El urgente sonido del teléfono móvil de Fabel, amplificado por el eco de aquella sala azulejada, sobresaltó a ambos policías.
—Hola,
chef
. ¿Sigues en la casa de Von Klostertadt?
—Sí. Maria y yo estamos aquí. ¿Por qué?
—¿Hay, por casualidad, alguna piscina allí?
Fabel miró a su alrededor, confundido, como si quisiera confirmar el hecho de que estaba donde creía estar.
—Justamente estamos parados al lado de la piscina en este preciso momento.
—Yo preservaría la escena en tu lugar,
chef
. Haré que Herr Brauner y su equipo vayan allí de inmediato.
Fabel contempló la sedosa superficie del agua. Antes de hacer la siguiente pregunta ya sabía la respuesta.
—¿Qué has averiguado, Anna?
—Herr Doktor Möller acaba de confirmar la causa de la muerte de Laura von Klostertadt. Ahogamiento. El agua que había en sus pulmones y sus vías respiratorias estaba clorada.
Martes, 30 de marzo. 14:40 h
BERGEDORF, HAMBURGO
Fabel se equivocó con los números de las casas y aparcó en la Ernst-Mantius-Strasse, demasiado lejos de donde se dirigía. Durante su corta caminata, pasó por tres mansiones imponentes, cada una ofreciendo su propia y sutilmente diferente expresión de riqueza. Estaba en Bergedorf, al otro lado de la ciudad respecto de Blankenese; sin embargo, seguía encontrando sólidas señales de que Hamburgo es la ciudad más rica de Alemania, así como un recordatorio de los límites de su propio salario.
Aunque forma parte de Hamburgo, Bergedorf posee identidad propia y se la conoce como «la ciudad dentro de una ciudad». Y Fabel se encontraba en la Bergedorfer Villenviertel —el barrio de las mansiones—, donde cada una de las propiedades por las que pasaba valía varios millones de euros. El detective verificó el número de cada residencia hasta que encontró la que buscaba. Como sus vecinas, tenía tres pisos. Las paredes estaban pintadas con un discreto azul grisáceo contra el que destacaban las molduras de mampostería blanca, que le daban a las casas una sensación de limpias y nuevas. Una de las habitaciones de la planta inferior se extendía hacia el jardín, y su tejado formaba un balcón para la habitación de arriba. Unos toldos azules y blancos protegían con optimismo las ventanas de un sol cuya presencia aún no se sentía lo suficiente.
Cuando Fabel llamó al timbre, abrió un hombre enorme con ojos negros como el carbón. Tenía el pelo tupido y negro con muchas motas blancas y peinado hacia atrás, de tal modo que dejaba al descubierto una amplia frente que se extendía por encima de unas cejas gruesas y protuberantes. La mandíbula, ancha y fuerte, asomaba de una manera un poco excesiva por debajo de la boca carnosa. Si no hubiera sido por el fuego de una oscura inteligencia que ardía en los ojos, habría tenido casi el aspecto de un neanderthal.
—¿Kriminalhauptkommissar Fabel? —El hombre en la puerta sonrió.
Fabel le devolvió la sonrisa.
—Gracias por recibirme, Herr Weiss…
Gerhard Weiss dio un paso hacia atrás, abrió un poco más la puerta y le indicó a Fabel que pasara. Fabel había visto su fotografía en la cubierta de
Die Märchenstrasse
. Se parecía bastante, pero no daba ningún indicio de la elevada estatura del autor. Probablemente era tan alto como Olsen; Fabel estimó que Weiss mediría por lo menos dos metros cinco centímetros. Se sintió aliviado cuando se apartó de la sombra de Weiss y el autor lo hizo pasar a un estudio que daba al vestíbulo y, después de pedirle que se sentara, ocupó su propio asiento al otro lado del escritorio.
El estudio era amplio; Fabel supuso que era la habitación principal de la planta baja y claramente era la que sostenía el balcón que había visto arriba. Todo era suntuoso, lleno de madera oscura de diferentes tonalidades; el inmenso escritorio se veía como si hubiera consumido por sí solo la mitad de la caoba de la selva y todas excepto una de las paredes estaban cubiertas, del suelo hasta el techo, de estanterías de nogal llenas de libros. Sólo el suelo tenía una madera más clara y Fabel supuso que sería roble colorado. Las luces del techo estaban encendidas, así como la lámpara del escritorio de Weiss, formando charcos luminosos sobre las distintas superficies de madera. Esa iluminación adicional era necesaria, incluso en aquel momento, durante la tarde; daba la impresión de que toda esa madera oscura y barnizada del estudio absorbía la luz diurna que entraba por las puertas y ventanas que daban al jardín y a la calle. La superficie del escritorio de Weiss estaba casi vacía. Había una de las primeras ediciones de los
Cuentos de hadas de los hermanos Grimm
a un lado y el ordenador portátil de Weiss ocupaba el centro. Sin embargo, lo que dominaba el escritorio era una sorprendente escultura. También estaba hecha de madera, pero de una madera muy negra, como el ébano. Weiss notó la mirada de Fabel.
—Extraordinaria, ¿verdad?
—Sí… Sí, es cierto. —Fabel observó la escultura. Era la figura estilizada de un lobo. El cuerpo estaba estirado y ligeramente torcido y la gran cabeza giraba en redondo, con las mandíbulas abiertas en un gruñido. Daba la impresión de que el lobo hubiera oído algo detrás de él y se hubiera girado de pronto, quedando atrapado en ese momento tenso y sinuoso de transición entre la sorpresa y el ataque. La pieza revelaba una elaboración magnífica y Fabel no podía decidir si le parecía hermosa o espantosa.
—Un hombre muy talentoso, muy notable, creó esta estatuilla para mí —explicó Weiss—. Un artista de un talento único. Y un licántropo.
Fabel se echó a reír.
—¿Un hombre lobo? Eso no existe.
—Por supuesto que existe, Herr Kriminalhauptkommissar. La licantropía existe, no como el suceso sobrenatural de la transformación de un hombre en una bestia, sino como una afección psiquiátrica reconocida. Personas que creen que se convierten en lobos. —Weiss inclinó su enorme cabeza y contempló la escultura—. El escultor era un gran amigo mío. Estaba perfectamente cuerdo, salvo cuando había luna llena. Entonces sufría un ataque durante el cual se retorcía, se revolvía, se desgarraba la ropa, y más tarde se quedaba dormido. Eso era lo único que ocurría. Otros lo vieron, también yo mismo. Nada más que un ataque provocado por los sutiles cambios en la presión cerebral causados por la luna llena. Pero lo que nosotros veíamos no era lo mismo que él experimentaba. De modo que le pedí, por decirlo de alguna manera, que captara ese momento. —Los ojos de Weiss se posaron como un oscuro reflector sobre la escultura—. Y esto es lo que él hizo.
—Ya veo. —Fabel volvió a examinar la obra de arte. Ya se había decidido: era espantosa—. ¿Qué ocurrió con él? ¿Consiguieron curarlo?
—No, por desgracia. Pasó cada vez más tiempo en instituciones. Hasta que no pudo soportarlo más y se ahorcó.
—Lo lamento.
Los anchos hombros de Weiss hicieron un gesto de restarle importancia que era demasiado pequeño como para considerarlo un encogimiento.
—Usted tiene un apellido interesante, Herr Kriminalhauptkommissar. Fabel. Muy apropiado para mi trabajo: las fábulas, por así decirlo.
—Creo que es de origen danés. Es más común en Hamburgo que en cualquier otra ciudad alemana, aunque yo soy de origen frisón.
—Fascinante. ¿Qué puedo hacer por usted, Herr Fabel? —Weiss acentuó el apellido de Fabel, como si aún estuviera jugando con él.
Fabel le habló de los homicidios que estaba investigando y le explicó que claramente tenían una temática relacionada con los cuentos de hadas de los hermanos Grimm. Y que, tal vez, habían sido inspirados por la novela de Weiss,
Die Märchenstrasse
. Hubo una pausa momentánea cuando terminó, y en ese momento, a Fabel le pareció ver un mínimo esbozo de satisfacción en la expresión de Weiss.
—También está claro que estamos lidiando con un asesino en serie —concluyó Fabel.
—O asesinos… —dijo Weiss—. ¿Nunca se le ha cruzado por la cabeza la idea de que tal vez puedan estar enfrentándose a dos personas? Si estos homicidios están relacionados por una temática de los Grimm, entonces conviene recordar que los hermanos Grimm eran, después de todo, dos.
—Evidentemente no hemos descartado esa posibilidad. —La verdad era que Fabel no había considerado del todo la idea de que fueran un equipo. Por supuesto que no sería la primera ocasión en que dos asesinos trabajaran juntos, como él sabía muy bien por lo que había ocurrido en una investigación reciente en la que él había participado. Esa hipótesis también podría explicar por qué Olsen tenía un motivo para los homicidios del Naturpark pero no para los otros. Fabel cambió de táctica.
—¿Ha recibido últimamente alguna correspondencia extraña, Herr Weiss? Es probable que nuestro asesino, o asesinos, intentaran ponerse en contacto con usted.
Weiss se echó a reír.
—¿Correspondencia extraña? —Se puso en pie, irguiéndose imponente en la habitación, y se dirigió hacia un buró de madera que descansaba contra la única pared sin bibliotecas. Sobre el mueble, la pared estaba cubierta de ilustraciones antiguas enmarcadas. Weiss cogió una gruesa carpeta, volvió con ella y la arrojó sobre el escritorio antes de sentarse—. Esto es tan sólo lo de los últimos tres o cuatro meses. Si usted encontrara algo ahí que no fuera «extraño», yo estaría muy sorprendido. —Hizo un gesto de «adelante».
Fabel abrió la carpeta. Había docenas de cartas, algunas con fotografías, otras con recortes que el remitente pensaba que le serían de utilidad a Weiss. La mayoría parecían relacionadas con las
«Wahlwelten
», las novelas fantásticas, de Weiss: personas con vidas tristes y vacías que buscaban el consuelo de llevar una existencia alternativa y literaria haciendo que Weiss los incorporara a alguno de sus relatos. Había una carta muy explícita sexualmente de una mujer que le pedía a Weiss que fuera su «lobo grande y malo». Estaba acompañada por una fotografía de la remitente, desnuda salvo por una caperuza roja. Era una mujer excedida de peso de unos cincuenta años, cuyo cuerpo al parecer había sido derrotado tiempo atrás en una desigual batalla contra la gravedad.
—Y ese montón es minúsculo en comparación con los mensajes electrónicos que llegan a mi página web y a la de mi editorial —explicó Weiss.
—¿Usted responde a estas cartas?
—No, ya no. Solía hacerlo. O al menos a aquellas que eran razonablemente cuerdas o decentes. Pero ahora sencillamente no tengo tiempo. Por eso empecé a cobrar tarifas fijas para incluir personas como personajes de mis novelas
«Wahlwelten
».
Fabel lanzó una risita.
—¿De modo que cuánto me cobraría usted por tener un papel en una de sus novelas?
—Herr Fabel, una de las lecciones principales del cuento de hadas es que hay que tener mucho cuidado con lo que se desea. Yo podría incluirlo a usted en una de mis obras sólo porque me parece un personaje interesante, con un nombre poco común. A diferencia de la gente que paga por ser incluida, usted se ha encontrado conmigo. Yo tengo una idea de usted. Y una vez que esté en una de mis historias, tendré un control total sobre usted. Yo seré el único que decida su destino. Si vive o muere. —Weiss hizo una pausa y los negros ojos resplandecieron bajo el pesado puente de sus cejas. La escultura del hombre lobo permaneció congelada en su gruñido. Un coche pasó por la calle—. Pero, por lo general, cobro cinco mil euros por una mención de media página. —Weiss sonrió.
Fabel negó con la cabeza.
—El precio de la fama. —Hizo tamborilear sus dedos sobre la carpeta que estaba en el escritorio—. ¿Puedo llevarme estas cartas?
Weiss se encogió de hombros.
—Si cree que le serán de ayuda…
—Gracias. A propósito, estoy leyendo
Die Märchenstrasse
.
—¿Le gusta?
—Lo encuentro interesante, pongámoslo de esa manera —dijo Fabel—. Estoy demasiado concentrado en cualquier posible conexión con estos homicidios como para evaluar sus méritos literarios. Y creo que es posible que esa conexión exista.
Weiss se recostó en la silla y entrelazó los dedos, luego tensó los dos índices el uno contra el otro y se llevó la mano al mentón. Era un gesto exagerado de reflexión.
—Me entristecería mucho que así fuera, Herr Kriminalhauptkommissar. Pero la temática principal de toda mi obra es que el arte imita la vida y la vida imita al arte. Yo no puedo animar a alguien a cometer homicidios con mis escritos. Esa persona ya es un asesino, al menos en potencia. Tal vez intenten imitar un método o un escenario… o incluso una temática, pero asesinarían de todas maneras, más allá de si leyeron mis libros o no. En definitiva, no soy yo quien inspira a esa clase de personas. Ellos me inspiran a mí. Así como siempre han inspirado a los escritores. —Weiss dejó que sus dedos se posaran suavemente sobre el volumen de cuentos de hadas con encuadernación de piel que descansaba sobre su escritorio.
—¿Como los hermanos Grimm?
Weiss sonrió y de nuevo hubo un brillo oscuro en sus ojos.
—Los hermanos Grimm eran académicos. Buscaban el conocimiento absoluto: los orígenes de nuestro idioma y nuestra cultura. Como todos los hombres de ciencia de su época, una época en la que la ciencia estaba convirtiéndose en la nueva religión de Europa Occidental, intentaban poner nuestro pasado bajo un microscopio y diseccionarlo. Pero la verdad absoluta no existe. Tampoco un pasado definitivo. Es un tiempo verbal, no un lugar. Lo que los hermanos Grimm descubrieron era el mismo mundo en el que ellos vivían; el mismo que nosotros habitamos ahora. Lo que los Grimm descubrieron es que lo único que cambiaba eran los marcos de referencia.
—¿A qué se refiere?
Weiss volvió a levantarse del sillón de cuero y le hizo a Fabel el gesto de que lo siguiera hacia la pared cubierta de cuadros. Eran todos ilustraciones de libros del siglo XIX y principios del xx.
—Los cuentos de hadas han inspirado más que interpretaciones literarias —explicó Weiss—. Algunos de los mejores artistas prestaron su talento para ilustrar esos cuentos. Esta es mi colección: Gustave Doré, Hermann Vogel, Edmund Dulac, Arthur Rackham, Fernande Biegler, George Cruickshank, Eugen Neureuther; cada uno con una interpretación sutilmente diferente. —Weiss le señaló a Fabel una ilustración en particular: una mujer que entraba horrorizada a una habitación con suelo de losa y a la que se le caía una llave de la mano cuando lo hacía. En el fondo de la escena había un tocón con un hacha encima; ambos elementos estaban cubiertos de sangre, como el suelo a su alrededor. De las paredes pendían los cadáveres de varias mujeres, todas en camisón, como si las hubieran colgado en ganchos de carnicería.