Cuentos inconclusos de Númenor y la Tierra Media (59 page)

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Authors: J.R.R. Tolkien

Tags: #Fantasía

BOOK: Cuentos inconclusos de Númenor y la Tierra Media
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Se ofrece aquí una larga nota al texto que corresponde al pasaje donde se exponen los diferentes puntos de vista de los comandantes acerca de la importancia de los Vados del Isen. La primera parte repite en gran medida la historia que aparece en otro lugar de este libro.

En otros tiempos el Agua Gris constituía el límite meridional y oriental del Reino del Norte, y el Isen, el límite occidental del Reino del Sur. Los númenóreanos visitaban con poca frecuencia la tierra intermedia (la Enedwaith o «región media»), y ninguno se asentó nunca allí. En los días de los Reyes formó parte del reino de Gondor,
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pero los monarcas no se interesaban mucho por ella, salvo para la patrulla y la vigilancia del gran Camino Real. Éste iba desde Osgiliath y Minas Tirith a Fornost en el Norte lejano, cruzaba los Vados del Isen y pasaba por Enedwaith ascendiendo a las tierras altas en el centro y el nordeste hasta que tenía que descender a las tierras occidentales en torno al curso inferior del Agua Gris, que cruzaba por una calzada elevada que conducía a un gran puente en Tharbad. En aquellos días la región estaba poco poblada. En las tierras pantanosas de las desembocaduras del Agua Gris y el Isen vivían unas pocas tribus de «Hombres Salvajes», pescadores y cazadores de aves, pero emparentados por la raza y la lengua con los Drúedain de los bosques de Anórien.
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Al pie de las colinas del lado occidental de las Montañas Nubladas vivían restos del pueblo que los Rohirrim llamaron más tarde los Dunlendinos: un pueblo hosco, emparentado con los antiguos habitantes de los valles de la Montaña Blanca que Isildur maldijo.
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No sentían mucho afecto por Gondor, pero aunque eran bastante osados y audaces, eran muy pocos y sentían demasiado respeto por el poder de los Reyes como para perturbarlos o apartar sus miradas del Este, desde donde los amenazaban los más grandes peligros con que tenían que enfrentarse. Los Dunlendinos, como todos los pueblos de Arnor y Gondor, sufrieron los estragos de la Gran Peste de los años 1636-1637 de la Tercera Edad, pero menos que la mayoría, pues vivían apartados y tenían escaso trato con los demás hombres. Cuando los días de los Reyes terminaron (1975-2050) y empezó la decadencia de Gondor, dejaron en la práctica de ser sus súbditos; el Camino Real no estaba vigilado en Enedwaith, y el Puente de Tharbad, en ruinas, fue reemplazado sólo por un peligroso vado. Los límites de Gondor eran el Isen y la Cavada de Calenardhon (como se llamaba entonces). La Cavada era vigilada desde las fortalezas de Aglarond (Cuernavilla) y Angrenost (Isengard), y los Vados del Isen, el único acceso a Gondor, estaban siempre protegidos contra cualquier incursión de las «Tierras Salvajes».

Pero durante la Paz Vigilada (desde 2063 a 2460) el pueblo de Ca-lenardhon decayó: los más vigorosos, año tras año, iban hacia el este para defender la línea del Anduin; los que se quedaron se volvieron rudos y se desentendieron de lo que concernía a Minas Tirith. Las guarniciones de los fuertes no se renovaron y fueron dejadas al cuidado de capitanes hereditarios locales, cuyos súbditos eran de sangre cada vez más mezclada. Porque los Dunlendinos cruzaban el Isen de continuo y sin trabas. Ésta era la situación cuando los ataques contra Gondor desde el Este se renovaron, y Orcos y Hombres del Este invadieron Calenardhon y sitiaron los fuertes, que no habrían podido resistir mucho tiempo. Entonces llegaron los Rohirrim y, después de la victoria de Eorl en el Campo de Celebrant en el año 2510, su numeroso y aguerrido pueblo, con gran dotación de caballos, entró en Calenardhon y expulsó o destruyó a los invasores del Este. Cirion el Senescal les dio posesión de Calenardhon, que se llamó en adelante la Marca de los Jinetes o, en Gondor, Rochand (más tarde Roban). Los Rohirrim empezaron sin demora a asentarse en esta región, aunque durante el reinado de Eorl sus fronteras orientales a lo largo de las Emyn Muil y el Anduin eran todavía atacadas a menudo. Pero durante el reinado de Brego y Aldor los Dunlendinos fueron desalojados otra vez y expulsados más allá del Isen, y se estableció una defensa en los Vados del Isen. Así los Rohirrim se ganaron el odio de los Dunlendinos, que no se apaciguó hasta
El Retorno del Rey
, en un futuro muy distante. Toda vez que los Rohirrim estaban debilitados o en dificultades, los Dunlendinos renovaban sus ataques.

Jamás alianza entre pueblos se ha mantenido tan fielmente por ambas partes como la que se estableció entre Gondor y Roban en virtud del Juramento de Cirion y Eorl; tampoco hubo nunca guardianes de las amplias planicies herbosas de Roban más adecuados a su tierra que los Jinetes de la Marca. No obstante, su situación padecía un grave inconveniente, como se puso en evidencia en los días de la Guerra del Anillo, cuando casi se produjo la ruina de Roban y Gondor. Esto fue consecuencia de varias cosas. Sobre todo, las miradas de Gondor siempre se habían dirigido hacia el este, de donde le venían todos los peligros; la enemistad de los «salvajes» Dunlendinos no parecía preocupar demasiado a los Senescales. Otro detalle consistía en que los Senescales conservaban en su poder la Torre de Orthanc y el Anillo de Isengard (Angrenost); las llaves de Orthanc se llevaron a Minas Tirith, la Torre se cerró, y el Anillo de Isengard sólo quedó bajo la custodia de un capitán gondoreano hereditario y su pequeño pueblo, al que se sumaron los viejos guardianes hereditarios de Aglarond. La fortaleza que allí había se reparó con ayuda de albañiles de Gondor y luego fue dada a los Rohirrim.
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De allí provenían los guardianes de los Vados. En su mayoría sus viviendas estaban al pie de las Montañas Blancas y en los valles del sur. A las fronteras septentrionales del Folde Oeste iban rara vez y sólo en caso de necesidad, contemplando con temor las orillas de Fangorn (el Bosque de los Ents) y los ceñudos muros de Isengard. Tenían muy poco trato con el «Señor de Isengard» y su pueblo secreto, a quienes creían versados en magia negra. Y a Isengard los emisarios de Minas Tirith iban cada vez con menor frecuencia, hasta que dejaron de hacerlo por completo; parecía que en medio de sus preocupaciones los Senescales habían olvidado la Torre, aunque conservaban las llaves.

Sin embargo, la frontera occidental y la línea del Isen estaban na-turalmente bajo el dominio de Isengard y esto, evidentemente, los Reyes de Gondor lo comprendían muy bien. El Isen descendía desde sus fuentes en la pared oriental del Anillo, y al avanzar hacia el sur era todavía un río joven que no oponía un gran obstáculo a los invasores, aunque sus aguas eran todavía rápidas y extrañamente frías. Pero las Grandes Puertas de Angrenost se abrían al oeste del Isen, y si las fortalezas estaban bien dotadas de tropas, los enemigos del oeste tendrían que contar con grandes fuerzas si pretendían invadir el Folde Oeste. Además, Angrenost estaba a menos de la mitad de la distancia entre Aglarond y los Vados, que estaban comunicados con las Puertas por una amplia ruta para cabalgaduras cuyo recorrido era casi en todo momento llano. El temor que rodeaba la gran Torre y el miedo de la lo-breguez de Fangorn, que estaba detrás de ella, podrían servirle de protección por algún tiempo, pero si se la privaba de guarnición y se la descuidaba, como sucedió durante los últimos días de los Senescales, esa protección no le había de valer por mucho tiempo.

Así fue en efecto. Durante el reinado de Déor (de 2699 a 2718), los Rohirrim comprobaron que mantener los Vados bajo vigilancia no bastaba. Como ni Rohan ni Gondor hacían caso de este lejano rincón del reino, sólo muy tarde se supo lo que allí había ocurrido. La descendencia de capitanes gondoreanos de Angrenost se interrumpió y el mando de la fortaleza pasó a manos de una familia del pueblo. Las gentes del pueblo, como se dijo, tenían la sangre desde hacía ya mucho mezclada, y estaban ahora más amistosamente dispuestos hacia los Dunlendinos que hacia los «salvajes Hombres del Norte», que habían usurpado la tierra; Minas Tirith, que se encontraba lejos, ya no les interesaba. Después de la muerte del Rey Aldor, que había expulsado a los últimos Dunlendinos y había lanzado incluso incursiones por sus tierras en Enedwaith a modo de represalia, los Dunledinos, inadvertidos por Rohan pero con la connivencia de Isengard, empezaron a infiltrarse otra vez en el norte del Folde Oeste, instalándose en los vallecitos de la montaña al oeste y al este de Isengard, y aun en las orillas meridionales de Fangorn. Durante el reinado de Déor se mostraron abiertamente hostiles, haciendo incursiones con el fin de robar los rebaños y las caballadas de los Rohirrim en el Folde Oeste. No tardó en serles evidente a los Rohirrim que estos atacantes no habían cruzado el Isen por los Vados ni por punto alguno lejos al sur de Isengard, pues los Vados estaban protegidos.
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Déor, por tanto, condujo una expedición hacia el norte y se topó con una hueste de Dunlendinos. A éstos los venció; pero sintióse preocupado al darse cuenta de que también Isengard le era hostil. Creyendo que había liberado a Isengard de un sitio a que lo sometían los Dunlendinos, envió mensajeros a sus Puertas con palabras de buena voluntad, pero las Puertas se cerraron ante ellos, y la única respuesta que recibieron fue el disparo de una flecha. Como se supo más tarde, los Dunlendinos, después de haber sido admitidos allí como amigos, se apoderaron del Anillo de Isengard, matando a los pocos sobrevivientes que no estaban dispuestos (como lo estaba la mayoría) a mezclarse con el pueblo dunlendino. Déor envió la noticia sin demora al Senescal en Minas Tirith (por ese entonces, en el año 2710, Egalmoth), pero no le fue posible a éste enviar ayuda, y los Dunlendinos siguieron ocupando Isengard hasta que, reducidos por la gran hambruna del Largo Invierno (2758-2759), debieron ceder para no morir de inanición y capitularon con Fréaláf (luego el primer Rey de la Segunda Línea). Pero Déor carecía de poder suficiente para atacar o sitiar Isengard, y durante muchos años los Rohirrim tuvieron que mantener una gran fuerza de Jinetes en el norte de Folde Oeste; y ésta se mantuvo hasta las grandes invasiones de 2758.
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Es, pues, perfectamente comprensible que cuando Saruman ofreció hacerse cargo de Isengard y repararlo y reorganizarlo como parte de las defensas del Oeste, fuera bien acogido tanto por el Rey Fréaláf como por Beren el Senescal. De modo que cuando Saruman hizo de Isengard su lugar de morada y Beren le dio las llaves de Orthanc, los Rohirrim volvieron a su política de defender los Vados del Isen, el punto más vulnerable de las fronteras occidentales.

Apenas cabe duda de que Saruman hizo su ofrecimiento de buena fe o, cuando menos, con buena voluntad hacia la defensa del Oeste, siempre que él fuera la principal persona en dicha defensa y la cabeza del concilio. Era listo, y percibía claramente que Isengard tenia gran importancia por su ubicación geográfica y por su gran fortaleza, debida a factores naturales pero también a la mano del hombre. La línea del Isen, entre las pinzas de Isengard y Cuernavilla, era un baluarte contra las invasiones venidas del este (tanto si era Sauron quien las promovía o las lanzaba como si tenían otro origen), con el propósito de cercar Gondor o de invadir Eriador. Pero al final se volcó hacia el mal y se convirtió en un enemigo; los Rohirrim, sin embargo, aunque se les había advertido de la creciente animadversión que abrigaba contra ellos, siguieron disponiendo el grueso de sus fuerzas al oeste de los Vados, hasta que Saruman, en abierta batalla, les demostró que los Vados eran una débil protección sin Isengard, y más todavía si la tenían como enemiga.

Nota del editor

Esta, junto con la crónica de la organización militar de los Rohirrim y la historia de Isengard que se da en el apéndice del texto, corresponde al mismo grupo de escritos posteriores, estrictamente históricos. No presenta ningún problema de orden textual, y sólo está inconclusa en el sentido más directo del término.

Cuarta Parte

Los Drúedain, los Istari, las Palantiri

I
Los Drúedain

E
l Pueblo de Haleth, que hablaba una lengua extranjera, les era extraño a los demás Atani; y aunque se unió en alianza con los Eldar, siguió siendo un pueblo aparte. Entre ellos mantuvieron su propia lengua, y aunque por fuerza tuvieron que aprender el sindarin para comunicarse con los Eldar y los demás Atani, muchos lo hablaban de manera entrecortada, y los que rara vez iban más allá de las fronteras de sus propias tierras boscosas, no lo empleaban en absoluto. No adoptaban de buen grado nuevas cosas o costumbres y conservaban numerosas prácticas que parecían extrañas a los Eldar y a los demás Atani, con quienes tenían escaso trato, salvo en la guerra. No obstante, se los estimaba como aliados leales y temibles guerreros, aunque las compañías que enviaban para guerrear más allá de sus fronteras eran pequeñas. Porque se trataba, y así continuaron siendo hasta el fin, de un pueblo reducido, interesado sobre todo en proteger sus propias tierras boscosas, y que sobresalía en las batallas libradas en los bosques. A decir verdad, durante mucho tiempo ni siquiera los Orcos especialmente entrenados para este tipo de lucha se atrevían a poner el pie cerca de sus fronteras. Una de las comentadas rarezas de los Haleth, consistía en que muchos de sus guerreros eran mujeres, aunque pocas se trasladaban al extranjero a luchar en las grandes batallas. Esta costumbre era evidentemente antigua;
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la capitana Haleth era una afamada amazona que contaba con una selecta guardia de corps de mujeres.
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La más extraña de todas las costumbres del Pueblo de Haleth era la presencia entre ellos de gente de una especie del todo diferente;
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ni los Eldar de Beleriand ni los demás Atani habían visto nunca a nadie que se les asemejara. No eran muchos, unos pocos centenares quizá, que vivían apartados en familias o pequeñas tribus, pero amistosamente, como miembros de la misma comunidad.
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El Pueblo de Haleth les daba el nombre de drûg, palabra de su propia lengua. A los ojos de los Elfos y los demás Hombres resultaban de aspecto desagradable: eran bajos (algunos de poco más de una vara), pero muy anchos, con nalgas pesadas y cortas piernas gruesas; las caras anchas tenían ojos hundidos, con cejas gruesas y narices chatas; no les crecía barba, salvo a unos pocos hombres (orgullosos por la distinción) que llevaban en medio de la barbilla un mechoncito de pelo negro. Las facciones parecían de ordinario impasibles, y lo más móvil que tenían eran las grandes bocas; y uno no podía observar el movimiento de sus ojos cautelosos salvo que estuviera muy cerca, porque eran tan negros que no se les veía las pupilas, aunque se les enrojecían cuando estaban furiosos. Tenían la voz profunda y gutural, pero la risa era una sorpresa, rica y vibrante, y todos los que la oían, Elfos u Hombres, se echaban a reír también, contagiados de esa pura alegría sin mácula de desprecio o malicia.
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En tiempos de paz reían a menudo mientras trabajaban o jugaban, cuando otros Hombres habrían cantado. Pero podían ser enemigos implacables, y una vez inflamados de cólera, eran muy lentos en enfriarse, aunque el único signo visible fuera el resplandor de la mirada; luchaban en silencio y no se alborozaban en la victoria, ni siquiera la conseguida sobre los Orcos, hacia quienes abrigaban un odio implacable.

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