Möller estaba en plena forma. Cuando Fabel entró en la sala de análisis post mortem, el patólogo lo contempló con su estudiada expresión desdeñosa. Todavía llevaba puesto su mono azul para autopsias y la bata desechable de color gris claro tenía manchas de sangre. La mesa de acero inoxidable para las autopsias estaba vacía y Möller, con una actitud casi indiferente, estaba limpiándola con una manguera que tenía adosada una cabeza de aspersión. Pero había algo en el aire. Fabel había descubierto mucho tiempo antes que los muertos no acosan con su espíritu, sino con sus olores. Estaba claro que Möller apenas acababa de poner fin a su viaje a través de la masa y la materia de lo que una vez había sido un ser humano llamado Bernd Ungerer.
—Interesante —dijo el patólogo, observando cómo el agua formaba remolinos rosados empujando los restos de sangre hacia el desagüe—. Muy interesante, éste.
—¿En qué sentido? —preguntó Fabel.
—Los ojos fueron arrancados después de la muerte. La causa del deceso fue una sola puñalada en el pecho. Un estilo muy clásico, a decir verdad: debajo del esternón, en un ángulo ascendente, y directo al corazón. El caballero en cuestión giró el cuchillo casi cuarenta y cinco grados en el sentido de las agujas del reloj. Eso destruyó el corazón y la víctima debió de morir en cuestión de segundos. Al menos no sufrió mucho y no supo que le quitaron los ojos. Lo que, por cierto, se hizo manualmente. No hay señales de que se utilizara ningún instrumento. —Möller cerró la manguera y se apoyó en el borde de la mesa—. No había heridas defensivas. Ninguna. Ni moretones, ni cortes en las manos o antebrazos, como tampoco señales de traumatismos. Nada que indique que se produjo alguna clase de lucha antes de la muerte.
—Lo que significa que la víctima fue tomada totalmente por sorpresa, o que conocía al asesino, o ambas cosas.
Möller volvió a enderezarse.
—Ése es su campo, Herr Hauptkommissar. Yo informo de los hechos, usted extrae las conclusiones. Pero hay unas cuantas cosas más en este caballero que tal vez le resulten interesantes.
—¿Sí? —Fabel sonrió pacientemente, resistiéndose a la tentación de decirle a Möller que fuera al grano de una vez.
—Para empezar, Herr Ungerer había encanecido prematuramente y se teñía el pelo para oscurecerlo; a diferencia de nuestro querido ex canciller, desde luego. Pero es lo que he encontrado debajo del cuero cabelludo lo que más me interesa. El asesino no tronchó la vida de Herr Ungerer. Simplemente se adelantó unos meses a la parca.
—¿Ungerer estaba enfermo?
—Terminal. Pero es muy posible que no lo supiera. Tenía un gran glioma en el cerebro. Un tumor. Su tamaño sugiere que venía creciendo desde hacía bastante tiempo y su ubicación me hace pensar que los síntomas podrían haber llevado a confusión.
—¿Puede decirme si estaba sometido a algún tratamiento?
—No, por lo que puedo ver. No hay ninguna evidencia de tratamiento anticancerígeno en el sistema, ni tampoco de cortisona, que suele prescribirse en estos casos para aliviar la inflamación del tejido cerebral. Lo más importante es que no hay señales de intervención quirúrgica, y ésa es la primera línea de defensa contra esta clase de tumores. Necesito hacer una histología completa del glioma, pero a mí me parece que es un astrocitoma: un tumor primario. Y debido a que era un tumor primario, no habría nada en ninguna otra parte del cuerpo que pudiera indicarle a su médico que había algún problema. En la mayoría de los casos los tumores cerebrales suelen presentarse como elementos secundarios de un cáncer en otra parte del cuerpo, pero no éste. Y, he aquí una idea bastante inquietante: él tenía la edad perfecta. Los hombres de mediana edad son los que tienen más probabilidades de desarrollar estos tumores primarios que son muy agresivos y de primer nivel.
—Pero seguramente tuvo algún síntoma, ¿no? ¿Dolores de cabeza?
—Es probable, pero no necesariamente. Los tumores cerebrales no tienen dónde ir. Esa es la única parte del cuerpo que está totalmente encerrada en hueso, de modo que cuando el tumor crece, también lo hace la presión dentro del cráneo y sobre el tejido cerebral sano. Puede provocar severos dolores de cabeza, que empeoran cuando uno se acuesta, pero no siempre. De todas maneras, como ya la he dicho, la posición del tumor de Herr Ungerer, a pesar de que crecía a un ritmo razonablemente rápido, era tal que el daño provocado aparecía gradualmente. Y eso significa que los síntomas pueden haber sido más sutiles.
—¿Por ejemplo?
—Cambios de personalidad. Cambios conductales. Pudo haber perdido el sentido del olfato o, por el contrario, haber percibido repentinamente hedores punzantes que antes no estaban. Tal vez sintiera hormigueos a un lado del cuerpo, o náuseas frecuentes. O, a la inversa, otro síntoma frecuente es un vómito repentino sin náuseas previas.
Fabel reflexionó un momento sobre lo que Möller le había dicho. Recordó lo que Maria le había contado sobre su conversación con Frau Ungerer, la forma en que había descrito la alteración de la personalidad de su marido. Que su apetito sexual se había vuelto insaciable; que un marido fiel y cariñoso se había convertido en un viejo verde libidinoso y un adúltero en serie. Que le llamaban Barbazul. Cuando Fabel oyó eso último, junto con la descripción que había hecho Maria del sótano «prohibido» y el arcón que allí se ocultaba, sintió que se le formaban cristales de hielo en las venas. Otra conexión con un cuento de hadas, sólo que «Barbazul» era un relato de Perrault, francés, aunque sí tenía un equivalente alemán en un cuento de los hermanos Grimm, «El pájaro emplumado». El asesino conocía a Ungerer. O, al menos, lo conocía lo suficiente como para considerarlo un candidato perfecto que encajaba con su demente temática basada en los cuentos de los Grimm.
—¿Esos síntomas podrían haberse manifestado en el comportamiento sexual de la víctima? —preguntó a Möller, antes de resumirle lo que conocían sobre los dramáticos cambios que había experimentado Ungerer.
—Es posible —dijo Möller—. Si hubo una alteración tan dramática como la que usted ha descrito, entonces yo diría que no es una coincidencia, sino casi seguro una consecuencia del tumor. Por lo general, creemos que el sexo es algo físico. No lo es. En el animal humano, todo está aquí arriba. —Möller se golpeó la sien con el dedo índice—. Si la estructura o la química del cerebro sufren alguna modificación, y es muy probable que este tumor modificara ambas cosas, se producen toda clase de cambios de personalidad y conductales. De modo que sí, es totalmente posible que ese tumor convirtiera a este hombre sexualmente moral, casado y orientado hacia la familia en un lobo libidinoso.
Mientras Fabel volvía al Präsidium, el sol de abril brillaba alegremente sobre Hamburgo. La ciudad se veía luminosa, renovada y dispuesta a recibir el inminente verano. Pero Fabel no veía nada de eso. De lo único que tenía conciencia era de la presencia oscura y amenazadora de un psicópata que mataba y mutilaba en busca de una especie de retorcida verdad literaria o cultural. Estaba cerca. Tan cerca que casi podía olerlo.
Jueves, 22 de abril. 21:30 h
ALTONA, HAMBURGO
Mientras luchaba por ponerse el disfraz, Lina Ritter llegó a la conclusión de que estaba volviéndose demasiado vieja para eso. Es que sí: era demasiado vieja para eso. Había sido su profesión durante casi quince años y ahora, a los treinta y cuatro, había llegado el momento de decir basta. Después de todo, era una actividad para mujeres más jóvenes. Ella se veía obligada, cada vez con más frecuencia, a «especializarse»: a atender a clientes específicos con gustos más bizarros y exóticos, y el papel de dominadora se adecuaba más a su edad. Y, de todas maneras, en la mayoría de los casos no se follaba; sólo tenía que gritar órdenes a algún ejecutivo gordo durante una media hora, atizarle en el culo si tardaba demasiado en seguir las instrucciones y luego decirle que se había portado muy mal y que estaba muy enfadada mientras lo masturbaba. La paga era bastante buena, los riesgos para la salud eran inferiores y sus clientes, como uno de sus castigos, muchas veces le hacían todas las tareas del hogar. Pero esta noche sería más difícil. El tipo que la había contratado le había dado un fajo de dinero como anticipo. Luego había fijado hora para la noche, con precisas instrucciones de que ella debía ponerse el atuendo que él le había traído. Ella se dio cuenta, al ver ese disfraz puñetero y ridículo, que no sería la parte dominante esa vez y se había resignado a tener que follarse al grandullón.
Él había llegado justo a la hora indicada, y estaba esperándola en el dormitorio, mientras ella luchaba por meterse dentro del traje que él había traído. Era evidente que estaba hecho para una o dos tallas menos que Lina. Las cosas que una chica tenía que hacer para ganarse la vida. Lina se había olvidado exactamente de lo corpulento que era su cliente. Grande, pero callado. Casi tímido. No le daría ningún problema.
Lina entró en el dormitorio y empezó a dar vueltas.
—¿Te gusta? —Se detuvo en mitad del giro cuando lo vio—. Oh… Veo que tú también tienes un disfraz especial…
El estaba de pie junto a la cama. Había apagado todas las luces excepto la pequeña lámpara de la mesita de noche que estaba detrás contra la que su silueta aparecía recortada y difuminada. Todo lo que había en la habitación parecía empequeñecido al lado de esa mole oscura. Se había puesto una pequeña careta de goma, infantil, con la forma de la cara de un lobo. Los rasgos del lobo se habían distorsionado porque él había estirado la diminuta careta sobre esa cara demasiado grande. En ese momento Lina se dio cuenta de que en realidad no tenía un disfraz ceñido a la piel, como había pensado en un principio, sino que todo su cuerpo, desde los tobillos hasta la garganta y bajando por los brazos hasta las muñecas, estaba cubierto de tatuajes. Palabras. Todo con la antigua caligrafía de antes de la guerra. El estaba allí de pie, enorme y mudo, con esa estúpida careta y el cuerpo lleno de tatuajes, con la luz detrás. Lina empezó a sentir miedo. En ese momento, él habló.
—Te he traído un regalo, Gretel —dijo, con la voz amortiguada por la careta de goma.
—¿Gretel? —Lina miró su disfraz, el que él le había pedido que se pusiera—. Éste no es un traje de Gretel. ¿Me he equivocado?
La cabeza detrás de la careta de lobo de goma y demasiado pequeña se movió lentamente. Él estiró la mano, en la que sostenía una caja de color azul fuerte con una cinta amarilla.
—Te he traído un regalo, Gretel —repitió.
—Oh… oh, gracias. Me encantan los regalos. —Lina practicó lo que consideraba una coqueta reverencia y cogió la caja. Intentó lo mejor que pudo ocultar el temblor de sus dedos mientras desataba la cinta—. Veamos… ¿qué tenemos aquí? —dijo, mientras levantaba la tapa de la caja y miraba en su interior. Cuando el grito de Lina atravesó el aire, él ya había cruzado la habitación y estaba encima de ella.
Jueves, 22 de abril. 21:30 h
POLIZEIPRÅSIDIUM, HAMBURGO
Fabel estaba de pie frente al tablero de la investigación, apoyándose en la mesa que tenía delante. Miraba el tablero pero no encontraba lo que quería, lo que necesitaba ver allí. Werner era la única otra persona en el despacho y estaba sentado a una esquina de la mesa. Sus amplios hombros estaban encorvados y su rostro tenía un tono pálido, que exageraba la nitidez de los moretones de su cabeza.
—Creo que te conviene parar por hoy —dijo Fabel—. El primer día de regreso, y esas cosas.
—Me encuentro bien —dijo Werner, pero sin mucha convicción.
—Hasta mañana. —Fabel observó cómo Werner se marchaba y luego se volvió hacia el tablero. El asesino se había referido al hecho de que Jakob Grimm había obtenido conocimientos folklóricos de Dorothea Viehmann. Había dicho que él había tenido una experiencia similar. ¿Con quién? ¿Quién le había transmitido los relatos a él?
Examinó las imágenes de Weiss, Olsen y Fendrich que había colocado en el tablero. Mujeres ancianas. Madres. Weiss tenía una influyente madre italiana. Fabel no sabía nada sobre los progenitores de Olsen, pero estaba claro que Fendrich sí había mantenido una relación cercana con su madre hasta la muerte de ésta. Que se había producido poco antes de que comenzaran los asesinatos. Al parecer Weiss y Olsen ya no encajaban con las sospechas de Fabel, de modo que sólo le quedaba Fendrich. Pero apenas uno lo analizaba en detalle, no tenía el menor sentido. Fabel miró a los tres hombres. Tres hombres tan diferentes entre sí como era posible. Y parecía que ninguno de ellos era el que buscaba. En ese momento percibió la presencia de Anna Wolff a su lado.
—Hay una conexión. —La voz de Anna estaba tensa, con un entusiasmo contenido—. Olsen reconoció a Ungerer. Sabe quién es.
Olsen seguía sentado a la mesa de la sala de interrogatorios pero su actitud, todo su lenguaje corporal, había cambiado. Estaba entusiasmado, casi agresivo. Su abogado, sin embargo, no parecía tan alegre. Después de todo, ambos habían tenido que enfrentarse a la tenacidad de la pequeña Anna Wolff durante casi cuatro horas.
—Espero que se dé cuenta, Herr Kriminalhauptkommissar, de que si mi cliente trata de ayudarlo con su investigación se arriesga a incriminarse todavía más.
Fabel asintió con un gesto de impaciencia.
—Veamos qué tiene que decir Herr Olsen sobre su relación con Herr Ungerer.
—Yo no tenía ninguna relación con Ungerer —dijo Olsen—. Sólo lo he visto un par de veces. Era un vendedor. Un capullo que se pasaba el día haciendo la pelota a la gente.
—¿Dónde lo viste? —preguntó Anna.
—En la Backstube Albertus. El vendía equipamiento para panaderías, algo italiano, muy sofisticado. Lo último de lo último. Llevaba meses persiguiendo a Markus Schiller, tratando de convencerlo de que comprara hornos nuevos. Él y Schiller se llevaban muy bien: dos bastardos pelotilleros juntos. Ungerer siempre invitaba a Schiller a comer, corriendo con todos los gastos, esa clase de cosas. Pero estaba tratando de convencer a la persona equivocada. La que decidía era la esposa de Schiller; ella tomaba las decisiones, manejaba el dinero y, por lo que me parece, era la que tenía las pelotas en esa relación.
—¿Exactamente dónde y cuándo dices que lo viste?
—Sólo lo vi un par de veces cuando fui a buscar a Hanna a la panificadora.
—Pareces haber reunido bastante información sobre él, considerando que sólo lo viste de pasada.