Danza de dragones (12 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

BOOK: Danza de dragones
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—¿Pediros? Os pido que seáis señor de Invernalia y Guardián del Norte. Los castillos os los exijo.

—Os hemos cedido el Fuerte de la Noche.

—Ratas y ruinas. Es un pobre regalo que no cuesta nada a quien lo da. Uno de los vuestros, Yarwyck, dice que hará falta medio año de trabajos para hacer habitable ese castillo.

—Los otros no están en mejores condiciones.

—Lo sé, y no importa. Son todo lo que tenemos. Hay diecinueve fuertes a lo largo del Muro, y solo tenéis hombres en tres. Mi intención es tenerlos todos guarnecidos antes de que acabe el año.

—No discutiré eso, mi señor, pero se dice que también pretendéis dar estos castillos a vuestros caballeros y señores, para que gobiernen desde ellos como vasallos de vuestra alteza.

—Los reyes son generosos con sus adeptos. ¿Es que lord Eddard no le enseñó nada a su bastardo? Muchos de mis caballeros y señores abandonaron tierras fértiles y castillos recios en el sur. ¿Acaso no merecen una recompensa por su lealtad?

—Si deseáis perder a todos los vasallos de mi padre, no se me ocurre mejor manera que entregar las fortalezas del norte a señores del sur.

—¿Cómo voy a perder a unos hombres que no tengo? Quise entregar Invernalia a un hombre del norte; quizá lo recordéis: al hijo de Eddard Stark. Y me tiró la oferta a la cara. —Dar un motivo de queja a Stannis Baratheon era como echar un hueso a un mastín: lo roería hasta reducirlo a astillas.

—Invernalia corresponde por derecho a mi hermana Sansa.

—¿Os referís a lady Lannister? ¿Tan impaciente estáis por ver al Gnomo aupado al trono de vuestro padre? Os prometo una cosa, lord Nieve: eso no sucederá mientras yo viva.

Jon no era tan idiota como para insistir.

—Hay quien dice que pretendéis dar tierras y castillos a Casaca de Matraca y al magnar de Thenn.

—¿De dónde habéis sacado eso?

El rumor circulaba por todo el Castillo Negro.

—Si queréis saberlo, fue Eli quien me lo contó.

—¿Y quién es Eli?

—La nodriza —aclaró lady Melisandre—. Vuestra alteza le concedió libertad para recorrer el castillo.

—No para contar chismes. Se la necesita por sus tetas, no por su lengua. Más leche y menos cotilleos.

—El Castillo Negro no necesita bocas inútiles —asintió Jon—. Enviaré a Eli a Guardiaoriente con el próximo barco.

—Eli está amamantando al hijo de Dalla además de al suyo. —Melisandre jugueteó con su colgante de rubí—. Me parece una crueldad que apartéis a nuestro pequeño príncipe de su hermano de leche, mi señor.

«Cuidado, mucho cuidado ahora.»

—La leche de la madre es lo único que comparten. El hijo de Eli es más grande y robusto. Se pasa el día pellizcando al príncipe y dándole patadas, y se queda con toda la leche. Su padre era Craster, un hombre cruel y taimado…, y eso se hereda.

—Yo creía que la nodriza era hija de Craster —señaló el rey, confuso.

—Hija y esposa a la vez, alteza. Craster se casó con todas sus hijas. El hijo de Eli es fruto de su unión.

—¿Su propio padre tuvo un hijo con ella? —Stannis estaba escandalizado—. Hacemos bien en librarnos de esa mujer. No estoy dispuesto a permitir semejantes abominaciones; no estamos en Desembarco del Rey.

—Puedo traer otra nodriza. Si no hay ninguna entre los salvajes, la buscaré en los clanes de las montañas. Hasta entonces bastará con leche de cabra, si a vuestra alteza le parece bien.

—Magro alimento para un príncipe, pero será mejor que la leche de puta, sí. —Stannis tamborileó con los dedos en el mapa—. Volvamos al asunto de los castillos…

—Alteza, he alojado a vuestros hombres y les he dado de comer, en grave detrimento de nuestros suministros —replicó Jon con cortesía gélida—. Les he dado ropa para que no se congelasen. —Aquello no apaciguó a Stannis.

—Sí, habéis compartido vuestro cerdo en salazón y vuestras gachas, y nos habéis dejado unos cuantos harapos negros para mantenernos calientes. Harapos que los salvajes habrían arrancado de vuestros cadáveres si yo no hubiese venido al norte.

—Os he dado pienso para vuestros caballos —continuó Jon, sin darse por enterado—, y cuando esté terminada la escalera os dejaré constructores para restaurar el Fuerte de la Noche. Incluso os he permitido instalar a los salvajes en el Agasajo, que fue donado a la Guardia de la Noche en perpetuidad.

—Me ofrecéis tierras yermas y parajes desolados, pero me negáis los castillos que necesito para compensar a mis señores y vasallos.

—Fue la Guardia de la Noche la que construyó esos castillos…

—Y fue la Guardia de la Noche la que los abandonó.—

…para defender el Muro —concluyó Jon con testarudez—, no para que se convirtieran en tronos de sureños. La argamasa que mantiene en pie esos castillos se hizo con sangre y huesos de mis hermanos ya muertos. No puedo entregároslos.

—¿No podéis o no queréis? —En el cuello del rey, los tendones resaltaban como espadas—. Os ofrecí un apellido.

—Ya tengo apellido, alteza.

—Nieve. ¿Conocéis apellido más funesto? —Stannis se llevó la mano al puño de la espada—. ¿Quién os creéis que sois?

—El vigilante del Muro. La espada en la oscuridad.

—No me vengáis ahora con vuestro lema. —Stannis desenvainó la espada a la que llamaba
Dueña de Luz
—. Aquí está vuestra espada en la oscuridad. —La luz recorrió la espada, primero azul, luego roja, luego amarilla, luego naranja, iluminando la cara del rey con colores vividos—. Hasta un novato lo vería. ¿Acaso estáis ciego?

—No, mi señor. Estoy de acuerdo en que los castillos deberían guarnecerse…

—El niño comandante está de acuerdo. Qué suerte tengo.

—… con hombres de la Guardia de la Noche.

—No tenéis suficientes.

—Pues dádmelos, mi señor. Pondré oficiales en todos los castillos abandonados, comandantes experimentados que conozcan el Muro y las tierras de más allá y sepan sobrevivir al invierno que se avecina. A cambio de todo lo que os he dado, concededme los hombres necesarios para las guarniciones. Hombres armados, arqueros, reclutas… Aceptaré hasta lisiados y heridos.

Stannis se quedó mirándolo con incredulidad y después se echó a reír.

—Sois osado, Nieve, pero estáis loco si creéis que mis hombres vestirán el negro.

—Pueden llevar la capa del color que prefieran, mientras obedezcan a mis oficiales como si fueran los vuestros.

El rey no se inmutó.

—Los caballeros y señores que tengo a mi servicio son vástagos de casas nobles, antiguas y honorables. Ni soñéis con que vayan a servir a cazadores furtivos, campesinos y criminales.

«Ni a bastardos.»

—Vuestra mano es contrabandista.

—Lo fue, y por eso le corté los dedos. Tengo entendido que sois el comandante número novecientos noventa y ocho de la Guardia de la Noche, lord Nieve. ¿Qué creéis que opinará de esos castillos el novecientos noventa y nueve? Quizá la visión de vuestra cabeza en una pica lo inspire para cooperar. —El rey dejó la espada en el mapa, siguiendo la línea del Muro. El acero brillaba como la luz del sol en el agua—. Si sois lord comandante es porque yo lo permito. Haríais bien en recordarlo.

—Soy lord comandante porque me eligieron mis hermanos.

Había mañanas en las que Jon Nieve casi no se lo creía; despertaba pensando que todo aquello era un sueño demencial. «Es como estrenar ropa —le había dicho Sam—. Al principio te sientes un poco raro, pero cuando pasa un tiempo empiezas a estar cómodo.»

—Alliser Thorne se queja de la forma en que fuisteis elegido, y lo cierto es que no le falta razón. —El mapa se extendía como un campo de batalla entre ambos, iluminado por los colores de la espada centelleante—. El recuento lo hizo un ciego con ayuda de vuestro amigo el gordo, y Slynt dice que sois un cambiacapas.

«¿Y quién va a saberlo mejor que Slynt?»

—Un cambiacapas os diría lo que queréis oír y después os traicionaría. Vuestra alteza sabe que fui elegido con justicia. Mi padre dijo siempre que erais un hombre justo.

Las palabras exactas de Eddard eran «Justo pero implacable», pero Jon no consideró necesario dar tanta información.

—Lord Eddard no era mi amigo, pero tenía sentido común. Y me habría dado esos castillos.

«Eso, jamás.»

—No puedo hablar por mi padre, pero yo hice un juramento, alteza. El Muro es mío.

—Por ahora. Ya veremos si podéis defenderlo. —Stannis lo señaló con el dedo—. Quedaos con vuestras ruinas, ya que tanto significan para vos. No obstante, os aseguro que si algún castillo sigue vacío antes de que acabe el año, lo tomaré con vuestro permiso o sin él. Y si uno solo cae en manos enemigas, lo siguiente en caer será vuestra cabeza. Podéis retiraros.

Lady Melisandre se levantó de su sitio junto a la chimenea.

—Con vuestro permiso, mi señor, acompañaré a lord Nieve de vuelta a sus habitaciones.

—¿Por qué? Ya conoce el camino. —Stannis les hizo un ademán para que se fueran—. Haced como os plazca. Devan, comida. Huevos cocidos y limonada.

Tras el calor de las habitaciones del rey, en la escalera de caracol hacía un frío que se clavaba en los huesos.

—Se está levantando viento, mi señora —advirtió el sargento a Melisandre al tiempo que le devolvía las armas a Jon—. Sería mejor que os pusierais una capa más gruesa.

—Mi fe me da suficiente calor. —La mujer roja bajó las escaleras con Jon—. Su alteza os está cobrando afecto.

—Se nota. Solo ha amenazado con decapitarme un par de veces.

Melisandre rió.

—Son sus silencios lo que debéis temer, no sus palabras. —Cuando salieron al patio, el viento hinchó la capa de Jon y la azotó con ella. La sacerdotisa roja apartó la lana negra y lo cogió del brazo—. Puede que tengáis razón sobre el rey de los salvajes. Rezaré al Señor de la Luz para que me guíe. Cuando observo las llamas, puedo ver más allá de la piedra y la tierra, y encontrar la verdad en el alma de los hombres. Puedo hablar con reyes muertos y con niños nonatos, y ver cómo pasan los años y las estaciones hasta el final de los tiempos.

—¿Vuestros fuegos no se equivocan nunca?

—Nunca… Aunque los sacerdotes somos mortales y a veces erramos, confundiendo lo que ha de suceder con lo que puede suceder.

Jon sentía el calor que emanaba de ella incluso a través de la lana y el cuero. La visión de ambos entrelazados atraía miradas curiosas.

«Esta noche habrá susurros en las barracas.» Jon se liberó de su brazo.

—Si de verdad podéis ver el mañana en vuestras llamas, decidme cuándo y dónde tendrá lugar el próximo ataque de los salvajes.

—R'hllor nos envía las visiones que considera oportunas, pero buscaré a Tormund en las llamas. —Una sonrisa se dibujó en los labios de Melisandre—. Os he visto a vos en mis llamas, Jon Nieve.

—¿Es una amenaza, mi señora? ¿Pensáis quemarme a mí también?

—Me malinterpretáis. —Lo escrutó con la mirada—. Me parece que mi presencia os incomoda, lord Nieve.

Jon no lo negó.

—El Muro no es lugar para una mujer.

—Os equivocáis de nuevo. He soñado con vuestro Muro, Jon Nieve. La sabiduría que lo levantó fue grande, y grandes son los hechizos encerrados bajo su hielo. Caminamos a la sombra de uno de los ejes del mundo. —Melisandre alzó la vista para mirarlo, y su aliento formó una nube cálida en el aire—. Este lugar es tan mío como vuestro, y puede que pronto me necesitéis apremiantemente. No rechacéis mi amistad, Jon. Os he visto en la tormenta, en apuros, rodeado de enemigos por todas partes. Tenéis muchos enemigos. ¿Queréis saber sus nombres?

—Ya sé sus nombres.

—No estéis tan seguro. —El rubí rojo de su cuello centelleaba con un resplandor rojo—. No debéis temer a los que os maldicen a la cara, sino a los que os sonríen cuando miráis y afilan sus cuchillos cuando dais media vuelta. Haríais bien en mantener cerca a vuestro lobo. Lo que veo es hielo y cuchillos en la oscuridad. Sangre helada y roja, y acero desnudo. Mucho frío.

—Siempre hace frío en el Muro.

—¿Eso creéis?

—Lo sé, mi señora.

—Entonces no sabes nada, Jon Nieve —susurró ella.

Bran

«¿Cuánto falta?»

Bran no llegó a decirlo en voz alta, pero las palabras le alcanzaban una y otra vez la punta de la lengua mientras la desastrada compañía recorría dificultosamente antiguos bosques de robles y gigantescos centinelas verdigrises, y pasaba junto a lóbregos pinos soldado y castaños sin hojas.

«¿Cuánto faltará? —Se preguntaba el chico cuando Hodor trepaba por pendientes rocosas, o cuando descendía por hondonadas oscuras donde regueros de nieve sucia se rompían debajo de sus pies—. ¿Cuánto queda? —pensaba mientras el gran alce chapoteaba en un arroyo medio congelado—. ¿Cuánto falta? Qué frío hace. ¿Dónde está el cuervo de tres ojos?»

Iba balanceándose en la cesta de mimbre que Hodor llevaba a la espalda, y debía agachar la cabeza cada vez que el mozo de cuadra pasaba bajo una rama de roble. Estaba nevando otra vez, una nieve húmeda y pesada. Hodor tenía un ojo tan helado que no podía abrirlo. Su espesa barba marrón era una maraña de escarcha, y le colgaban carámbanos de las puntas del bigote. Con una mano enguantada agarraba aún la herrumbrosa espada que había cogido de la cripta de Invernalia, y en ocasiones la utilizaba para cortar alguna rama, provocando un pequeño alud.

—Hod-d-d-dor —decía, tiritando.

Era un sonido extrañamente reconfortante. En el viaje desde Invernalia hasta el Muro, Bran y sus compañeros habían matado el tiempo y las leguas charlando y contándose historias, pero allí era diferente. Hasta Hodor lo percibía. Sus
hodor
eran menos frecuentes que al sur del Muro. De aquel bosque emanaba una quietud que Bran desconocía. Antes de la nieve, el viento del norte formaba remolinos a su alrededor y levantaba nubes de hojas marchitas con un crujido suave que le recordaba el ruido de las cucarachas correteando por una alacena, pero después, una sábana blanca había enterrado las hojas. A veces los sobrevolaba un cuervo que batía el aire frío con enormes alas negras. Por lo demás, reinaba el silencio.

Un poco más adelante, el alce avanzó entre los ventisqueros con la cabeza gacha y las astas cubiertas de hielo. El explorador iba a horcajadas sobre su ancho lomo, silencioso y taciturno. El joven gordo, Sam, le había puesto de nombre Manosfrías porque, aunque su rostro era blancuzco, tenía las manos negras y duras como el hierro, e igual de frías. Llevaba el resto del cuerpo envuelto en varias capas de lana, cuero endurecido y cota de malla, y le ocultaban los rasgos la capucha de la capa y una bufanda de lana negra que le cubría la mitad de la cara.

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