hassadar, descendió instantáneamente sobre ellos un pequeño ejército de personal médico. Se llevaron al conde y con ellos desaparecieron también Pym y el tecno. Mark y Elena terminaron en una pequeña zona de espera, donde hicieron exactamente eso: esperar.
En cierto momento, apareció una mujer con un panel de control y le preguntó a Mark:
—¿Es usted el pariente más cercano?
Mark abrió la boca pero se detuvo, incapaz de contestar. Elena fue la que lo rescató:
—La condesa Vorkosigan viene desde Vorbarr Sultana. Tardará unos minutos, como mucho. —Eso pareció tranquilizar a la mujer, que salió de la habitación tan rápidamente como había entrado.
Elena tenía razón. No pasaron ni diez minutos cuando el corredor se llenó de un ruido de botas. Era la condesa seguida por dos guardaespaldas de librea. Pasó como un relámpago, dirigió una sonrisa rápida y alentadora a Elena y Mark pero no se detuvo. Atravesó la puerta batiente sin perder un segundo. Algún doctor mal informado trató de detenerla del otro lado:
—Disculpe, señora, las visitas no pueden entr…
La voz de ella lo dominó:
—No me vengas con ésas, muchacho. Tú me perteneces…
Las protestas del médico terminaron en una disculpa cuando vio los uniformes de los guardaespaldas.
—Por aquí, por favor n— se perdieron con sus voces en la distancia.
—Lo dijo en serio —comentó Elena a Mark con una mueca sardónica en la boca—. La red médica del Distrito Vorkosigan fue uno de los proyectos preferidos de la condesa. La mitad del personal de este lugar jura servirla a ella a cambio de la enseñanza que reciben.
El tiempo siguió pasando. Mark fue hasta la ventana y miró la capital del Distrito Vorkosigan. Hassadar era una Ciudad Nueva, heredera de la destruida Vorkosigan Vashnoi; casi todos sus edificios habían surgido al final de la Era del Aislamiento, sobre todo en los últimos treinta años. Había sido diseñada por hombres que tenían en mente métodos de transporte más modernos que los carros de caballos, se extendía como una ciudad de cualquier otro mundo desarrollado de la galaxia, y estaba marcada por algunos rascacielos que brillaban con el sol de la mañana. ¿Seguía siendo de mañana? ¿Todavía? Parecía que había pasado un siglo desde el amanecer. El hospital no parecía distinto de cualquier otro hospital modesto en… digamos, Escobar. La residencia oficial del conde era una de las villas enteramente modernas en el inventario de casas de los Vorkosigan. La condesa decía que le gustaba pero sólo la usaba cuando iba a Hassadar por asuntos del Distrito y era más un hotel que una casa. Curioso.
Las sombras de los rascacielos de Hassadar se habían acortado hacia el mediodía cuando volvió la condesa. Tan pronto entró, Mark la miró a los ojos, que tenía cansados, pero la expresión del rostro no parecía distorsionada por la pena. Mark sabía que el conde estaba vivo antes de que ella dijera nada.
Ella abrazó a Elena y le hizo un gesto a Mark.
—Aral está estable. Van a transferirlo al Hospital Imperial Militar en Vorbarr Sultana. Tiene el corazón muy dañado. Nuestro hombre dice que lo indicado es un transplante o algo mecánico.
—¿Dónde estaba usted esta mañana? —le preguntó Mark.
—En el cuartel general de SegImp. —Lógico. Ella lo miraba—. Nos dividimos el trabajo. No hacíamos falta los dos para la decodificación del rayo tenso. Aral te contó las novedades, ¿verdad? Me juró que te lo diría.
—Sí, justo antes del ataque.
—¿Qué estabais haciendo?
Un poco mejor que el acostumbrado
¿Qué le hiciste?
Mark describió la mañana, tartamudeando.
—Esfuerzo excesivo, carrera por las colinas —musitó la condesa—. Supongo que él fue quien eligió el ritmo de la subida.
—Como un militar —confirmó Mark.
—Ja —dijo ella misteriosamente.
—¿Fue una oclusión? —preguntó Elena—. A mí me pareció que era eso.
—No. Por eso me cogió tan de sorpresa. Yo sabía que tenía las arterias limpias: toma medicación para eso pues de lo contrario la dieta espantosa que hace ya lo habría matado hace años. Fue un aneurisma arterial, dentro del músculo del corazón. Se rompió un vaso.
—Estrés, ¿eh? —dijo Mark, con la boca seca—. ¿Tenía la presión alta?
—No. —Ella fue hacia la ventana y miró sin ver los rascacielos de Hassadar. Mark la siguió—. Encontrar la crío-cámara así… fue un duro golpe para nuestras esperanzas. Por lo menos conseguí que Aral se comunicara contigo… —Pausa—. ¿Lo hizo?
—No… no sé. Me mostró cosas, me llevó por ahí. Lo intentó. Estaba muy cansado. Dolía verlo. —Todavía dolía, un dolor como un nudo en el plexo solar. El alma vivía allí, según la mitología de algunos.
—Lo hizo —jadeó ella.
Era demasiado. La ventana era a prueba de golpes, pero la mano de Mark no. El puño, llevado por el alma golpeó, retrocedió, golpeó de nuevo.
La condesa lo cogió con una mano rápida; la violencia que él había dirigido contra sí mismo se hundió en la palma de ella y se desvió.
—Ahorra esa fuerza —le aconsejó ella con voz tranquila.
En la pared de la antecámara de la biblioteca había un enorme espejo de marco tallado a mano. Mark, nervioso, dio la vuelta para situarse frente a él antes de que lo inspeccionara la condesa.
El marrón y plata del uniforme de cadete de los Vorkosigan no hacía mucho por esconder la forma de su cuerpo, las viejas distorsiones y las nuevas, aunque cuando estaba bien derecho le parecía que le daba cierta robustez. Desgraciadamente, cuando bajaba los hombros, también bajaba la túnica. Le iba bien, lo cual era algo amenazador porque cuando se la habían entregado hacía ocho semanas le quedaba un poco suelta. ¿Acaso algún analista de SegImp habría calculado su peso para esa fecha? No le habría parecido imposible, siendo SegImp lo que era.
¿Sólo ocho semanas? A él le parecía que hacía una eternidad que estaba prisionero. Un prisionero muy bien tratado, cierto, como aquellos antiguos oficiales que daban su palabra y podían salir de la fortaleza. Aunque nadie le había pedido su palabra en ningún sentido. Tal vez su palabra no valía nada. Abandonó esa reflexión repugnante y pasó a la biblioteca.
La condesa estaba sentada en el sofá de seda, con su vestido largo de cuello alto de una tela marrón claro suave, como el color de ciertas nubes, adornado con bordados y plata que hacían eco al color de sus cabellos, peinados en rulos sueltos en la parte posterior de la cabeza. No había ni un hilo negro ni gris, nada que pudiera sugerir la anticipación del luto: la condesa estaba casi arrogante en su elegancia.
Aquí estamos bien
, parecía decir el conjunto. Y estamos
muy Vorkosigan
. Volvió la cabeza cuando entró Mark y la mirada absorta se le disolvió en una sonrisa breve y espontánea. Él tuvo que sonreír a su pesar.
—Te veo muy bien —dijo ella, dándole su aprobación.
—Lo mismo digo —contestó él y como parecía demasiado familiar, agregó —: señora.
Cuando oyó el añadido, ella sacudió las cejas como si él la hubiera golpeado, pero no hizo comentarios. Él se dirigió a una silla cercana pero estaba demasiado nervioso para sentarse y se apoyó solamente. Controló sus deseos de dar golpecitos en el suelo con la bota izquierda.
—¿Y cómo cree usted que van a tomarse eso? Sus amigos Vor, quiero decir…